Augusto Ortiz de Zevallos: «La arquitectura es una pasión y no pienso retirarme nunca»

La escritura nunca fue ajena para Augusto Ortiz de Zevallos. El reconocido arquitecto, urbanista y docente universitario recuerda con agrado aquella revista que fundó en su época escolar. Esa travesura casi iniciática, tendría lo que en lenguaje cinematográfico podríamos llamar una secuela, porque –algunos años después, ya en la universidad—vendría otra publicación de la mano de ciertos personajes que hoy suenan conocidos: Alonso Cueto, Luis Llosa y Alfredo Barnechea.

Nada de esto, sin embargo, desvió la vocación de un hombre que entregó casi dos tercios de su vida a imaginar cómo hacer mejor la ciudad que lo vio nacer. Hoy, según queda claro en esta entrevista, nada parece lo suficientemente grave como para alejarlo de su profesión.

“Hay gente que en otros países se retira a mi edad, pero yo no lo creo así. Para mí pensar el retiro es una tontería total. No me voy a retirar nunca”, manifiesta el arquitecto en algún momento de nuestra charla, a propósito de la publicación de “Augusto Ortiz de Zevallos. Textos y contextos. 50 años de arquitectura escrita” (Fondo Editorial de la Universidad de Lima, 2024).

El volumen recoge lo más saltante de la producción crítica que Ortiz de Zevallos tiene en medio de siglo de colaboraciones con distintas publicaciones. Como él mismo lo dice, en su profesión comunicar resulta tan importante como imaginar una idea factible de ser llevada a cabo.

En la siguiente entrevista, el también docente universitario brinda pormenores sobre este libro, sobre los personajes que ahí aparecen, pero fundamentalmente acerca de las ideas que ha defendido en cada proyecto que asumió desde lo público y lo privado.

¿Cuándo diría que nació su interés por la escritura? ¿Fue en la universidad o algún tiempo atrás?

En el colegio fundé una revista. Recuerdo especialmente una de las notas sobre una obra de teatro en la que estaba Alberto Ísola, quien es dos años menor que yo. Ya por ahí pienso que tenía esa especie de vena de la escritura. Publicamos también la revista Ecos y Opiniones. Luego, en la universidad hicimos una junto a Alonso Cueto, Luis Llosa y Alfredo Barnechea. Se llamaba Diagrama, y fui el director porque yo era el único mayor de edad (risas). Salieron tres números. Alonso tenía 16 años e iba a ‘trabajar’ en uniforme de colegio. Así que desde jovencito me interesó este acercamiento al periodismo reflexivo. Creo que la arquitectura piensa, propone, es una tesis, afirma, y debe siempre decir cosas. Nunca estuve lejos de esa dimensión de lo escrito. Por eso también el libro se titula “Arquitectura escrita”, porque me parece que escribir también es una manera de hacer arquitectura porque uno formula el deber ser, lo que corresponde, lo que tiene sentido. Y cuando uno critica –yo fui profesor—tengo que verbalizar con palabras un comentario sobre espacios. Entonces, evidentemente, necesito que mi estudiante entienda lo que le digo, y que esto lo estimule, que sea capaz de ver lo que hay de valioso en lo que está armando. Entonces, la relación entre verbo y espacio siempre fue un reto importante para poder explicarlo bien, para que exista una claridad en lo que uno dice y que uno mejore lo que hace como arquitecto y como fabricante de espacios vividos.

A propósito de lo que dice Silvia Arango al final de su libro, ¿le hizo perder alguna amistad escribir y comentar sobre arquitectura por tantos años?

Claro, porque en el Perú somos muy rencorosos. Esto en otras partes no pasa. Yo he sido estudiante en Londres, he vivido en Barcelona y Bruselas. Y recuerdo que en Londres cada número que salía de ciertas revistas generaba polémica, y había críticas con sus correspondientes respuestas. Pero acá la gente le tiene un poco de miedo y fastidio a que uno comente algo. Incluso alguna vez me armaron una especie de ‘juicio’ en el Colegio de Arquitectos, queriendo suspenderme, multarme o algo así. Felizmente José García Bryce, que era un personaje muy importante, fue consultado y dijo ‘están locos, anulen eso’. Una anécdota divertida fue que cuando se abrió Camino Real, a mí me pidió Hildebrandt que haga un comentario. Y recuerdo que dije que le iría mal, porque (el proyecto) era muy confuso, no se entendía a dónde llegaba uno, estaba mal diseñado. Y se cumplió mi predicción. A pesar de que era el mejor terreno de Lima, simplemente la arquitectura era muy confusa. Faltaba información, visuales, entretenimiento suficiente, patios de comida, o sea, que la arquitectura se organice mejor. Eran un montón de puestitos uno junto al otro. Con el error de haber vendido puestitos, cada uno se sentía dueño de su cubículo, pero más allá de ese error administrativo, hay un error arquitectónico, porque se carecía de (elementos) visuales. Porque cuando uno llega a un mall, uno debe tener panorama, saber dónde está, a dónde va y qué le interesa. Entonces, me tocó esa situación de yo explicarlo y al día siguiente impidieron que se grabe el lugar. Hubo un laberinto. Y hubo quejas, porque al opinar, el promotor o dueño puede quejarse. Así que sí, es frecuente que el periodismo tenga estas consecuencias. Pero yo creo que de verdad lo inteligente es poder recibir críticas y dialogarlas. Incluso mi enseñanza de la arquitectura se hace formulando críticas. Cualquier proyecto tiene tres o cuatro críticas. Es un proceso de ‘presentarlo a’. Y esto es verdad también en el cine, en el arte, en la literatura o en la música.

¿Entonces, no hay proyecto perfecto?

Claro, todo es perfectible y toda situación tiene una aspiración, y una búsqueda. Entonces, uno debe poder descubrir en un proyecto a qué aspira, cómo conseguiría eso que quiere ser. Y toda la teoría de la arquitectura se ha hecho así: las proporciones, la lógica del cuerpo humano, los dibujitos que conocemos de Leonardo. Y esto pasa también con el idioma, que tiene reglas y maneras de organizarse. Entonces, la arquitectura necesita eso y tiene que responder a tiempo, lugar y tema, porque ocurre en una época y, por lo tanto, una tecnología y una manera de ser hecha. Y ocurre en lugares que ya están ahí, que tienen significados, y proponen temas. No es lo mismo una iglesia que un estadio, un centro comercial o una oficina. Así pues, todas estas dimensiones deben ser sintetizadas, esclarecidas, y el proceso de irse acercando a un buen equilibro y a una síntesis inteligente que maneje estas dimensiones y que no se equivoque. Y hay arquitectura simplista, elemental, que elude estas dimensiones y simplemente produce unos objetos acaramelados, melosos, un poco el kitsch, o sea, la lógica de lo fácil, de lo consumible, de lo que tiene ‘prestigio’. Así que ese esclarecimiento es clave, porque de otro modo uno puede tener copias, y hoy más que nunca, porque como hay Internet, los estudiantes pueden estar todos los días descargando cosas de Internet y pueden estar copiando, además. Algo que también pasa hoy con la Inteligencia Artificial. Entonces, en el fondo la relección intelectual educada e inteligente es fundamental en estos esclarecimientos, para que uno no se vuelva un copión así sea involuntario, y para que uno desarrolle sus propias capacidades.

El libro de AOZ incluye un prólogo del arquitecto Juan Carlos Doblado y ensayos sobre la “arquitectura escrita” de Enrique Bonilla Di Tolla, decano de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Lima.

¿Recuerda qué exactamente lo hizo elegir la arquitectura como profesión?

Tengo una circunstancia interesante en asociación con la Universidad de Lima. Héctor Velarde, que fue fundador de la institución, estaba casado con una tía mía. Y yo lo veía con frecuencia en los cumpleaños de mi abuelo, reuniones y demás. Y cuando yo iba al fútbol, él vivía al costado de donde se jugaba. Así que solía darme una vuelta por su casa, y él me agarró cariño, y conversábamos mucho. A mí siempre me ha gustado dibujar. Hay muchos dibujos míos en el libro. Conocí luego a Cristina Gálvez, con quien dibujé de niño, en la adolescencia. Entonces, me interesaba el arte, pero también las ideas. Y ya con Héctor Velarde entendí bien cómo la arquitectura podía ser una pasión tan interesante y cómo hay unos valores, atributos de tema que resultaban un reto estimulante poderlos hacer bien. Y yo lo veía bastante. Y él era encantador, pero además era un estudioso permanente. Me regalaba libros, me explicaba lo que había descubierto. Y recuerdo sus dibujitos intentando entender cómo estaba proporcionado algo, cuál era su lógica organizadora de la forma, etc. Uno de adolescente duda. A mí me gustaban las letras también, pero me gustaba lo visual, así como las matemáticas. Era una mezcla difícil de resolver, pero tuve referentes que me ayudaron. Otro del que también hablo por ahí fue Luis Ortiz de Zevallos, fundador del urbanismo en Perú. Fue brazo derecho de Belaunde en armar la lógica de enseñanza de planeamiento y urbanismo. Así que sí hubo una serie de personas que me parecieron muy valiosas al momento de escoger la profesión. Ya una vez que entré, empecé a descubrir a los propios maestros y profesores, con lo que me fue más fácil afirmar esa vocación. Confirmé que no me había equivocado.

En su libro aparecen una serie de personajes, entre los que destaca el expresidente Fernando Belaunde Terry.  ¿Cree usted que, mediáticamente, es el arquitecto más renombrado en nuestra historia?

Sí, definitivamente. La primera candidatura de Belaunde, antes de que exista Acción Popular, es cuando lo lanzan los universitarios. En el año 1956, cuando grana Prado, Belaunde sale segundo. Entonces, evidentemente, lo que hay es una percepción de que este personaje que fundó la revista El Arquitecto Peruano, que había sido profesor de la Facultad de Arquitectura, y que la había fundado como tal, porque antes esta era una especie de ‘dos años finales de Ingeniería civil’. Belaunde logra que se defina una escuela propia, como una profesión distinta. Entonces, sus logros son muy importantes. Y él que fue diputado en el 45’ con Bustamante genera las leyes que le dan piso al derecho a la vivienda, a la inversión pública en vivienda, al urbanismo, al planeamiento, entonces, en el fondo es el gran codificador de la profesión. Legislando y después siendo candidato y presidente. Tenía esa mirada territorial, con la propuesta de la Marginal de la Selva, (el) querer ordenar el territorio, haber sido un gestor y promotor de leyes, y del sistema de planeamiento. Sin duda, él fue el más importante codificador y sistematizador de que la profesión tenga un estatuto nítido y claro. Y es gracioso, porque todo esto lo trae de Estados Unidos. Porque su padre, Rafael Belaunde, fue deportado, entonces ya tenía la vena política desde la familia. Rafael, que había sido primer ministro con Bustamante, y que se negó a prohibir al APRA. Fernando tuvo que estudiar afuera y trajo toda la reflexión interesante de la época de la recesión, en donde Roosevelt lo que hace es promover obra pública, que se defina el rol de un Estado que atiende a sus ciudadanos. Y desarrolla una economía para las mayorías, siendo elegido cuatro veces para la presidencia. Por todo esto, ese populismo inteligente y no barato (Belaunde) ya lo tenía en la piel y en su formación. Y las unidades vecinales, una serie de modelos, que de alguna manera más bien vienen de ese mundo. Y tiene esa cosa curiosa, porque después él lo transforma hasta ‘la conquista del Perú por los peruanos’, entonces, es una combinación interesante este modelo ‘Roosveltiano’ y de progresismo estatal combinado con una exploración en el alma de lo nuestro, y le interesa el trabajo colectivo, la cooperación popular, las obras hechas por las comunidades. Sin duda es un personaje muy interesante que modernizó el progresismo en su momento y que, de alguna manera, acompañó de joven esta inquietud que yo también menciono en el libro: qué cosa es la peruanidad. Qué tratan de encontrar Basadre, Porras, Haya de la Torre, Mariátegui, toda una serie de pensadores, cada uno a su manera, o sea, el interrogarse quiénes y qué cosa somos. Y esto ocurre también en el mundo provinciano, porque hay pensadores de qué cosa es el indio, lo regional. Hay un descubrimiento del Perú que va surgiendo en esa época y que Belaunde procesa. En resumen, es interesante que, en Belaunde, la arquitectura y la política se vuelve algo casi natural conciliarlas. Y eso era su sesgo más nítido. Con la lampa como símbolo de su partido, aunque hoy muy maltratada. Pero sí, sus identidades siempre fueron construir el Perú, qué cosa necesitaba el país. Belaunde fue la figura más presente en la que la que la arquitectura, la política y la idea de Nación está asociada.

Augusto Ortiz de Zevallos el día de la presentación de su libro en la Librería El Virrey. (Foto: Universidad de Lima)

Ha mencionado la palabra mágica: política. ¿Por qué terminó aceptando participar en gestiones de gobierno? Porque bien pudo quedarse en su estudio privado de arquitecto y viajar por el mundo. ¿Qué lo lleva a dar ese paso y terminar exponiéndose?

El espacio público se tiene que discutir con los políticos. Evidentemente, los que deciden prioridades de inversión, escogen proyectos, materializan planes y los aprueban, son los políticos. Yo había escrito en revistas qué debía pasar con el Río Rímac, con la Costa Verde, con la recuperación del centro, pero luego de eso se tenía que convertir, pues, en acciones políticas. Alberto Andrade fue quizás el que más me convocó. El Gran Parque de Lima, el Parque de la Exposición recuperado en el 2000 se abre como una especie de símbolo. Ese fue el proyecto que yo había publicado antes, pero él lo lee y dice ‘hay que hacerlo’. Antes, Belmont, por quien yo no había votado y a quien había criticado, pero cuando ganó con 45% me pidió que lo ayude a armar. Le dije que se genere una entidad –que ahora es el IMP—que recoja el plan del centro de Lima que yo sí había hecho antes y el plan Met, para que exista una entidad municipal que organice y dé las pautas de planeamiento. Así que tuve que aceptar estas lógicas institucionales como la única forma de que los planes se lleven a cabo. Luego, ya mucho más tarde, hace diez años, yo no fui candidato a nada, pero sí había explicado mis proyectos, y Susana Villarán los hizo suyos. No estaban en su programa, pero terminé siendo el portavoz de que había que recuperar el río y la Costa Verde, etc. Entonces, en el fondo, a través del tiempo, he colaborado con todos. Barrantes, Orrego, Del Castillo, el propio Castañeda con la Costa Verde. De manera tal que mi presencia en prensa y en ser consultados generó estas conexiones porque un plan debe ser aprobado por los regidores, y es muy importante generar opinión pública. En eso la prensa es clave, porque o sino los alcaldes se convierten en unos dictadorzuelos, que el que toma el poder lo toma sin un solo programa, pero ya se empoderó y cree que puede hacer lo que le dé la gana. ¡Ha habido monumentos donde el monumentado era igualito al alcalde! O sea, a eso hemos llegado. Tenemos dinero público que se gasta en cualquier cosa, porque no existe suficiente presencia de prensa y académica para estar generando lo que sí tienen Ecuador o Colombia, que es una opinión pública vaya filtrando cualquier decisión y la vaya discutiendo.

¿Cree que el episodio con la playa La Herradura fue el momento más difícil de su faceta como arquitecto/figura pública? ¿Hubo algo de ‘mala leche’?

Claro, hubo esa mentira flagrante de que yo había tenido que ver con que le echen arena a La Herradura cuando se hizo la recuperación. Yo había hecho el proyecto del malecón y el paseo. Y me siento orgulloso de eso. La Herradura era un basural, la gente no iba, y se convirtió en un lugar que la gente usa y vive. Pero el proyecto no tocaba un gramo de arena. Cero. Entonces a EMAPE se le ocurrió esta idea un poco ingenua de echar arena ahí. Entonces, sí, hay momentos en que a uno le ponen cierta etiqueta, eso de que ‘tú echaste la arena…’. Eso es mentira. Y sí hay mala lecha en andar repitiéndolo de vez en cuando. Pasa esto de las etiquetas. Todos los alcaldes de Lima me han pedido ayudas, planes, proyectos, y han procesado cosas que yo he hecho, para proyectos específicos, aunque a veces hay etiquetas que resulta difícil de sacarte. Pero pienso que eso uno debe intentar superarlo. Al final lo que importa es que la obra pública queda. El Gran Parque de Lima ha sido visitado por 40 millones de personas. Era un desastre, una cosa atomizada. El Museo de Arte no tenía dinero para hacer una sola exposición. La planta baja eran talleres. Mi proyecto recupera todo eso, la gente lo disfruta, la gente va con niños. Antes ahí había niños durmiendo, consumiendo terokal. Y La Punta, que es el dibujo de la portada de mi libro, la usa el Estado peruano diciendo ‘esto es Marca Perú’. Entonces, hay resultados que son mucho más importantes que las etiquetas y las ‘malas leches’.

En un artículo escrito por usted en 2006 decía usted que “Lima es una ciudad con enormes potencialidades”. ¿Hoy existen razones para ser igual de optimistas?

Lima es la única capital de América del Sur que mira al mar. Montevideo mira un río muy grande, pero no es el mar, y Buenos Aires no es lo mismo. Río de Janeiro fue capital y hoy lo es Brasilia. Tenemos un mar hermoso, atractivo, valioso, rico, etc. Hay delante una isla, San Lorenzo, donde hay 12 kilómetros de playa potenciales, y nos hemos bañado durante dos siglos en dos o tres. Así que no se entiende que Lima se vea mal. Ahora, el río que le da nombre a la ciudad, porque Lima viene de Rímaq. Ciudad de los Reyes no le dijo nadie nunca. Y el río hoy es un vertedero. Aunque hay obras listas, pero que no se hacen. Nos paramos peleando y malvivimos esta ciudad. Hay demasiadas periferias y muy pocas centralidades. Nos pasamos el día en la combi, pero los espacios están ahí. Lo que no hay es decisión política. Falta inteligencia en la clase dirigente. Hay una falta de liderazgo clamorosa. Estamos en una ciudad joven, con vida, con potencial cultural.  En los últimos años la crisis económica se ha acentuado, pero todavía hay ahorro, potencial de que la inversión privada acompañe a la pública, y de que estos no sean mundos separados. Pero nos falta liderazgo, esclarecimiento, la inteligencia práctica, operativa y pragmática para sacar adelante la ciudad. Medellín, por ejemplo, era la ciudad del miedo, del sicariato, y hoy en día es una ciudad grata, bonita. Se recuperó el centro, se pusieron bibliotecas. El transporte público sí funciona, la gente sabe cuánto se va a demorar porque su tiempo es pronosticable. Hay mucha mala leche, pero Lima tiene ofertas interesantísimas ofertas climáticas, gastronómicas, atractivos y todo lo que podría necesitar para vivirse bien.

Finalmente, si estuviera frente a estudiantes de último año del colegio y le formulasen la siguiente pregunta: ¿Cómo le cambió la vida la arquitectura y por qué uno podría animarse a estudiar esa carrera hoy en día?

Los animaría porque la arquitectura es una pasión. Yo no me voy a retirar nunca. Hay gente que lo hace a los sesenta y tantos. Para mí retirarse es una tontería total. Yo me entretengo en esto porque me resulta apasionante. Pero sí es importante que ese estudiante se convierta en un actor capaz de conseguir que lo que él se diseña se pueda materializar. Entonces, sí es importante el arte de construir, pero también es clave entrenarse para ser capaz de materializar, y no solo ser un estudioso, teórico, que haga maquetitas, pero que luego no sepa cómo diablos llevarlas a cabo. O que no se convierta en un subordinado de procesos mediocres, que están habiendo en Lima en abundancia: edificios sin ningún atractivo, donde se venden metros cuadrados aburridos, donde la gente no vive bien, donde simplemente termina ofreciéndose mediocridad, ‘a tantos dólares el metro cuadrado’, pero no hay estímulos vitales interesantes de barrio, de dinámica, de calidad estética o de vida. Y yo le enseño eso a los cachimbos, y sí consigo que hagan cosas bonitas. En mi Facebook muestro que ellos consiguen demostrar desde muy temprano de lo que son realmente capaces. Así que sí los animaría, pero trataría de que entiendan que la profesión de arquitecto también tiene que ver con materializar, convencer, comunicar, y no solo con hacer objetos y artefactos.

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