La gran personalidad que tiene el desierto y cómo este logra cambiar la vida de quienes transitan por él. Así resume Julia Wong Kcomt su nueva novela. La narradora, poeta y gestora cultural emprende un nuevo desafío literario con resultado sobresaliente.
A Julia la conocí tiempo atrás cuando pude leer “Mongolia” (Animal de Invierno), una de las novelas más solventes publicadas en el año 2015. Tal como me pasó aquella vez, al terminar de leer “Aquello que perdimos en la arena” (Peisa, 2019) dos cosas vinieron a mi mente. La primera, admiración hacia la prosa de esta autora oriunda de Chepén, y la segunda, altas dosis de curiosidad en torno a cuánto hay de auto ficción en sus páginas.
“Hay mucho menos de lo que muchos creen”, afirma Wong en esta entrevista. Aunque me esmero pidiéndole que enliste diferencias entre ella (en su versión niña) y Cristina (protagonista de la novela), la charla finalmente nos lleva por rumbos diversos. Sin embargo, hay algo a lo que terminamos volviendo: lo efímero. Hoy estamos, mañana quizás no.
Recuerdos, pérdidas, afectos y sobre todo viajes abundan en esta novela corta que confirma a Wong Kcomt como una de las voces más originales de la literatura peruana actual. Ella, sin embargo, no se la cree y –como podrán leer en esta entrevista—se aleja de cualquier pretensión. No tiene problemas en definir su esquema de escritura como caótico o desordenado, y tampoco se muestra incómoda al hablar de la importancia de los editores en su carrera. “Sin ellos hoy estaría vendiendo frijoles en Chepén”, concluye.
Aquí nuestra entrevista a Julia Wong sobre “Aquello que perdimos en la arena”, a la venta en las principales librerías de Lima.
-No te imagino diciendo “voy a escribir esta novela en seis meses”. Tus libros empiezan siempre mucho tiempo atrás. ¿Cuándo surgió “Aquello que perdimos en la arena”?
Empezó con la vida misma, cuando me pasaron ciertas cosas. Enrique Prochazka tiene un libro titulado “Un único desierto”, Le Clézio tiene uno cuyo título es “Desierto”, y yo soy de Chepén, una ciudad al medio del desierto, así que siempre quise escribir algo que tenga que ver con el ello. Lo pensé mucho, pero nunca supe cómo hacerlo. Además, el desierto me parece algo sumamente mágico, inabarcable. Yo, como vengo de la cultura de la arena, he aprendido a respetar, tanto las apariciones como las desapariciones, así que pensé que tenía que llegar un momento en mi vida en el que pudiera hablar sin copiarme de nadie, sin asumir posiciones ni muy vanguardistas, ni hípster, porque hay que tener cuidado cuando alguien ya usó algo y lo hizo de una forma espectacular, tal como ya lo hicieron los dos autores mencionados. No es que pretenda ir más allá de ambos, pero uno quiere hacer algo que vincule, que motive a los lectores a hablar, a mirar su propio desierto. Por otro lado, también está María Reiche, que vio las líneas de Nazca, y tuvo una vida y una dedicación espectacular al desierto. Es que no es tan fácil como ir y fascinarse con Machu Picchu. El desierto es quedarte en el medio de la nada y pensar: ¿ahora cómo nombro esto?
-Siempre tengo la idea de que tus libros son muy personales, pero me has dicho que solo el 5% de lo que le ocurre a la protagonista de esta novela (Cristina) te pasó a ti. ¿Es correcto?
Sí.
-¿Los lugares que ha visitado Cristina los conoce Julia Wong?
Algunos sí, otros no.
-Por ejemplo, está Chepén, donde naciste…
Mira, ese amor-odio hacia Chepén que siente la protagonista no tiene nada que ver conmigo, es ficción. Yo he empezado a amar-odiar la vida ya de vieja. Pero en la novela hay una niña muy precoz, que percibía las cosas muy pronto. ¡En la infancia yo amaba Chepén! Por otro lado, en la novela no cuento que desde niña he ido a Macao. Siempre tuve esa esquizofrenia de vivir en dos mundos paralelos. Y en la novela la niña tiene un solo mundo.
-¿Cómo se presenta Julia Wong ante desconocidos? ¿Poeta, escritora o gestora cultural?
A la última chamba que postulé me presenté como gestora cultural. Pero también a veces pongo narradora. A la gente le cuesta verte buscando trabajo si pones ‘poeta’ en tu CV.
-¿Crees que esta novela tiene un solo tema o es más bien multitemática?
Es una novela con varios temas, pero yo quise hablar (fundamentalmente) de lo efímero. En el budismo hay una expresión que dice “todo pasa, nada queda”. Me interesaba la idea del paso de la vida por el tiempo, la transmigración por el mundo y si quieres, también (poder) hablar del alma. Considero que la mejor forma de experimentar lo efímero es el desierto. Porque cuando ves arquitecturas o lo material muy palpable crees que eso es eterno. Y el desierto te demuestra que nada lo es, porque algo que parece formarse en un minuto al siguiente ya no existe.
-Un hecho histórico que aparece claro en tu libro es la reforma agraria. ¿Qué edad tenías cuando Velasco la empezó? ¿Tu familia la vivió como la (familia) de la novela?
Tenía cuatro años. Nos fuimos a Macao, pero mi mamá no quiso quedarse y regresó al Perú. En la novela se cuenta que la madre pone un cuadro de Juan Velasco Alvarado (en lugar de la foto del padre) sobre la pared y eso es parcialmente realidad. Mi mamá, efectivamente, sí puso un cuadro de Velasco sobre la pared de casa, pero la cosa no fue tan así, porque en la novela se da a entender que ella no quería a su esposo. Yo creo que mis padres se quisieron y respetaron mucho, al menos eso percibí. Aunque ella sí, era muy socialista y él no.
-Suele pasar que los años te cambian la perspectiva sobre determinados hechos. Algunos repudiaron la reforma agraria tiempo atrás y hoy quizás son capaces de encontrar cosas positivas en el proceso…
Siempre he pensado que todo se da por algo. Si se dio la reforma es porque era necesaria. ¿Se dio mal? Es verdad. Mira, a pesar de que ambos eran opuestos en sus ideas políticas, siempre he sido muy fan de mis padres. Sentí que ambos estaban muy consolidados en lo que pensaban. Ella defendía la reforma y yo pienso que en el Perú que describió Ciro Alegría y José Arguedas no quedaba otra que hacer. ¡Obviamente era la única solución! Ahora, el proceso y la manera en la que se dio, pues no sé, quizás habría que estar en el pellejo de Velasco para imaginar lo que habrá sentido en ese momento.
-En la novela hay una mención a que la expropiación de las tierras fuera una especie de “acto de justicia” del desierto.
Claro, es como si el desierto se metiera en Velasco y le dijera “lo haremos juntos”. No sé si lo has notado pero en la novela el desierto es un personaje más, es como si se metiera en todo y decide todo. Por eso la frase “el desierto siempre decidirá por ti”.
-Y así como hay arena y desierto, en tu novela hay pérdidas. Tres, para ser precisos. ¿Qué tan fácil o complicado es escribir sobre pérdidas?
Es terrible. Hasta ahora no supero la muerte de mi sobrino, que en la novela es mi amigo (Santiago). Cuesta mucho perder alguien que quieres.
-¿Realmente a él se lo tragó el desierto?
No. Puse eso porque jamás llegué a entender su muerte. Mira, si tu abuelita se muere a los 95 años, uno entiende que tuvo tal vez cinco años para despedirse, y quizás lo entiendes porque si se va es porque está sufriendo. Sin embargo, cuando se trata de un chico joven, con todo el futuro por delante, es como que muy chocante.
-¿Has marcado en un globo terráqueo todos los países que conoces?
Una vez lo hice, pero dejé de hacerlo porque me parecía una vanidad exagerada. Lo que hacía fue marcar en un Google Maps las ciudades que he visitado. Hoy creo que mi búsqueda va por otro lado y no por llenar las agujitas en el mapa.
-¿Qué crees que obtiene una persona que ha viajado tanto a tu edad frente a otra que tal vez nunca salió de su ciudad natal?
Pienso que son posiciones ante la vida. Conozco gente que jamás se movió de su casa. A mí me parece que tiene que gustarte, porque (al viajar) recibes una energía distinta, pero también debes saber que al irte tal vez no vuelvas. No lo sé, también debes tener claro que vas a gastar –por ejemplo—25 dólares en la habitación de un hotel que quizás nunca más volverás a ver. Es un movimiento que no te da ninguna retribución. Y eso debe gustarte. Porque hay gente que quiere viajar y comprarse mil souvenirs para luego presumir que estuvo en tal o cual lugar. A mí eso no me interesa. La motivación para viajar considero que es muy personal. Yo creo que tengo algo del viaje tipo Cees Nooteboom, eso de ir y encontrarte a ti mismo, ver un espejo en esa realidad prismática que se desvincula de ti y empieza a vincularse con todos los aspectos de nuevo espacio que observas, y de pronto surge un resultado literario. Me encanta esa idea, la del viaje totalmente alejado de lo anecdótico. Yo sí creo en una literatura real de viajes, que es algo más poética.
-Te has descrito como una autora bastante caótica. ¿Cuánto entonces es necesario el apoyo de un editor en un caso como el tuyo?
Sin la ayuda de un buen editor hoy estaría en Chepén vendiendo frijoles. A mí me han salvado los editores. Ellos creen en mí y creen que el producto (libro) se puede armar de alguna manera. Me gusta hacer cosas separadas y después digo ‘vamos armando’. Sin embargo, creo que si Carmen (Ollé) y Christian (Reynoso ) no hubieran metido la mano pues no habría novela. Antes de que ellos metan su mano algunas personas leyeron el manuscrito y me decían “¿qué has hecho aquí?”. Me parecía que el proyecto no tenía pies ni cabeza. Incluso su título era “Buda en el desierto”.
“Dicen que un hijo hombre para un chino es la luz. Si se va de su lado algo se apaga. Mis padres nunca volvieron a tener tierras y mi mamá continuó llevando su negocio de abarrotes. Mi padre dejó de conversar en su mal castellano, de leer y de caminar por el desierto. Pienso que extrañaba mucho a su hijo. Fue por eso que decidió volver a Macao y separarse de mi madre. Ella aceptó su decisión sin mayores recriminaciones. Ahora que reflexiono, creo que esa fue la solución que ella encontró más adecuada para personas extranjeras sin el mismo Dios, con otro idioma en el corazón. No volvimos a ser felices como familia. La casa de la calle Lima se agrandó sin mi hermano. Se hizo tan pero tan grande que ni toda la arena de todos los desiertos hubiera podido llenar el vacío que dejaba. Durante muchas semanas pensé en él y en la mano que le faltaba al pastor Manuel Vigo. Y no pude pensar que mi padre y el pastor tenían algo en común, a ambos les faltaban elementos cruciales para la sobrevivencia: un hijo y una mano”.
-Tenía que leer ese párrafo de tu novela porque me parece fantástico. Y me genera una pregunta: ¿cuando uno escribe una novela se percata y disfruta extractos como este de la misma manera que los disfruta un lector, o para ti es algo más bien un proceso plano?
Siempre hay picos. Es como un desierto con elevaciones y llanos. Creo que no hay nada en el mundo que sea como una sola línea. Ni siquiera cuando ves el horizonte. Pasa con el mismo ser humano: las mujeres tienen senos y los hombres pene. Yo encuentro que la literatura es un volumen, no tiene nada plano. Entonces, no hay nada más icosaédrico que la literatura.
-También has dicho que escribes a lo largo de muchos años un libro. ¿Podríamos entonces pensar que ahora tienes tres o cuatro novelas listas que saldrán en los próximos años?
Sí, pero me gustaría salgan en no tanto tiempo. Ahora mismo tengo una novela que ya está hace tiempo y no la armo. Son como “modelos para armar”. Igual me pasa con los poemarios. Algunos me preguntan: ¿o sea tú te sientas y escribes? Claro, pero deshecho la mitad. El próximo año vuelvo a revisar los (poemas) que quedaron. Y sigo acudiendo a talleres. Por ejemplo, a mí me gusta mucho cómo me corrige Willy Gómez Migiliaro o Paul Forsyth. Mira, yo no creo que exista el “gran escritor”, y más bien creo que nuestra generación y nuestro tiempo es de muchas lecturas. Tendemos al facilismo, al automatismo y a creer que somos semidioses porque se nos ha dado cierto talento con la escritura. Y pienso que nada que ver.
-¿Por qué hay gente que muere sin entender la poesía?
Yo creo que se necesita un tercer ojo. Te voy a decir algo que puede sonar algo feo pero que es verdad: dicen que César Vallejo no hubiera escrito “Trilce” ni “Poemas humanos” si no hubiera tenido hambre. O sea, la poesía no es para cualquiera. No la vas a entender si no tienes hambre de esa profundidad. Sin embargo, creo que la humanidad debe ser más tolerante y dejarte leer lo que quieras. Salvo Paulo Cohelo, que no me gusta para nada (risas).
-Quisiera terminar con un festival que lleva tu marca personal: Chepén Chepén. ¿Qué te motivó a llevar durante una década poesía a niños que tal vez jamás recibieron un poemario en las manos?
Mi mamá. Ella era muy solidaria y amante de los pobres.
-¿Era comunista?
No, socialista sí. Es que ella trabajó tanto que luego pudo vivir muy bien. Sí puedo decir que era igualitaria. Sabía que no todos tenían su capacidad (económica). Una de las cosas que me hizo ver a mi mamá como un genio fue que cuando empezó con su demencia senil y le preguntabas cuánto era 230×34, te daba la respuesta correcta. Ella nació en 1923. Creció sumando y restando con la cabeza, vendía y compraba abarrotes. Yo creo que esa mente no la tiene cualquier persona. Desde ese lado quizás sí éramos muy distintas. Pero volviendo a lo anterior, yo creo que la política peruana está mal porque tú para cambiar los problemas de diferencias y desigualdades tienes que primero situarte desde un lugar de poder. Y desde ahí tratar de cambiar las cosas. Y no me refiero necesariamente al poder político. Me refiero a la posibilidad de decir “yo me empodero porque tengo plata o porque tengo determinado conocimiento, y entonces puedo hacer algo por alguien”. Entonces como yo siempre me sentí una cucaracha al lado de mi mamá (por todas las cosas que ella hizo) pues pensé: ¡lo único que podría hacer es un festival de poesía! Es lo que me gusta, es lo que puedo manejar, es la plata que tengo. Porque uno debe medir sus capacidades.
-Era tu forma de ayudar a través de la cultura…
No lo llamaría ‘ayudar’. Creo que es como una respuesta. Ayudar suena muy jerárquico. Y yo también he sido una niña en el desierto.