«Los ritmos de la creación literaria son distintos a los del periodismo o a los de las ciencias sociales»

Como suele ocurrir con cualquier tema de interés social, la literatura se abrió paso rápidamente para exponer desde miradas sumamente particulares la violencia política que desangró el Perú entre 1980 y el 2000. En ese sentido, narradores experimentados y otros en su momento sumamente jóvenes reflejaron en sus obras a víctimas y victimarios. Detenerse en el estudio de estas publicaciones es una labor que ha cumplido a lo largo de los últimos años Lucero de Vivanco Roca Rey, académica de la Universidad Alberto Hurtado de Chile (UAH) que acaba de publicar “Dispares. Violencia y memoria en la narrativa peruana (1980-2020)”, bajo el sello del Fondo Editorial PUCP.

De Vivanco es una académica preocupada porque sus investigaciones den un paso más allá de los salones de clase: “No me interesa dialogar únicamente con mis colegas, sino colaborar con la comprensión de contextos históricos, sociedades y realidades. Destacar la labor que hace la literatura. Eso me preocupa visibilizar”.

En “Dispares”, la autora –quien actualmente se desempeña como directora de Investigación y Publicaciones de la Vicerrectoría de Investigación y Postgrado de la UAH—repasa una serie de textos surgidos durante el conflicto armado interno y también a posteriori. Es así como podemos encontrarnos un agudo análisis sobre el informe Uchuraccay, pero también análisis en torno a novelas como “Adiós Ayacucho” de Julio Ortega, “Abril Rojo” de Santiago Roncagliolo o “Un lugar llamado Oreja de Perro” de Iván Thays.

La investigadora presenta, además de una muy explicativa introducción, un segundo capítulo bastante interesante, en el que fundamenta lo que ella ha llamado proceso de construcción de memorias: dislocadas, sucedáneas y restaurativas. Aquí veremos cómo el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) se erige como un documento clave para aquellos autores que no fueron testigos oculares de lo ocurrido. En el otro extremo, el volumen escrito por De Vivanco brinda un espacio a testimonios de escritores como Lurgio Gavilán y José Carlos Agüero, quienes han publicado algunos de los libros más comentados de la última década.

A continuación, un diálogo con la autora de “Dispares” sobre el proceso de esquematización de su texto y también en torno a algunas de las publicaciones que tomó como objeto de estudio:

-Hábleme de sus inicios, ¿qué la llevó a estudiar literatura y por qué se especializó en filología?

Desde niña siempre me gustó leer. Para mí la lectura era una forma de expandir mi realidad, de escaparme un poco, de explorar en las fantasías y, por lo tanto, siempre tuve la certeza de que la literatura era mi vocación más fuerte, y por eso empecé a estudiarla en la Universidad Católica. No es que yo tenga una especialización en filología, sino que el título de la Universidad Complutense –que es donde yo me licencié—es así.

-Tenemos a un Nobel, tuvimos a Arguedas, Vallejo y Blanca Varela. ¿Cómo posicionar a la literatura peruana con respecto a sus pares del continente? ¿En qué nivel estamos si del último siglo hablamos?

No lo plantearía en términos de comparación, porque esa es una categoría que no le corresponde a la literatura. Todo lo que son comparaciones y ránkings nos vienen desde el mundo económico. Yo creo que la literatura peruana lo que hace es sumarse a la latinoamericana en los distintos esfuerzos, intentos y modos de dar cuenta de sus procesos históricos, realidades, culturas y de su heterogeneidad. En ese sentido, encuentro que la literatura peruana tiene un lugar relevante en esa sumatoria latinoamericana.

-Aunque su libro es sobre la relación entre violencia y literatura entre 1980 y 2020, si le pidiera retroceder un poco el tiempo, ¿cuáles eran los temas que nuestra narrativa solía abordar?

Yo diría que la violencia ha estado siempre presente en la literatura peruana, aunque no se haya entendido tan claramente de la manera en que sí se ha entendido el conflicto armado interno. Cornejo Polar dice que las mejores páginas de la literatura peruana en el fondo son expresiones de una narrativa realista, preocupada de su entorno, contexto y realidad, y en ese sentido creo que tenemos bastantes ejemplos, autores que nos hablan de esa realidad y de esa pobreza, de esa heterogeneidad, de los choques culturales y de las formas más soterradas de violencia, precariedad, abandono o de vulnerabilidad, etc. Obviamente que la literatura tiene también páginas de otro tipo, pero el tema que mencionas es bastante predominante, en el siglo XX por lo menos.

-Siguiendo con la época previa al periodo que usted estudió en su libro, ¿podemos entonces encontrar novelas que retraten a personajes como Hugo Blanco o Luis de la Puente Uceda?

Por supuesto. Pienso en la pentalogía de Manuel Scorza, tremendamente referente con los procesos que estaban sucediendo en el Perú en la década del 50 y 60, incluso en la última entrega de esa saga hay alusiones concretas a personajes históricos. Todo eso se escribió antes del conflicto armado interno.

– ¿Cuándo y cómo empezó su interés académico por los 40 años de lapso histórico que abarca su investigación?

Hice mi tesis doctoral sobre el imaginario apocalíptico en la literatura peruana. Eso devino, además, en mi primer libro. En dicho trabajo fui rastreando el tema desde su llegada en la época de la Conquista y Colonia hasta el siglo XX. Y cuando llegué a las novelas de los ochenta y noventa me di cuenta que todo lo que se relacionaba con el apocalipsis en el fondo hacía alusión a un contexto muy particular, que era el del conflicto armado interno. Y entonces ahí paré mi investigación sobre el imaginario, porque me di cuenta que el conflicto armado y su representación literaria requería de un marco de entrada o compresión muy particular y distinto al que yo estaba dando. Así para mí fue como una derivación natural: pasar de rastrear un imaginario, que es como la presencia de la crisis a lo largo de cuatro o cinco siglos al contexto del conflicto armado.

Con «Abril Rojo», Santiago Roncagliolo ganó el Premio Alfaguara 2006.

-Dedica un capítulo entero y bastante crítico a analizar el Informe Uchuraccay. ¿Cuál cree es el principal cuestionamiento que se le podría hacer a este documento y cuál sería su aporte más importante?

Ese informe ha sido bastante estudiado y criticado desde su publicación y después, a propósito de las lecturas retrospectivas sobre el conflicto armado interno, por lo tanto, no es que yo tenga ideas necesariamente originales sobre dicho trabajo. En el libro dialogo con otros autores. Te diría que hay un aglomerado crítico respecto al informe. Y parte de lo que se critica es haberlo construido a partir de estereotipos literarios de la sociedad peruana más que haber hecho un análisis más cercano y real de lo que había sucedido allí, con más tiempo, con más pausa y con más humildad respecto de los sujetos a los que se estaba aproximando esa comisión de intelectuales que fue a Uchuraccay. El haber construido toda una interpretación de las causas de la violencia a partir de elementos racistas, discriminatorios y estereotipados respecto de las etnias culturales, es lo que me parece más grave del documento. ¿Y la virtud? Yo creo que esta forma parte del problema que acabo de decir, porque efectivamente visibiliza ese informe la situación de abandono que tenían esas comunidades por parte del Estado peruano. La mirada que se hace es bastante paternalista, pero en todo caso sí muestra el aislamiento como esa mirada que desde afuera se tiene a la sierra, de ser una especie de mundo totalmente diferente y aparte. Sé que eso tiene sus pros y contras, pero al menos sí hay una visibilización de ello.

-Ha decidido estructurar el libro en dos partes: narrativa durante el conflicto armado y posterior. Cuénteme un poco de esta decisión…

Creo que la idea surge de la lectura de los textos literarios. Ellos mismos me imponen esa diferenciación. En segundo lugar, porque efectivamente corresponden a dos contextos históricos, culturales y sociales distintos. Uno es el durante y otro es el posterior. Y, además, los textos literarios se refieren a esos contextos de una manera distinta. En un primer momento los que se producen coetáneamente a la violencia se les nota una cierta preocupación y urgencia de entender su propio tiempo, de mirar qué está sucediendo, y en ese intento se refleja el temor, la necesidad de entender el conflicto, de pensar hasta dónde puede llegar, de tratar de dar unas primeras interpretaciones. En un segundo momento ya estamos hablando de la referencia a un hecho finalizado, por decirlo grosso modo, por lo tanto, hay una mirada en retrospectiva y son otros los problemas que se plantean los narradores frente a ese pasado que ya ‘sucedió’, que está atrás en el tiempo. Entonces, son temáticas distintas las que agrupan a los narradores en un momento y otro.

-En uno de sus ensayos usted habla de “Adiós Ayacucho” de Julio Ortega. Dice que la novela salió casi como una respuesta a ese informe de la comisión presidida por Vargas Llosa.

En “Historia de una matanza” y en el mismo informe de Uchuraccay Vargas Llosa tiene una mirada bastante discriminatoria respecto de las comunidades indígenas y de los pobladores de la zona andina del Perú. De alguna manera lo que estructura ese discurso de MVLl es la dicotomía de la civilización / barbarie: en la sierra se encuentra la barbarie y desde ese lugar se explica la violencia vigente en el Perú, mientras que la civilización es el otro Perú, el que está educado, habla castellano, entiende los conceptos de desarrollo, justicia y progreso. Esa dicotomía está muy fuerte. Y MVLl en este informe de alguna manera también hace alusión a que, en esa estructura de civilización / barbarie, al grupo humano que él asigna a la segunda lo entiende como personas que no entienden el otro Perú, que no alcanza con sus estructuras mentales y su contexto, trayectoria y formas de vida, no alcanza a ver el otro mundo moderno al que todo ser humano, casi por defecto, debiera aspirar. Entonces yo creo que la novela de Ortega justamente hace hincapié en esa cuestión cognitiva, en decir, ‘bueno, yo voy a hacer hablar a un personaje que supuestamente sale de esta barbarie que menciona MVLl y le instalaré la claridad mental, la lucidez, el conocimiento, la perspicacia, incluso la ironía y el sarcasmo, para invertir esta situación’. Y finalmente es el antropólogo quien ocupa ese lugar del desconocimiento, y es el campesino el que explica, muy apegado a la letra escrita, a la justicia, a la democracia, lo que quiere hacer con su muerte, que es la recuperación de sus huesos. Así que creo verdaderamente hay una inmersión que creo que se sitúa fundamentalmente en este ámbito más de estructuras de conocimientos, o sea, de cómo está modelado el mundo de un lugar y de otro.

-En esta dicotomía de civilización / barbarie que me ha comentado, ¿sería errado pensar que los hijos y nietos literarios de Vargas Llosa no le han seguido mucho en esta idea? Tal vez se han ido más hacia el lado de Ortega. ¿Qué piensa usted?

Yo creo que están las dos cosas. En algunos textos, no sé, pienso en “Abril rojo” de Santiago Roncagliolo o en obras de Alonso Cueto, uno todavía puede identificar estos rasgos de esencialización de la violencia. La vez pasada daba una clase sobre literatura peruana y los estudiantes me comentaban que en “Abril rojo” los campesinos no hablan, no tienen voz. Entonces, de alguna manera ese lugar apegado al mito, a los rituales, a las creencias, que parece que no se ha modificado en el tiempo, es una visión parecida a la de Vargas Llosa. Que es una creencia además muy viva en el Perú, y la hemos visto en los acontecimientos políticos recientes.

Lucero de Vivanco explica su más reciente publicación.

-Ha ocurrido, por ejemplo, si de análisis político hablamos, que se han publicado libros casi inmediatamente después de ocurrido un hecho de trascendencia. Y a las semanas el texto pierde algo de peso. ¿Ocurre algo parecido en la literatura? ¿Hay un tiempo o plazo mínimo para que la ficción pueda abordar debidamente un hecho de importancia?

Creo que los ritmos de la creación literaria son distintos a los de la creación periodística o de los análisis e interpretaciones que se hacen desde las ciencias sociales. Estas dos últimas pretenden hacer una interpretación de los hechos en sí, mientras que la literatura si bien puede componerse de esos hechos, no se agota allí. Es parte de la literatura pensar también en las construcciones simbólicas que circulan y se hacen en torno a esos hechos y las corrientes subjetivas, de pensamiento, imaginación, que de alguna manera forman parte de ese mundo que no se ve en términos de hechos concretos. Y eso toma más tiempo de elaborar. Igual hay libros (literarios) que salen muy cercanos a los hechos a los que aluden y son tremendamente lúcidos. Así que no digo que no sea posible. Pero hay una dimensión de lo literario que tiene un ritmo un poco más ralentizado que los del cientista político. Es un riesgo escribir tan rápido sobre las cosas, salvo que uno lo plantee como hipótesis iniciales.

-Ha encontrado en su investigación una novela titulada “Senderos de odio y muerte”. ¿Podríamos decir que es un caso atípico? No recuerdo muchas novelas en defensa de Fujimori.

Yo tampoco. No me encontré con ninguna otra. Pero esta es clara, declarada y expresamente fujimorista. Se refieren a su persona con nombre y apellido completo. Me llamó mucho la atención esa novela y quise indagar con su autor, pero no aparecía en Internet. (La novela) tenía un registro editorial de México, intenté contactarme con ellos y me contestaron como cuatro años después para decirme ‘estamos viendo esto’, pero jamás me volvieron a escribir. Así que me quedé con la idea de que esta había sido una novela por encargo, expresamente para fijar una perspectiva respecto del rol de Fujimori con el conflicto armado.

– “Rosa Cuchillo” tiene también lugar en su ensayo. ¿En qué cree usted que radica el éxito de una novela como esta dentro del marco de la literatura sobre la violencia?

Yo creo que esa es una singularidad que tiene esta novela, en términos literarios, es una obra polifónica, dialógica, donde los distintos actores y actoras del conflicto armado están representados, sin que sus visiones, versiones e ideas respecto del conflicto estén sometidas a la voz autoral, de un narrador. Se expresan en esa novela libremente las contradicciones entre unos y otros y no hay un juicio de valor, así que se permite que todos hablen por igual. Simbólicamente eso me parece tremendamente valioso porque es un ejercicio literario, pero a la vez democrático, y que sirve para poder comprender los fenómenos históricos a los que hace referencia esa novela.

-Dice en su ensayo que los momentos de violencia perpetrados en las dictaduras del cono sur son distintos a lo ocurrido con la violencia en el Perú. Si en ambos hubo muertos, desaparecidos e impunidad, ¿cuál sería la diferencia?

Creo que la diferencia está, fundamentalmente, en la relación que se establece entre las personas que narran en el Cono Sur y los hechos a los que hacen referencia. En el caso del Cono Sur, los propios intelectuales y artistas se vieron afectados directamente por la violencia (perseguidos, secuestrados, torturados o exiliados), entonces ellos mismos hablan de su propia experiencia. Expresión de esto es que el primer género que aparece respecto de la literatura sobre las dictaduras del cono sur sea el testimonial, porque son las mismas personas que dan su testimonio sobre los centros de tortura, sobre la persecución, sobre el exilio, etc. Y en Perú, debido a que los más afectados hayan sido personas fundamentalmente quechuablantes y con menos nivel de escolarización ha tardado la aparición de los testimonios, que surgen recién treinta años después de terminado el conflicto. Uno piensa en Lurgio Gavilán, quien pasa por toda su formación para recién luego escribir su testimonio. Luego está José Carlos Agüero, una persona que era más niño y joven, y luego de un tiempo recién da a conocer su voz. La otra diferencia es el tiempo transcurrido. Las dictaduras del cono sur tienen más ‘antigüedad’ respecto de la marcha histórica, y por ende ya hay una abundante producción de hijos de los directamente afectados. Hay una generación que viene escribiendo sobre la experiencia de haber sido hijos, de la militancia de sus padres o la desaparición de estos, y cómo a ellos les afectó en la infancia. En Perú eso ha sucedido muy poco. José Carlos Agüero nos narra su experiencia como hijo, pero esto no es algo que aparezca como generacional. Tal vez tengamos que esperar un tiempo más para que aparezcan esos hijos y puedan contarnos sus experiencias.

-Divide a las memorias en dislocadas, sucedáneas y restaurativas. Las primeras referidas básicamente a la tradición criolla. Algo que me llamó la atención aquí es que los autores citan que sus novelas se inspiran en los testimonios que recoge la CVR. ¿Esto es particularmente original o ha pasado ya en narrativa sobre la violencia publicada en otras latitudes?

Sin tener un conocimiento profundo al respecto, creo que, en algunos países como El Salvador y Guatemala, donde el factor indígena fue determinante en el conflicto armado, hay bastante producción cultural que sí hace alusión a estos informes de comisiones de la verdad. No lo he visto especialmente en el cono sur, ni para Chile, Argentina o Uruguay, y tal vez en este caso se deba a lo que yo denomino memorias dislocadas, que es el hecho de que los primeros que están escribiendo al respecto son autores que no tuvieron una experiencia muy cercana de la violencia y por lo tanto requieren de información para poder armar sus tramas. Entonces, ¿cuál es la gran fuente de información? El informe de la CVR. Y ellos lo declaran así, hacen agradecimientos. Los tres libros que estudio incluso colocan una nota al respecto.

-Me habló de las memorias dislocadas, de las restaurativas también cuando mencionó a Lurgio Gavilán y José Carlos Agüero, ¿y qué podemos decir de las memorias sucedáneas? Cómo así desde la literatura un personaje reemplaza el rol del Estado. ¿Esto logra un efecto de justicia?

Respecto de las memorias sucedáneas yo quiero decir que para mí fue un impacto encontrarme con varias novelas que estaban muy cercanas en sus fechas de publicación y que coexistían con informes que daban precisamente cuenta de la preocupación de que el Estado no esté cumpliendo suficientemente con sus compromisos de reparación, sugeridos por el informe final de la CVR. Para mí fue un impacto, un descubrimiento ver la forma en que varias novelas –cada una con su determinada trama—coincidían con representar esta falta de justicia posterior al conflicto armado, pero eso no inmovilizaba a los personajes, sino que presentaba la idea de que ‘ya que el Estado no hace justicia por mi propia experiencia o por la de una tercera persona, yo lo haré con mis propias manos’. En ese sentido hay un reemplazo, no idéntico, claro, porque cuando se privatiza la justicia ya no responde a los estándares que inhibirían que se produzcan nuevos ciclos de violencia, como es lo que sí sucede en estas novelas. El Estado no está para impartir la justicia, entonces son los personajes quienes se arrogan ese rol y al hacerlo crean nuevos ciclos de violencia. Entonces, no es justicia sino venganza. En su conjunto estas novelas nos hacen ver lo peligroso de que no opere la justicia transicional, de que no se repare a las víctimas ni se sancione a los victimarios.

Los libros de Lurgio Gavilán y José Carlos Agüero contaron con elogios de la crítica especializada.

-Más allá del clásico ‘terruqueo’ practicado en Lima, las obras que usted menciona de José Carlos Agüero y Lurgio Gavilán, han sido recibidas muy bien incluso fuera de la crítica especializada y la Academia. ¿De qué depende que estos no sean solo dos casos aislados o singulares y que se puedan convertir en una generación?

Es una pregunta muy interesante que yo misma se la formulé a Lurgio Gavilán tiempo atrás. También lo he conversado con José Carlos, y ambos me dicen que existe mucha gente con ganas de contar sus historias y experiencias. Lo que pasa es que hay un paso que dar entre esa necesidad de contar la propia historia y poder articular un texto narrativo que sea publicable. Porque los simples testimonios los tenemos asociados al informe final de la CVR. En el fondo es cómo hacemos para que esos testimonios puedan repensarse en términos de una producción cultural, que es lo que yo estudio en la literatura. Pensarse en una narración que ya no solamente haga referencia al hecho brutal que se quiere testimoniar, sino a toda la subjetividad, la experiencia y el contexto que de alguna manera acompañó y fue en el que se acometió ese hecho brutal. Hay un paso entre el testimonio puro o la necesidad de contar la propia historia y la elaboración narrativa/literaria. También yo creo que se podría fomentar un poco más esta escritura. En Perú nos hace falta fondos del Estado para la creación cultural, y esto es algo que se podría fomentar a través de concursos, fondos y postulaciones.

– ¿Lo que me dice implica necesariamente que el protagonista sea quien cuente la historia? Porque hay muy buenos ‘ghostwritters’ o autores en general que pueden tomar la voz de alguien que se siente a contarles su historia. ¿Cuánto pesa que sean Lurgio y José Carlos los que escriban su propia historia?

A ver, no es imprescindible, de ninguna manera. Son textos de distinto tipo. Yo creo que nosotros tenemos de ambos. Cuando leemos las cosas que escribe Iván Thays, Diego Trelles, Roncagliolo o Claudia Salazar, ellos están abordando historias basadas en hechos reales y está bien. Sus textos nos acercan a las problemáticas relacionadas con el conflicto armado interno. Cuando leemos los textos más directos de personas que han vivido esas experiencias más cercanas también están bien, nos dan otras perspectivas, y nos informan sobre otros asuntos u otras problemáticas. Pero ambos se complementan y son bienvenidos.

Compártelo