Gabriel Cid: «Examinamos la guerra desde la lógica de la épica, pero no condenamos el impacto acumulativo de la violencia en la sociedad»

Una experimentada historiadora peruana, tal vez la más reconocida en su país, y un joven colega chileno, con varios libros ya publicados y un futuro prometedor. Carmen Mc Evoy y Gabriel Cid comparten un mismo interés: el estudio de las guerras. Pero no en los detalles llamémosle menores, como el calibre de un armamento o el tipo de calzado que usaban soldados en distintos bandos, sino más bien en todas las consecuencias que un conflicto tiene en los distintos niveles de la sociedad.

Fue así como, diez años atrás, ambos académicos se embarcaron en un proyecto para escribir sobre un suceso poco estudiado incluso en el país donde ocurrió: la masacre en la hacienda Lo Cañas, ocurrida entre el 19 y el 20 de agosto de 1891 a las afueras de Santiago de Chile.

Según cuenta Cid, casi la totalidad de textos sobre este incidente fueron escritos de forma contemporánea a lo ocurrido. En ese sentido, el hallazgo de un inmenso expediente judicial en el Archivo Nacional Histórico de Santiago fue casi el puntapié inicial para un trabajo riguroso que hoy –en medio de una pandemia de efectos terribles—ve la luz publicado bajo el título siguiente: “Terror en Lo Cañas. Violencia política tras la Guerra del Pacífico” (Editorial Taurus).

El volumen –escrito bajo un ritmo por veces trepidante y con un lenguaje muy accesible al público en general– no solo recoge datos valiosos sobre lo ocurrido en el vecino país, sino que analiza las motivaciones detrás de una barbarie. Aquí desfilarán personajes como el expresidente chileno José Manuel Balmaceda Fernández o los llamados ‘Comandos fronterizos’, pero también se repasa una serie de conflictos que ocurrieron previamente a Lo Cañas. Para nuestro entrevistado, nada puede explicarse de forma aislada.

En otra parte de la entrevista, resultó inevitable consultarle a Gabriel Cid si acaso es posible extraer enseñanzas de lo ocurrido en un suceso como la masacre de Lo Cañas para el presente peruano, caracterizado por enfrentamientos sumamente tensos entre poderes del Estado que generan una permanente sensación de inestabilidad y crisis. Por último, el coautor de este valioso texto responde sobre cómo dos historiadores de distintos ‘bandos’ geográficos pueden ser capaces de encausar su formación profesional para producir obras imparciales y de innegable interés público.

-Tengo entendido que la idea de este libro surgió diez años atrás. ¿Coincidieron los intereses de ambos autores en este tema para que finalmente escriban sobre lo ocurrido en Lo Cañas?

Con Carmen siempre nos hemos dedicado al estudio de la guerra. A mí me interesaba la guerra contra la Confederación Perú-boliviana en los treinta. Cuando nos conocimos por primera vez yo estaba indagando el impacto de ese conflicto en la conformación de la identidad nacional chilena, y ella estaba haciendo su tremendo libro sobre la Guerra del Pacífico. En un momento de nuestras charlas ella me dijo que sabía algo de la matanza de Lo Cañas y que le impresionó muchísimo. Porque, claro, en esta lógica de las guerras internacionales de Chile, uno parte con la Independencia, la Guerra contra la Confederación, quizás la guerra contra España de los sesenta (donde fuimos aliados con Perú y Bolivia), y cerramos con la Guerra del Pacífico. Sin embargo, la gran pregunta es qué pasa después de este último conflicto. Y menos de una década después tenemos al mismo ejército chileno enfrentándose entre ellos. Este episodio, esta matanza muy brutal, nos llamó la atención. Tiempo después descubrimos el expediente judicial en el Archivo Nacional Histórico de Santiago, donde se narra –en más de 1600 fojas de expedientes—confesiones, testimonios, declaraciones de reos, y eso nos pareció una fuente impresionante para reconstruir el horror. Y también nos llamó poderosamente la atención ver que muchos de los imputados de los crímenes de Lo Cañas habían participado ya en la Guerra del Pacífico o en las guerras contra el mundo mapuche en la frontera sur del país. Ahí vimos una continuidad, no una anomalía. Generalmente la Guerra Civil chilena de 1891 puede ser presentada como una anomalía dentro de esta trayectoria relativamente estable del estado nacional chileno, pero al ver los actores, descubrimos que tenían una experiencia bélica breve. Entonces, haciendo nuestras conexiones, con otros estudios de la guerra, decidimos presentar ese suceso –a través de esta documentación fantástica, inédita, que encontramos—como el punto culminante de un proceso de normalización de la violencia.

-Más allá de que estamos frente a un libro de historia, la narración está muy bien dispuesta para una fácil lectura. ¿Qué se plantearon ustedes para escribir “Terror en Lo Cañas” teniendo en cuenta el público final de este texto?

Somos doctores en historia, no somos novelistas ni periodistas interesados. Teníamos un desafío inédito para ambos. No queríamos hacer un libro como los que convencionalmente habíamos hecho, es decir, con una serie de notas al pie de página, con una erudición manifiesta. Queríamos un libro que alcanzase a un público interesado en la historia, pero sin apabullarlo con las normas eruditas típicas de las monografías de historia. Entonces, queríamos narrar bien. Hay una preocupación muy marcada por contar una historia, pero al mismo tiempo entender que esta forma parte de una cadena interpretativa mayor. Y ahí está rol del historiador, quien narra, pero a la misma vez interpreta. ¿Cómo interpretar la maldad extrema, mutilaciones, torturas, profanación de cadáveres, ensañamientos con las víctimas, violaciones, robos, saqueos o incendios? Todo ese espiral de maldad debía ser puesto en perspectiva. Por eso, el primer capítulo intenta decir: ojo, la guerra deja huellas, psíquicas y morales en las personas que las viven. La de 1891 es la última guerra chilena, pero luego ese tipo de experiencias tienden a sernos muy ajenas. Por eso tendemos a olvidar y, claro, como en general las guerras internacionales chilenas son victoriosas, examinamos muchas veces la guerra desde la lógica de la épica, del triunfalismo, pero no condenamos el impacto acumulativo de la violencia en las conciencias, en la moral, y en la sociedad que vuelve el matar al prójimo en un acto banal por recurrente. Y por eso ese capítulo aborda cómo entender el impacto acumulativo de la violencia en la mente de quienes han padecido la guerra, de esta generación que ha vivido tres guerras. Los actores estaban acostumbrados al insumo de la violencia y cómo esta última, que generalmente era contra un ente externo, se vuelve violencia civil o política.

-Me queda claro que resulta imposible analizar lo ocurrido en Lo Cañas sin hacer lo propio con la historia de las guerras en Chile. ¿Esa crees que es la gran conclusión de su libro?

Sí. Cuando examina la Guerra del Pacífico en 1879 como un hecho aislado en sí, pierde de vista que casi en simultáneo, cuando se está ocupando Lima, al mismo tiempo se está ocupando Villa Rica en el sur de Chile. Entonces, la ‘conquista’ de Lima con el fin de la Guerra de la Araucanía son simultáneas. Y ahí hay un dato poderoso. En algún momento el Estado chileno extiende sus fronteras hacia el norte y hacia el sur, triplica su tamaño. Desde el Chile de 1810 en la Independencia hasta el de 1891, su tamaño nacional es el triple. Ahora, lo ha hecho apelando a la guerra. Y esa generación curtida en el conflicto, las grandes dirigencias, los oficiales, los coronales han sido literalmente ‘veteranos de tres guerras’, o sea, lo que nosotros llamamos en el libro ‘comandos fronterizos’, gente que hizo su entrenamiento peleando contra los indígenas en el sur de Chile, luego contra los peruanos, en la sierra, en el desierto, toda una generación que va luchando por extender los territorios del país hasta en 1891 se enfrentan entre ellos. ¿Cómo así una historia termina de forma tan abrupta? Esa idea era clave, pensar que los únicos generales de la historia de Chile que cayeron en batalla fueron Alcérreca y Barbosa, y cayeron de la manera que lo hicieron. No es una muerte épica, a lo Pratt, es una muerte de ensañación, con profanación de cadáveres. Ese fue un gran dilema del libro y creo que nuestro entrenamiento como historiadores de la guerra hace que nos tomemos el tema en serio, y lo tomemos como un marco de análisis de la sociedad, y no para ver la ciencia de las bayonetas, el calibre de las municiones, etc. Este libro refleja muy bien nuestra trayectoria académica, y haciendo esa invitación típica de la micro historia: descubrir un suceso extraordinario, intentar seguir a los actores y ver cómo hay una trayectoria histórica que termina en ese evento catastrófico.

-Como historiador de la guerra has revisado episodios de guerras civiles o internas en otros países. ¿Tuvo algo de particular el caso chileno? ¿Los episodios de violencia, los hoy llamados crímenes de lesa humanidad tuvieron algo exclusivo en el caso estudiado o encuentras símiles con otros sucesos ocurridos en el exterior?

Es una muy buena pregunta. Teníamos a la vista la Guerra Civil norteamericana de la década de los 60, básicamente por la magnitud del costo humano del conflicto. A diferencia de las guerras civiles del siglo XIX chileno, mi país ha tenido –junto con la de 1891—las guerras de 1829,1851,1859, todas de muy baja intensidad, con muy pocos muertos. Apenas centenas, a veces se dan un par de combates que duran muy poco. En cambio, en la de 1891, además de que los costos humanos son altísimos, siempre remarcamos que en Concón y Placilla mueren más chilenos que en Chorrillos y Miraflores. Hay entrenamiento nuevo, tácticas militares nuevas. Es un ejército que después de la Guerra del Pacífico está en proceso de modernización, bajo la impronta prusiana, con nuevo armamento, entonces las prácticas de matar hacen que esta guerra sea muy distinta a las anteriores. Ahora, en toda guerra civil siempre hay actos de violación, torturas, hurtos y prisiones. Lo que nos pareció inédito y sorprendente fue el grado de ensañamiento a esa escala, quizás solo comparable con sucesos de guerras civiles en el siglo XX. Ya con otro tipo de lógica militar y con otro tipo de ideología sobre el enemigo interno. Pero claro, para las guerras civiles del siglo XIX, la matanza de Lo Cañas es un evento un poco anómalo, por la intensidad, amplitud y ensañamiento. Pareciera como si anunciara nuevos tipos de conflictos en el siglo XX.

Carmen Mc Evoy es autora de este fundamental libro titulado «Guerreros civilizadores» (Fotos: PUCP/GEC)

“EL PRIMER PRESIDENTE QUE ORDENA EJECUTAR A OBREROS ES BALMACEDA”

-A los peruanos no nos enseñaron historia de Chile en el colegio, así que probablemente nuestro referente, en lo negativo, es Augusto Pinochet. Siguiendo en esa línea, ¿cuál es el sitial que tiene Balmaceda según la historiografía chilena?

Balmaceda, como todo personaje histórico decisivo, es objeto de múltiples lecturas, y yo creo que probablemente es el único prócer del siglo XIX que tiene una visión o una mirada mayormente positiva. Digamos que hay varias cuestiones que inciden en esto. Hay una idealización excesiva de suya, que tiene que ver justamente con la escenificación de su muerte, cómo él quiere pasar a la posteridad como el presidente mártir. También, y eso fue parte de un mito político construido en torno a su figura durante tiempos de Allende, el símil con Balmaceda fue muy intenso. Y después de que Allende se suicida en La Moneda, los paralelismos históricos se intensifican, pero es una figura que me parece está muy idealizada en varios sentidos. Uno, porque abundan para examinar el gobierno de Balmaceda muchos contrafactuales. Está la idea de que el presidente quería nacionalizar la riqueza salitrera y entonces la guerra civil sería una lucha de nacionalistas contra el imperialismo británico que quería monopolizar el salitre y que se había servido de los oligarcas del Congreso para cumplir sus destinos. También como un presidente que estaba alineado con los intereses de los sectores populares versus el bando del Congreso que era apoyado por los puros oligarcas. Esta idea de elite versus pueblo o nacionalistas versus imperialistas. Todas estas caricaturas distorsionan la comprensión histórica de un personaje que es mucho más controversial cuando uno lo examina desprovisto de cualquier tipo de prejuicio. Por un lado, esta idea del presidente al servicio de los intereses populares no cuadra con varias cuestiones. Primero, con que en su gobierno está la primera huelga general en la historia chilena. Y bajo su mandato se produce la primera matanza de obreros a escala nacional. Claro, generalmente hay una historiografía social mucho más interesada en examinar masacres obreras a inicios del siglo XX por gente contraria a su bando, pero termina desconociendo el dato histórico que te menciono: el primer presidente que ordena ejecutar a obreros es Balmaceda. Los mismos sectores populares le dan la espalda y terminan plegándose al Congreso. El ejército de este último está formado en buena manera por obreros del salitre. Y el de Balmaceda está formado por reclutas compulsivas, enganches forzosos. Incluso en los combates más decisivos algunos de los solados se cambian de bando. Entonces, si analizas la historia de forma más imparcial caes en cuenta que hay muchos más claro oscuros de los que la historiografía nos quiere hacer creer. En conclusión: se trató de una figura controvertida que requiere ser desmitificada, no con la intención de echarlo al barro de la historia, sino de exponerlo con sus luces y sombras. Ningún presidente es santo. Nadie que esté en el poder puede presentar tales credenciales. Max Weber incluso decía que el que entra a la política hace un pacto con el diablo.

– ¿Te pareció muy importante el factor de la clase social en lo ocurrido en Lo Cañas? Teniendo en cuenta lo que ustedes mencionan de ‘Juventud dorada’ de Santiago…

Ese fue un gran descubrimiento que vimos al examinar los expedientes. En efecto, si bien es incorrecto afirmar que el Ejército del Congreso es de puros oligarcas, mientras que el de Balmaceda es de puros sectores populares –como si la guerra recrease solo un conflicto de clases—hay que entender que esta disputa se da en el marco de la explosión de un problema sociológico estructural, que va a ser una de las claves para entender el siglo XX: el concepto de cuestión social, que se acuña en Chile en 1884. Estamos en un contexto de formación de los primeros políticos obreros, como el Partido Demócrata (1887), la acuñación mencionada, y la primera huelga obrera (1890). Son varios factores que indican que la conformación de clases sociales en el Chile Post-Guerra del Pacífico está en medio de cambios vertiginosos. Y parte de esas nuevas animadversiones de clases se da en la matanza de Lo Cañas. Mira, a nosotros nos sorprendió mucho ver en el expediente que algunos de los campesinos que fueron librados de la masacre contaban que, al momento de ejecutar a la ‘Juventud dorada de Santiago’, esta Montonera de hijos de la clase dirigente, más aristócrata, hacen salir a todos los campesinos. Ahí hay un gesto de violencia política que se mezcla con cuestiones de clase: nosotros queremos ajusticiar solo a los hijos de la élite. Porque los soldados de la Guerra del Pacífico, como Alejo San Martín, son de sectores medios, mesocráticos populares. Hay pues un ensañamiento de clase. O sea, todos los campesinos y trabajadores de la hacienda pueden irse. Para algunos actores, es justamente el hecho de que las víctimas por primera vez en la historia hayan sido hijos de los sectores más privilegiados de la sociedad lo que le da tanta importancia en la opinión pública a un suceso como este. Yo siempre recuerdo a uno de estos actores que ha sido acusado de participar en la matanza de Lo Cañas, que escribe desde Madrid, diciendo ‘si hubiesen matado a 30 o 40 rotos, no hubiese pasado nada’. Ahí hay una cuestión que nos parece interesante como guiño, o sea, cómo la violencia política en ese Chile de transformaciones sociales estructurales coincide con un conflicto de clases latente que va a estallar, sin duda, en las primeras décadas del siglo XX.

Gabriel Cid responde sobre el libro «Terror en Lo Cañas», de lo mejor publicado en 2021.

-Me has mencionado la huelga obrera que enfrenta Balmaceda y que está en el libro. ¿Crees que ya para el momento en el que su gobierno se va desmoronando y se dan los enfrentamientos el modelo de gobernar se había agotado casi por completo? Lo cual es curioso porque vienen de una Guerra del Pacífico triunfante. ¿No supieron administrar su victoria? ¿Cómo explicar el derrumbe de la institucionalidad?

Esa es una de las ironías muy profundas. Desde la década de los setenta los liberales en el poder son muy autoritarios. Uno tendería a pensar que el autoritarismo en el gobierno es patrimonio del mundo conservador. Esto no es así en el caso chileno. Desde Aníbal Pinto, pero sobre todo con Domingo Santa María, hay un vínculo muy importante entre liberalismo y autoritarismo, en el sentido de darles mayores prerrogativas y control estatal. Ahora, el problema de Balmaceda radica en que, a diferencia de sus antecesores, administra un Estado que es increíblemente más rico de lo que había sido el país en toda su historia. Entonces, la capacidad de Balmaceda de administrar ese Estado más rico con esta lógica autoritaria entra en conflicto también con otra versión del liberalismo que, al menos desde 1860, ha estado insistiendo en la necesidad de restringirle prerrogativas al poder presidencial. Hay que recordar que, en la historia chilena, entre 1830 y 1861, esos tres decenios de gobiernos conservadores, tres cuartos del tiempo el país vivió bajo estado de excepción constitucional. Entonces, ese liberalismo de alguna manera traumado por ese autoritarismo va a tener toda una agenda para evitar la concentración del poder presidencial, impidiendo la relección inmediata, eliminando facultades extraordinarias y dándole mayor protagonismo al Congreso. Entonces, en la guerra civil de 1891 se van a enfrentar dos perspectivas: esta que venía con la idea de un liberalismo autoritario, particularmente para hacerle frente a una iglesia que venía muy fuerte (que finalmente se soluciona tras la Guerra del Pacífico). Tras esa fecha, con la sanción de las leyes laicas, el liberalismo pierde su objetivo común, entonces comienza a fragmentarse. Empieza a reflotar la idea de libertad electoral y más prerrogativas al Congreso. Ese cambio en el lenguaje del liberalismo y en la correlación de fuerzas del liberalismo, Balmaceda no lo sabe leer muy bien y quiere gobernar como se gobernaba antes. Pero ahora el poder del presidente era mucho más desafiante, porque ahora administraba un Estado patrimonialmente mucho más grande. Y un presidente autoritario, con chequera sin tope era un enemigo formidable. Por eso el Congreso insistirá en intentar ser un contrapeso para neutralizar. La gran derrota de Balmaceda es que termina aislado y crea una coalición única en su contra. Los enemigos históricos, liberales, radicales y conservadores se terminan uniendo contra él. Termina pues solo apoyado por los militares. Así decide nombrar ministros militares en el Parlamento. Ahí vemos un cambio en la comprensión de la política que va a perdurar mucho. Desde 1891 hasta 1924 va a triunfar esta visión del liberalismo más parlamentario, hasta que un nuevo golpe de Estado vuelva al presidencialismo.

«LA PERSONALIZACIÓN DE LA POLÍTICA LE VIENE MUY MAL A LA CREACIÓN DE CONSENSOS Y ACUERDOS»

-Situándote un poco en la realidad peruana actual. Hemos tenido tres presidentes en los últimos cinco años. Y podríamos tener el cuarto este 2022, si la crisis entre poderes del Estado se torna aún más álgida. ¿Crees tú que podemos extraer ciertas recomendaciones de tu libro para ‘prevenir’ posibles escenarios similares a futuro aquí?

No soy muy amigo de dar recetas en torno a la historia, en particular porque soy muy cuidadoso en ver hasta qué punto tenemos cosas en común con el siglo XIX, del cual soy especialista. El siglo XXI me parece muy distinto. No creo mucho en las lecciones de la historia porque cada tiempo tiene sus propias dilemas y contextos. Sin embargo, diría lo siguiente, y muy vinculado al capítulo uno: ¿cómo la sangre llega al río? ¿Cómo un conflicto entre poderes del Estado escala a tal magnitud que la única salida a ese impase político termina siendo el recurso al azar? Hay varias cuestiones. Primero, la importancia de los egos en la política. La literatura más convencional acusa al presidente de ser un ególatra que quiere personalizar la administración del Estado, que confunde a este último con el ego. La personalización de la política le viene muy mal a la creación de consensos y acuerdos. Cuando la política se personaliza y el Estado termina confundiéndose con el ego del gobernante de turno, ahí uno debería activar las alarmas. Porque eso impide la creación de consensos políticos. Y el consenso supone la despersonalización del poder. En segundo lugar, todo proceso de enfrentamiento militar va pavimentado primero con un proceso de descomposición de la convivencia cívica, y esto es que la polarización y la radicalización en el lenguaje político, primero termina caricaturizando, animalizando y violentando otro desde el espacio del lenguaje. Pasa de ser un adversario a ser un enemigo. Ese giro en el lenguaje te pone a un paso de ‘al enemigo hay que eliminarlo’. Con el adversario político tú lo respetas como un otro, que, si bien está en otra trinchera política, tú le reconoces cierta dignidad, y por lo tanto puedes hablar, actuar y negociar con él. A un enemigo no. A él te toca eliminarlo. Generalmente, el proceso de descomposición cívica de las guerras civiles va acompañado previamente por esta descomposición del respeto hacia el otro en el campo de la opinión pública, que no solamente animaliza y deshumaniza al otro, sino que también legitima el recurso de la violencia. Ese sería el tercer elemento que quisiera señalar: cuando uno idealiza, romantiza o valida la violencia muchas veces pierde de vista que esta última, cuando uno la legitima, termina abriendo una caja de pandora. Es como un aprendiz de brujo que no es capaz de conjurar las mismas fuerzas que desata. Uno no puede validar la violencia suponiendo que tiene control sobre ella, porque esta muchas veces la ser desatada sigue sus propias lógicas. Hay fronteras morales que una vez que se trastocan no hay vuelta atrás. Pienso que si uno se anima a legitimar la violencia como otra forma de hacer política está incurriendo en un sin sentido, porque la violencia es la negación de la política. Quien crea que pueda domesticar la violencia, controlarla como un insumo, se equivoca.

Pienso que, más que ver recetas para el futuro, aunque hay escenarios o contextos que se parecen, me parece que uno debería parar las antenas cuando ve que estos patrones recurren: la personalización en el ejercicio del poder, que inhibe la creación de alianzas, de grupos mayoritarios, porque eso genera una especie de ‘suma cero’, y la única forma de salir de eso es involucrar a un tercer actor, lo cual en América Latina ha terminado siendo casi siempre los militares. Y tenemos memorias muy frescas del siglo XX cuando, desde la política se es incapaz llegar a acuerdos, los que vienen a terciar son los militares.

-He tenido la oportunidad de entrevistar a algunos historiadores y no son muy gustosos cuando se les pide su opinión sobre el tratamiento que la literatura ha dado a sucesos históricos. “Terror en Lo Cañas” es un libro académico y muy riguroso, pero qué opinas tú del trabajo de escritores como Carlos Tromben, Jorge Baradit, Guillermo Parvex, entre otros. ¿Crees tú que la literatura ha hecho su aporte en todo esto? ¿Lo consideras válido?

A diferencia de la literatura histórica, me pasa con la pléyade de autores que has mencionado que ellos muchas veces no distinguen bien la frontera entre historia y ficción. Una cosa es hacer literatura histórica o libros divulgativos, con los cuales yo no tengo ningún tipo de problemas, de hecho, me parecen muy meritorios, válidos y necesarios, incluso para acercar la historia al público. En lo que sí tengo reparos es con este fetiche, con esta forma de abordar los conflictos que al final del día es puro márketing, que es la idea de que ‘la historiografía tradicional nos ha mentido y yo vengo como un ‘profeta iluminado’ a contar lo que realmente pasó’. La historia oculta, secreta, invisibilizada, ponle el adjetivo que quieras, pero siempre están, por un lado, los ‘historiadores malos que ocultan la verdad al pueblo versus yo que vengo a contar la historia verdadera’. Eso me parece un acto fraudulento, interesado y mala literatura, porque funciona con todos los clichés de la teoría de la conspiración. Hay una especie de receta de guion muy aprendido de vender historias desde esa teoría, que me parecen atractivas comercialmente, pero fútiles y desechables en términos intelectuales. Es distinto hacer novela histórica, pero sí tengo mis reparos con esta historia ‘extra académica’ que se asume que ahora sí va a contar lo verdadero. Como si una vez al mes todos los historiadores académicos nos juntáramos para decidir ‘cómo le vamos a mentir al pueblo’. Esa es una caricatura de la mala que no reviste mayor análisis.

-Finalmente. “Terror en Lo Cañas” es un libro escrito a cuatro manos entre una historiadora peruana muy experimentada y reconocida como Carmen Mc Evoy y uno chileno joven y riguroso. ¿Hay mucho campo para estudiar conjuntamente entre académicos chilenos y peruanos? A priori uno pensaría que en cada parcela los relatos son usualmente nacionalistas. ¿Cómo converger académicamente para abordar hechos tal vez aún no muy abordados por la historia?

Gran pregunta. Hay al menos dos cosas que se me vienen a la cabeza de inmediato. Primero, no habría que hacer causa de la historia o escribir sobre causas en las que uno milita. Eso me parece un consejo muy básico. No sé si sea muy popular en estos tiempos, pero me parece de una ética intelectual muy básica. Si uno quiere reivindicar el nacionalismo o el patriotismo chileno y va a estudiar la guerra, ahí escribirá una pésima historia. Lo mismo desde el caso peruano. Porque en el caso chileno, uno lo narraría desde el triunfalismo, desde la lógica de la épica, y la historiografía peruana desde la lógica de la intervención y del victimismo. Y en ambos casos se construye mala historia.  Escribir historias sobre las causas en que uno milita te nubla la capacidad de imparcialidad. La buena historia siempre es imparcial. Y lo segundo, a quienes nos aproximamos al estudio de la guerra, pero examinándola también desde lógicas intelectuales distintas, en el vínculo entre guerra y sociedad.

A lo largo del siglo XX, la historia militar fue relegada muchas veces a oficiales retirados que escriben sus historias para reivindicar al cuerpo castrense o la idea de Nación. Un historiador serio y profesional de la guerra aborda el vínculo entre esta última y la sociedad, pero desmitificando la guerra, examinando lo que tenemos en común. Entonces, cuando uno ve la Guerra del Pacífico, sabemos que hay –más allá de las singularidades nacionales—patrones que todo conflicto convoca. De hecho, hace más de un mes tuve un diálogo tuve un diálogo muy fructífero con historiadores brasileños y paraguayos sobre la Guerra de la Triple Alianza, que es el otro gran enfrentamiento en el Cono Sur. No sé, la importancia de la opinión pública para denostar al enemigo, la relevancia de la iglesia para llamar a las armas, el problema social de los huérfanos y las viudas y los veteranos. La relevancia de la sociedad civil en el frente interno. Hay muchas cuestiones que son elementales y básicas para toda guerra y cuando uno las pone en perspectiva puede pensar que, más allá de los ánimos nacionalistas, la guerra como tal es un objeto de estudio tan fascinante que, si uno pone en suspenso sus preferencias nacionales, puede hacer buena historia. Es lo que ha hecho Carmen Mc Evoy de manera maravillosa con la Guerra del Pacífico, escribiendo tal vez el libro más importante sobre el tema. Pero lo tiene justamente porque ella posee una trayectoria intelectual de examinar cómo otras historiografías han pensado el tema de la guerra y por lo tanto puede aplicar esas herramientas acá. No para tratar a los chilenos de invasores o de saqueadores y para reivindicar la causa peruana, sino para hacer historia como tal. Eso es uno de los grandes desafíos que tenemos en común, y si la pandemia no nos depara otra cosa, en el futuro próximo tenemos el objetivo de hacer otro libro a cuatro manos sobre la Guerra del Pacífico, una historia binacional del conflicto, viendo todos estos temas comunes y saliéndonos del triunfalismo chileno o del victimismo peruano. Eso creo que no ayuda a comprender lo que pasó.

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