A muchos nos ha pasado que en el lugar y el momento menos pensados nos encontramos con alguien del pasado que remueve los cimientos de nuestra tan valorada tranquilidad. Algo similar le ocurre a Nina, la protagonista de “El año del viento” (Seix Barral), la más reciente novela de la escritora cusqueña Karina Pacheco Medrano.
En una figura que le resulta familiar y que se le aparece de pronto en un mercado madrileño, Nina ve transcurrir velozmente algunos de los momentos más intensos de su infancia y juventud. El encuentro –aunque no tiene el desenlace esperado—sirve para confirmar que, como dice la autora de este libro, el pasado puede llegar a ser “una caverna sin puertas ni ventanas”.
Aunque “El año del viento” empezó a rondar la cabeza de Pacheco Medrano en 2018, ciertamente se concretó en medio de un suceso absolutamente dramático: la pandemia del coronavirus. La experiencia de vivir la fatídica primera ola en uno de los países europeos que más sufrió por el COVID-19 no podía quedar fuera de una historia en donde la memoria personal es el eje central.
Autora de libros de gran factura como “La voluntad del molle”, “El sendero de los rayos”, “Las orillas del aire” y “Lluvia”, Karina Pacheco nos presenta esta vez un relato sobre el desconcierto que muchos jóvenes sintieron a inicios de los ochenta, la primera de dos décadas nefastas para nuestra joven República, con consecuencias de las que aún hoy no podemos recuperarnos.
-Siempre imagino a tus personajes hablando con tu voz. ¿Hay alguno en «El año del viento» que tenga cosas tuyas?
Probablemente Nina, la narradora principal, tiene mucho de mí y de mi memoria infantil, pero es un personaje de ficción, tiene otra vida y otras circunstancias. Pero esa memoria de Nina y de las preguntas, y ese despertar a lo que es un momento de violencia y al mismo tiempo de dejar de ser niña por la confrontación con una realidad que se va abriendo con toda su desmesura violenta y de fin de inocencia, ya no solo personal sino colectiva y de país, pues tiene mucho de lo que me ocurrió a mí.
-Dices en la novela que Nina es fuego. ¿La literatura le permite a Karina Pacheco ser fuego?
Yo creo que la literatura es mi gasolina, mi motor. Ponerme a escribir me lleva a unos momentos de delirio, no sé, en el momento creativo, del lenguaje, de meterme en la piel de otros personajes tan distintos a mí. Es algo indescriptible y ahí está el fuego. Por lo contrario, me siento más de agua y aire, pero al momento de escribir se enciende la llama.
-La novela transita diversos momentos. Del pasado al presente, pero en el medio hay una voz, a manera de reminiscencias. ¿Qué significa esto?
Es una segunda voz narradora, más puntual. Solo aparece en momentos y para mí es como la voz de los muertos. De algún modo es como si la vieja, de la cual tampoco se sabe qué ha pasado, irrumpiera como una voz más omnisciente, que es la que está en ese mundo que pertenece más al pasado, a la memoria de los muertos, y entonces yo necesitaba otro lenguaje. Por eso es algo más lírico. Necesitaba marcar una diferencia en términos literarios de la otra voz narradora.
-Has dicho que tienes algo de Nina y ella, por lo menos en la infancia, es bastante noble, inocente. ¿Compartiste esa característica en tus primeros años?
Me gustaba mucho jugar. Hubiera querido solo jugar durante toda mi vida. Recuerdo que todo el mundo me decía ‘ya vas a crecer’, y yo no quería eso, solo quería seguir jugando. En ese sentido, ese deseo de vivir en el mundo de la magia, donde el juego te remite a volar, te permite pasar por encima de toda la podredumbre del mundo y, en ese sentido, hay algo de esa niña que está ahí, y que creo no me ha abandonado del todo.
– ¿Bárbara es un personaje creado íntegramente de la nada? Ella tiene una personalidad muy particular, desde muy chica tiene una sed de justicia, igualdad, y ganas de prenderle fuego a todo.
Ella es un personaje totalmente ficticio, pero que bebe de una suerte de espíritu de la época. Antes de empezar a escribir la novela estuve haciendo muchas entrevistas a gente que había tenido la edad de Bárbara en Cusco y encontré un denominador común: chicos con ganas de cambiar el mundo, de comérselo o de transformarlo con un ímpetu y tesón para hacer las cosas que me impresionó mucho. Y, por otro lado, también pensaba en una amiga mía, Nora de Ayacucho, que me contó algunas historias muy fuertes. Y surgieron algunas frases que diferentes personas de ese estilo, llenas de fuego, y me hicieron pensar en eso.
Finalmente, yo no sabía bien cómo iba a ser el rostro de Bárbara, y cuando fui hasta Talavera, Abancay, Andahuaylas, en el camino hacia Ayacucho, un poco para pisar bien los escenarios, voy a un café y ahí viene una chica, nos atiende y tenía una chispa en la mirada tan fuerte –y encima la vi con un par de trencitas debajo de un moño– que pensé: ella es Bárbara. Y aparte también había casos recopilados en estudios que han hecho Rocío Silva Santisteban, Alexandra Hibbett, en un libro que se llama “Dando cuenta”, sobre violencia sexual contra mujeres en el periodo de la violencia política, y había un caso muy estremecedor que, de algún modo, tal como describían a esta persona, me daba la posibilidad de dialogar con casos de la vida real, aunque eran totalmente diferentes. Había ya un tejido del cual una es consciente de estar llevando adelante mientras escribe, planifica y desarrolla la novela, pero además hay otro, más bien inconsciente o casi invisible, que va encontrando las hebras, los puntos, y que finalmente sale a la superficie y le da más fuerza a la historia.
-En la novela, son los vecinos de Bárbara quienes la acusan y propician una situación violenta contra ella. ¿Crees que, durante la época de la violencia, de una u otra manera, todos llegamos a involucrarnos de alguna forma?
En todo el mundo son los conflictos los que sacan lo mejor y lo peor de una sociedad. Hay un elemento que es continuo, que es universal, donde a veces rencillas, envidias o rencores entre vecinos que tal vez vienen de mucho más atrás, terminan colándose y siendo a veces las causas de muchas muertes y atropellos. Lo peor de una situación de guerra es eso, que saca esos monstruos que uno cree tener medianamente contenidos.
– ¿Cómo definirías la forma en que Nina ve a Bárbara durante su infancia?
Creo que cuando somos pequeños, niños, solemos tener referentes mayores a los que seguimos. En ocasiones, si eres una niña, tu referente puede ser la más guapa de la clase, o quizás el amigo o la amiga que te descubre mundos. Siempre tenemos alguien que nos produce admiración y buscamos ser como él, tal vez porque creemos que posee cualidades que nosotros carecemos. En este caso, Nina tiene una admiración por esta prima lejana, la ve decidida, y al mismo tiempo este personaje es muy protector con ella. O sea, es como una especie de guía en ese camino de crecimiento y, por lo mismo, cuando desaparece y todo el mundo se queda con las preguntas fáciles, hay la gran duda sobre qué pasó con esa que parecía ‘mi guía’, la que me abría caminos y mostraba el mundo. ¿Qué pasó con ella?
-¿Qué representa en la historia un objeto como la piedra que la niña tiene y le regaló Bárbara? ¿Qué hay detrás de un elemento aparentemente pequeño como ese?
No sé por qué tengo cierta fascinación por las piedras y en este caso, claro, era el juego con el elemento de la piedra porque, esa generación era la de chicos que en ciudades con piedras pequeñas y grandes –como Cusco o Apurímac—cuando había huelgas, paros y protestas, entraba el ‘Rochabús’ a rociar con agua tóxica a todos, o a veces perdigones, y los chicos las usaban como elementos de choque. Pero también está el juego de las piedritas. Los niños en el campo juegan con piedras. En la novela hay un personaje que juega con las piedras. No es un elemento fantástico, pero sí alude a imaginar un oráculo. Las piedras sirven para crear o imaginar futuros.
Y luego está la piedra como ese elemento mítico, elemental, esencial, que a mí me gusta recordar. Y también ese elemento de la piedra de los Hermanos Ayar es uno de los recuerdos más antiguos que tengo, y lo metí ahí porque me parecía que podía encajar. Yo de niña quería ser arqueóloga y recuerdo que andaba obsesionada buscando piedras con formas, y encontré una con forma de pirámide con agujeros. Y en mi cabeza decía ‘esto es de los hermanos Ayar’. Yo pienso que los mitos tienen toda una carga simbólica, pero también en su lectura cruda nos muestran cosas que a veces seguimos reproduciendo. Y el mito de los hermanos Ayar podría resultar muy cruel para un niño. Son cuatro hermanos que salen de la cueva de Tamputoco y van buscando el destino (fundar un imperio). Pero en el camino, al primero prácticamente lo ‘sacrifican’. Los hermanos lo mandan con trampas para que quede encerrado de por vida. Esa cuestión del encierro de Ayar Cachi por sus hermanos, por eso esa escena está al principio de la novela. No lo puse por folklore, como tal vez algunos podrían leerlo.
Y por eso también hay esas pesadillas ligadas al encierro, que luego tuvieron todo un tejido con el tema del encierro de la pandemia, pero también con el qué pasó con Bárbara, imaginarla encerrada, callada o desaparecida en algún punto. Me gusta ese elemento de la piedra, y hay un punto en que la niña le dirá a la otra: ¿no te da pena? Y se queda triste porque sus hermanos lo hayan conducido a una trampa y prácticamente lo hayan enterrado vivo.
-En un punto de la escritura de la novela se desata una pandemia. ¿Esto de qué manera influyó en el proceso creativo? ¿Por qué decidiste incluirla en tu libro?
Era inevitable. En el plan de la novela era que haya un encuentro que se iba a producir en Madrid. Yo estaba yéndome allí cuatro meses a tomar un tiempo sabático autofinanciado solo para escribir mi novela y, además, por razones personales. Quería volver a vivir en una ciudad en la que viví tantos años. También estaba ese deseo y había la oportunidad. Sentí que era muy bueno para la novela eso que suele ocurrir de que a la distancia te haces las preguntas que no te has hecho en mucho tiempo. Ocurren miradas y situaciones que te sacan de ti mismo y al hacerlo te obligas a explorar. Entonces, me fui con la idea de que –a lo largo de los primeros meses del 2020—en el tiempo que este álter ego (si lo quieres llamar así) habría una serie de encuentros que le iban a explicar qué pasó a Bárbara, y le iban a llevar a hacerse las preguntas que no se hizo hace casi 40 años.
Yo tenía todo mi programa con encuentros en enero, febrero, tal vez en mayo y junio y ahí terminaba la novela, pero vino la pandemia y se coló totalmente. En esos momentos de arranque, en ese presente que va al pasado, el diálogo entre el presente del mundo de cabeza trastocado con la pandemia conectaba con ese Perú de esos primeros años que por otros motivos muy distintos también se ve trastocado, y cuando el mundo es puesto de cabeza uno se hace otras preguntas. Porque literalmente nos hemos visto remecidos al plantearnos por qué ocurre esto, qué pasa. Y son preguntas hondas, porque los momentos de tragedia y cataclismo llevan a hacerse preguntas muy hondas en todo el sentido de la palabra.
– La lógica dice que uno primero debe aprender y luego recién sentarse a escribir una novela. Quisiera darle la vuelta a esta idea. ¿Qué te ha enseñado escribir “El año del viento”?
A desatarme de mí misma, a explorar un poco nuevas técnicas literarias para poder expresar más ángulos, más puntos de vista y también más retratos de tiempo. Pero eso ha sido muy nítido y no estaba planificado. Yo creo que lo indujo la pandemia, porque yo pensaba que habría una narradora llevando un solo hilo conductor, pero quizás por el encierro llegó un momento en el que me sentí muy cansada de esa misma voz y me di cuenta que necesitaba que aparecieran otras voces, y por eso es que de algún modo en la novela son tres las voces. Si bien una es principal o mayoritaria (respecto al espacio que ocupa), el contrapunto importantísimo es esta que parece venir del mundo de los muertos e interpela el propio relato de la narradora, y luego ya de manera más esporádica hay esta tercera voz que parece resurgir muy puntualmente, que sería un poco la voz de Bárbara.
– Uno comprende que las circunstancias no son las mismas a las de los años previos al 80, cuando arrancó el conflicto armado, por lo que no se puede decir que hay un riesgo de que se ‘incendie la pradera’ dos veces. No obstante, sí existe un descontento. ¿Qué podría pasar si no enmendamos el rumbo en el corto o mediano plazo?
No creo que se pudiera prender algo similar, lo que sí me preocupa es que la desesperanza que hay en los jóvenes hoy, el pensar que no podemos creer en nada, que todo está corrompido y podrido, lleve a que la delincuencia y corrupción crezcan a todo nivel porque ya no sentiremos lazos de comunidad, por la anomia, porque creemos que de nada sirve actuar correctamente, porque creemos que todo está podrido y nada vale la pena. Esa desesperanza que estamos fomentando al construir un país tan cruel, que no da una esperanza a los jóvenes, puede producir otro tipo de malestares, y de pronto los está ya produciendo y no somos conscientes de todo lo que estamos perdiendo como país. Cuando piensas qué ocurre con países donde se ha perdido la esperanza y donde ha habido impunidad frente a la violencia –hablo de Honduras, Guatemala y algunos africanos que han sufrido una barbaridad por la violencia—no te extrañe que haya tantos jóvenes que se metan a bandas, o que fugan como una sangría de esos países quitándoles así su futuro. Por eso me parece clave que haya mínimos de justicia, política, económica y social, porque en el momento que quitas la esperanza de que algo bueno puede ocurrir, todo el mundo tira la toalla y entraremos en un caos. Ahí hay que prestar atención.