Gabriel Cid: «El conjunto de dilemas que impone la Guerra propicia una narrativa que tiende a la integración más que a reforzar nacionalismos»

Ciento cincuenta años después de ocurrida, la Guerra del Pacífico sigue siendo un tema de interés más allá de la academia. En esa línea, la aparición del libro conjunto que la historiadora peruana Carmen McEvoy y su colega chileno Gabriel Cid publicaron este año, en el cual sintetizan momentos y circunstancias claves del conflicto acaecido entre 1879 y 1883, resulta clave porque significa una oportunidad para acercar al público masivo una propuesta singular, rigurosa y sumamente ágil sobre un conjunto de hechos cuyas consecuencias aún hoy resultan visibles.

En esta entrevista, Cid –doctor en Historia por la Universidad del País Vasco y académico del Instituto de Historia de la Universidad de San Sebastián– repasa algunos pormenores en torno a la elaboración de “La Guerra del Pacífico (1879-1883)”, libro que se suma como el cuarto volumen de la colección Historias Mínimas del Instituto de Estudios Peruanos.

En 230 páginas y tomando como base diversas referencias bibliográficas, los autores desentrañan elementos clave del conflicto, personajes trascendentales y momentos cumbre, posicionándose desde lo que ambos llaman “un prisma común”, y cuestionando así la tradición historiográfica que nos colocaba como simples enemigos eternizados en las páginas de los libros escolares.

¿Por qué crees que, si a todos nos han enseñado sobre la Guerra del Pacífico en el colegio, la lectura del libro que has escrito junto a Carmen McEvoy resulta siendo tan reveladora? ¿Demuestra esto ciertas falencias del modelo educativo peruano y/o chileno?

Me inclino a creer que por la naturaleza de los currículums escolares que se enfocan en la historia nacional estos tienen a heredar modelos de interpretación que ya vienen desde el siglo XIX, y que en términos de su contenido explican la guerra como si fuese una experiencia puramente nacional y sin hacer el esfuerzo intelectual para imaginar cómo la estaba viviendo el bando contrario. Entonces, para mí la gran apuesta interpretativa de este libro es que no busca presentar una visión chilena o peruana de la guerra, sino tomar este hecho como una experiencia social y coger algunos hilos conductores que nos permiten leerla desde ambos lados de la frontera. Es decir, la guerra despliega –frente a los estados que van a terminar enfrentándose desde 1879 en adelante– un conjunto de problemas que cada país va a intentar responder con mejores o menores herramientas, con mayor o menor éxito, sí, esa es la dimensión más bien nacional, pero el conjunto de preguntas o dilemas que impone la guerra a las partes es común y nos permite tener una narrativa que tiende a la integración más que a reforzar trincheras nacionalistas, que creo fue parte del legado historiográfico de la Guerra del Pacífico en su primer momento.

¿Qué fue primero? ¿Carmen y tú ya venían trabajando algo sobre la Guerra del Pacífico o la colección Historias Mínimas Republicanas los convocó para que se sumen a la serie e inicien el proyecto de libro desde cero?

Lo segundo antes que lo primero. Nos presentan el desafío de hacer esta historia y en sí es un doble reto, por la singularidad de la colección, que creo que es una tremenda apuesta editorial, en el sentido de poner al alcance del público amplio un conjunto de problemas historiográficos que son particularmente relevantes para la comprensión ciudadana del pasado. Y el segundo dilema era hacerlo a cuatro manos, pero no solamente eso, sino, además –como tiende a remarcarse — (hacerlo posible) una historiadora peruana y un historiador chileno. Ahora, cuando el IEP nos plantea la invitación lo hace asumiendo que no somos un par de novatos en estas lides. ¿Quién podría presentar una visión novedosa de síntesis, pero que al mismo tiempo tenga una trayectoria investigativa siendo original en estas cosas? Y pensaron en nosotros, así que no tuvimos que inventar la rueda, sino poner en perspectiva y en orden la trayectoria investigativa acumulada que teníamos, tanto por separado, como en desafíos que ya habíamos dado ciertos pasos en escribir un libro conjunto sobre la experiencia bélica en Chile, que fue “Terror en Lo Cañas”, que antecede a este volumen en dos años. Así que se juntaron dos dimensiones: una trayectoria de trabajo investigativo en común sobre la experiencia bélica en el siglo XIX, y al mismo tiempo asumir este desafío con todo lo que ello explica, o sea, dejar esa cada vez más marcada tendencia de la academia de escribir en revistas de circulación no tan amplia, y asumir este desafío de plasmar una historia sintética de la Guerra del Pacífico que pusiera énfasis en 150 años de historiografía y colocarla en un lenguaje llano, accesible y original a un lector común.

Pasaron ya 150 años de la Guerra. Ustedes han citado muchos colegas en su bibliografía. Desde tu país, ¿cómo dirías que ha ido evolucionando a lo largo del tiempo la historiografía en el enfoque del conflicto?

Diría que la narrativa historiográfica chilena sobre la Guerra del Pacífico es la más temprana de todos los países involucrados. Es decir, terminaba una campaña y al otro día –y aquí estoy claramente exagerando–, Benjamín Vicuña Mackenna (BVM) ya tenía un libro al respecto. Incluso Paz Soldán se burlaba de eso, como si los cañones aún estuvieran humeando y al otro BVM ya tenía un libro. Ahora, pienso que la historiografía de mi país también ha sido la que más temprano ha intentado revisitar otras dimensiones de la Guerra, es decir, como el tema fue algo fundacional para la vida chilena, como el momento culmine en esta trayectoria de expansión del Estado en el siglo XIX, la historiografía ha barrido todo lo que puede ser atingente respecto a historia militar como tal, en el sentido duro de la narración de las batallas, y la historia diplomática, que habían sido las visiones más convencionales y que tienen como punto final de madurez la obra en tres volúmenes de Gonzalo Bulnes. Diría que desde fines de los 80 y sobre todo de los 90 hay un giro hacia una historia más bien social de la guerra y ya en el siglo XXI hacia una cultural. Y en eso Carmen McEvoy ha contribuido muchísimo porque, aunque es una historiadora peruana, buena parte de su bagaje en términos investigativos en torno a la experiencia bélica es desde la perspectiva chilena, como bien lo demuestra su libro “Guerreros civilizadores”. De manera tal que, desde los noventa en adelante, los historiadores sistemáticamente se han puesto a trabajar sobre cuestiones asociadas a la alimentación en campaña, el servicio médico, formas de conscripción, la experiencia de los veteranos y los huérfanos, los inválidos, el rol de los periódicos, el papel del clero, en términos generales, el rol de la sociedad civil, y ya desde el siglo XXI, viene el impacto cultural de la guerra, o sea, la forma en cómo los chilenos han pensado en sí mismos su propia identidad. Y esto uno lo puede ponderar en distintos ámbitos, desde la experiencia de la literatura, las memorias de los soldados, la proliferación de monumentos, la ritualización de la memoria de la Guerra – a propósito de días conmemorativos—el establecimiento de un panteón de héroes, la circulación de la cultura visual, desde la pintura e historia, hasta la ilustración gráfica, la fotografía, incluso el cine, o tal vez el papel de las mujeres, que fue súper importante.

Salir de lo convencional…

Yo creo que el gran desafío (en el siglo XXI) ha sido que la Guerra deje der ser patrimonio de los historiadores militares y diplomáticos, es decir, desmilitarizar la experiencia. Por supuesto que ello sigue siendo una reflexión en torno al combate y el enfrentamiento militar, pero no se agota ahí. Y en ese sentido, creo que la reflexión historiográfica chilena ha sido pionera, más no exclusiva, porque con unos cuantos años de desfase la parte peruana también ha avanzado.  Y esto es interesante, porque solamente podíamos hacer un libro como el que nos propusimos escribir con una historiografía madura y comparable, es decir, si en un capítulo se analiza el papel de la sociedad civil, de la opinión pública, y ambas partes ya tenían un buen acervo, entonces, eso nos permitía avanzar hacia el ejercicio de síntesis. Siento que solamente en esta parte del siglo XXI se podía hacer ese ejercicio y probablemente hubiera sido más desafiante hacerlo en principios de los noventa. Y creo que si hay una dimensión en la que falta esa misma madurez historiográfica, yo sugeriría que es la boliviana. Ellos están todavía un peldaño atrás respecto a estos nuevos temas que van marcando la agenda de discusión en la historiografía sobre experiencia bélica.

La pintura «El repase» correspondiente a Ramón Muñiz.

Algo que deja muy claro el libro es que Perú ingresó al combate arrastrando muchos problemas y distintas carencias, desde lo institucional, hasta lo económica y social…

La guerra encuentra a sus actores principales, Perú, Bolivia y Chile, en un estado que tiende a ser similar. No es que solo Perú esté en una situación desventajosa al momento de entrar en la guerra. Porque cuando uno examina cómo es la condición chilena antes de entrar al conflicto puede ver que es un país que está en bancarrota, que ha cerrado su escuela militar, que tiene un ejército muy pequeño, etc. Quizás lo que ha logrado hacer Chile es subordinar el poder castrense al civil y eso va a terminar inclinando la balanza. Es decir, en cada una de las batallas, es el Jefe del Estado, que es a su vez el jefe del Ejército, quien se juega su puesto. Ocurre en Tacna, Chorrillos y Miraflores. No solamente el Estado queda descabezado, sino también el Ejército, porque no existe esa distinción entre el poder civil y militar. Eso Chile lo tiene de algún modo más articulado, pero no en términos de esencia porque, como lo examinábamos en “Terror en Lo Cañas”, una década después de Chorrillos y Miraflores el país está enfrentado en una guerra civil donde el Ejército se fractura, donde nuevamente ese fantasma que se creía desterrado desde 1859, y que se pensaba era más propio de las repúblicas hermanas caudillistas y militaristas, y se pensaba que nosotros éramos más una suerte de ‘república modelo’, pues, ese relato colapsa en 1891.Entonces, yo tendería a ver que si hay alguna gran diferencia significativa en términos de conducción de la guerra, más allá de todas estas fragmentaciones territoriales, pues tiene que ser el subordinar permanentemente el poder de los militares a la conducción civil de la guerra, a diferencia de los aliados, donde eso no ocurre.

Ucrania ha sido invadida por Rusia y hoy casi toda la Unión Europea, además de Estados Unidos, financian la defensa ucraniana ante Putin y su Ejército. ¿Hay registro de algo similar durante la guerra del Pacífico? Salvo Estados Unidos, no se puede ver un apoyo concreto de países extranjeros a alguna de las partes en conflicto…

Es una pregunta interesante que puede responderse de dos maneras. La primera: nuestro libro busca, en cierto sentido, desmontar una creencia, un lugar común, que dice que esto fue un conflicto orquestado por los intereses del imperialismo británico donde Chile, Perú y Bolivia son unos cuantos peones sin ningún tipo de capacidad de agencia. Esa tesis no resiste mucho. No en el sentido de que las potencias internacionales no vean con interés lo que está pasando en el Pacífico Sur. Pospuesto que lo ven e intentan también defender la agenda de sus intereses, pero de ahí a suponer que la guerra misma es moldeada y dirigida en torno a la satisfacción de los intereses de las potencias internacionales y que las repúblicas sudamericanas son unos peones, creo que, a esta altura del debate, no resiste mayor análisis. Ahora bien, eso tampoco significa que el frente internacional esté descuidado. Hay un libro muy reciente de Gerardo Trillo, “El frente diplomático en Argentina. Las misiones peruanas durante la guerra del pacífico, 1879-1883”, y otros más como «La Prusia Americana. Chile y sus Relaciones Internacionales Durante la Guerra y la Posguerra del Pacifico (1879-1891)» de Mauricio Rubilar, donde se pone en evidencia cómo los estados también se juegan la suerte de la guerra en la diplomacia extranjera. ¿Por qué? Porque tienen que conseguir armas, internarlas, garantizar la neutralidad de las potencias internacionales, por ejemplo, Panamá termina siendo un espacio geográfico vital porque por ahí entran las armas. Entonces, la agencia diplomática chilena lo que tiene que hacer es garantizar que no van a pasar armamentos por ahí y que, si Perú quiere comprar nuevos blindados en Europa para subsanar la pérdida del Huáscar y la Independencia, tiene que aplazar las cosas, entonces, hay toda una guerra que se pelea también en la diplomacia internacional. Y además de la campaña internacional, y esto es evidente en el caso peruano, está el vender la idea de que Chile es un país expansionista que está haciendo una guerra de agresión, o sea, ganar la opinión pública internacional. Entonces, la guerra se pelea en el Pacífico, en Lima, pero tiene una arista internacional que en este libro de alguna manera queremos poner en claro.

El libro menciona en una ocasión la huida de Mariano Ignacio Prado, quien se fue a comprar armas al exterior y no volvió más. ¿Decidieron no ahondar en el tema por una cuestión de espacio o simplemente no consideraron el hecho tan relevante dentro del espectro de la guerra?

Lo consideramos en el capítulo donde tenía relevancia: para mostrar la fragilidad de los liderazgos políticos. Es decir, en el contexto chileno esta idea de que el poder civil va a estar representado no por el presidente sino por un ministro de Guerra en campaña, y él va a tener la conducción logística, que es muy diferente a la militar, permite que en La Moneda el país se desarrolle normalmente, con sesiones parlamentarias. Incluso hay una elección presidencial en 1881. Digamos que la conducción del país funciona relativamente estable, a diferencia del caso peruano, donde el presidente, ¿por qué no manda un diplomático? O sea, ¿por qué abandonar el país en medio de una guerra que además ya comienza a tener un punto de inflexión negativo para tus intereses? Intentar profundizar eso hubiera sido excedido los límites que tenía este libro. Han corrido ríos de tinta para resolver justamente ese tipo de incidentes, y enfocarse en ellos, pero –por más interesantes que sean—se corre el riesgo de eclipsar otros desarrollos y otros procesos históricos que nosotros queríamos que estuviesen en el texto. En un libro de síntesis no está todo lo que debería estar, pero hay cosas que no pueden no estar.

Una fotografía de la historiadora peruana Carmen McEvoy tomada por Nancy Chappell para el Diario El Comercio.

Me parece muy dramático el episodio de xenofobia contra los asiáticos en Perú que ustedes incluyen en su libro. Ellos se pliegan al rival de la guerra (a Chile), y me parece interesante intentar entender las razones que tuvieron estos inmigrantes para irse con el ‘enemigo’ que invade el país que supuestamente los acogió.

Esa fue una de las aristas que queríamos colocar en los recuadros informativos que incluye el libro. Por supuesto que hay una narrativa más central que cohesiona el desarrollo progresivo del argumento del volumen, pero en esa estrategia hay varios temas que forzosamente quedan afuera y la forma de resolver ese dilema son los recuadros informativos, donde damos cuenta de temas que nos parecen originales e importantes. Dentro de eso está la experiencia de los chinos en la guerra, y yo el primer matiz que haría es no verlos como migrantes bajo nuestras categorías, sino más bien bajo condiciones de semi esclavitud moderna. Porque no es que sean migrantes que hayan partido a Perú en busca de mejores posibilidades, sino que la historiografía ha intentado mostrarlos como objeto muchas veces de engaño ya en el momento del embarco, de la firma del contrato (de trabajo), entonces, son esas condiciones casi serviles en las que ellos desarrollan su trabajo que hacen que su lealtad para lo que uno podía llamar el país de acogida no sea tal. Porque no es un país que los haya recibido con los brazos abiertos para que puedan desarrollar su proyecto de vida acá. Más bien, insistiría en esa dimensión: la esclavitud china debe ser entendida como una forma de prolongar la explotación de mano de obra servil una vez abolida la esclavitud africana. Ahora, en el caso chileno, y esto nos habla también de experiencias globales, porque muchas veces circunscribimos la Guerra del Pacífico a la trayectoria de nuestros países, pero por ejemplo hay dos miembros de la oficialidad (Patricio Lynch y Arturo Villarroel) que hablaban algo de cantonés. Entonces, además de las condiciones de explotación, de la falta de apego hacia la ‘nación de recepción’ (Perú), el ejército chileno es vislumbrado por ellos como algo que los va a liberar de esas condiciones de abuso y, además, cuentan en la oficialidad con personas que hablan como ellos, por azares del destino. Resulta, pues, muy interesante cómo después de la debacle en Miraflores mucho del comercio chino es saqueado, entonces, hay tensiones raciales y étnicas en la convivencia cotidiana peruana que la guerra de alguna manera intensifica, y la lleva a momentos límite.

Acerca de los distintos enfoques que aseguras ha tomado la historiografía chilena en los últimos años, ¿hay algo relativo al género? Porque en la página 41 dicen que el diario El Mercurio, el más importante de Valparaíso, proclamó que “la paz enerva, afemina los caracteres, embota las susceptibilidades generosas del orgullo y concluye por hacer olvidar a los pueblos que el honor es el primero de los elementos de la vida” … ¿Era usual que en esos llamados bélicos se trata de marcar que lo contrario a la valentía es la feminidad?

Sí y no. Esto yo lo he desarrollado en otros trabajos. Al menos el discurso dominante es que una forma de denostar al adversario siempre es feminizarlo. Incluso tratarlo de maricón. Esa es una forma de rebajar su hombría y su virilidad. Y cuando uno examina prensa peruana también halla epítetos de ese calibre hacia el caso chileno. Lo otro es que en el imaginario del siglo XIX la experiencia bélica tiende a ser vista como un espacio de hombres. Es decir, la guerra es un teatro de la acción masculina y la mujer debería estar en el frente doméstico, de la paz. De manera que cuando las mujeres van a la guerra, y van mucho, tienden a circunscribir sus labores al cuidado: médico, de alimentación, todas esas dimensiones que más bien feminizan su desempeño. Ahora, eso no quiere decir, y en el libro también damos cuenta de eso en los recuadros, que no existan mujeres guerreras que estén en el frente de batalla peleando como tal. Por ejemplo, Irene Morales es una cantinera chilena que tiene una fotografía donde sale con su rifle. No está haciendo atenciones médicas. Pero sí, hay elementos de género que permean toda la narrativa bélica del siglo XIX, pero que encuentran su punto de límite en la Guerra del Pacífico.

Es que estamos ante un hecho que demanda tanta movilización social que por más que el discurso oficial diga ‘a la guerra van los hombres’, finalmente las mujeres no terminan como actores pasivos y meramente espectadores. Ellas, además, generan sus propias organizaciones de la sociedad civil. Hay una carta muy famosa de las mujeres en Arequipa, donde dicen ‘queremos ir a pelear la Guerra’. Hay también casos de cantineras chilenas que se disfrazan de hombres para poder acompañar a su esposo o porque sencillamente quieren ir al frente de batalla. La guerra moviliza todos los espacios, y no solo de mujeres, sino también de niños. Esta distinción que planteamos en nuestra mentalidad moderna donde la guerra es un asunto de hombres, de profesionales de la guerra, y que además son mayores de edad, en 1879 tienden a diluirse, porque a la guerra van jóvenes y adolescentes de once o doce años. Entonces, la infancia o el espacio escolar también se ve trastocado por la Guerra, que es muy dramática y se extiende por mucho tiempo. Y ni qué decir de la postguerra.

Tal como la pintura “El repase”, que ustedes adjuntan en su libro, hay una serie de expresiones digamos culturales o artísticas ligadas a la guerra. ¿Crees que estas cumplen una especie de función positiva también? Están, asimismo, las novelas históricas, tan vendidas en ambos países, no sé, como las de Gullermo Parvex. ¿Ayudan o más bien hacen daño al intento por concentrar un discurso coincidente? 

Distinguiría entre lo que podríamos llamar ficción y narrativa de la post guerra. La Guerra del Pacífico tiene una post guerra muy larga. Recién en 1929 se zanjan todos los conflictos irresueltos en el Tratado de Lima. Incluso solo temporalmente, porque recién todo se terminaría en La Haya ya en el siglo XXI. Pienso que, en lo imaginario, y es uno de los temas que ahora vengo trabajando, el papel que se despliega en este tipo de ámbitos (pintura histórica, fotografía, teatro, novela como tal) incide tanto más en cómo las personas piensan históricamente los conflictos que si hubiesen leído una obra historiográfica, o fuentes provenientes de un historiador. Es decir, muchas veces los imaginarios de las guerras están moldeados por este tipo de ‘industria cultural’ más que por una lectura cuidadosa, pulcra, erudita y con el afán que hacen los historiadores. Alguien que ve un documental en YouTube o una película en Netflix piensa que ya entendió todo sobre la Revolución Rusa. Y algunos van a ver “Napoleón” y creen que ya saben todo sobre la Revolución Francesa. Y eso, claro, a un historiador le parece cierto simplón, pero ese tipo de industrias culturales o narrativas inciden muchísimo más o más permanentemente en cómo las personas piensan respecto al impacto de la guerra. Así que rastrear en dichas aristas es una de las vetas de trabajo más provechosas que tienen los historiadores actuales. Y lo otro es, claro, siempre tener esta prevención metodológica, que es la idea de que la novela histórica es como una paradoja en sí misma, porque la novela supone ficcionalizar, supone que lo que narras no ocurrió, pero claro, al contextualizarla con un acontecimiento que efectivamente sucedió, tienes licencias y entras en este espacio ambiguo donde las personas no saben si aquello que narra el autor de turno ocurrió o no. Es como las personas que ven El Código Da Vinci y están convencidas de que así era la vida de cristo. No hay que ser muy astuto para establecer la diferencia entre una novela y la historiografía.

Finalmente, de todos los cuadros informativos que incluye el libro, ¿cuáles crees que darían para escribir un libro aparte?

Hay varios que ya tienen libros. Yo vengo trabajando respecto a algunos, así que seré como una especie de juez y parte. Pienso, por ejemplo, en el ámbito de la fotografía y pintura de guerra. Luego, los veteranos sí ameritan un tratamiento, aun cuando ya tenemos libros del tema. Los prisioneros de guerra tienen un muy buen libro de Patricio Ibarra, mientras que el servicio médico en la guerra, que no está en ningún libro y me parece una arista particularmente importante, en el sentido de que lo que hay es un par de contribuciones, artículos, que están disponibles, desde diarios de campañas de cirujanos o médicos, (contando) la experiencia de la enfermedad, cómo es la amputación, las creencias populares respecto a cómo se pueden sanar enfermedades, o cuando los chilenos llegan a la sierra y se enfrentan a una mortalidad inesperada para ellos, porque son expuestos a enfermedades que desconocen. Así que toda esa dimensión del cuerpo, la enfermedad, la muerte y el servicio sanitario esconde una gran apuesta que hacer. Y lo otro que me parece vale la pena es la infancia y juventud en la guerra. Un libro sobre la infancia, a través de múltiples aristas, sobre cómo la experiencia en la guerra desestructura la convivencia escolar, el impacto en los liceos, cómo hay niños que se vuelven adultos de la noche a la mañana porque ven sus hogares destruidos. La experiencia de los huérfanos, no sé. Tal vez niños que son adoptados. Por ejemplo, sobre la Guerra del Paraguay (experiencia bélica fundamental en el siglo XIX), mi Victoria Barata está estudiando cómo muchos de los niños paraguayos que quedan huérfanos van a trabajar y se los llevan hacia Argentina, donde ejercen labores de servidumbre doméstica. Digamos que la infancia que nosotros tendemos a idealizar, por razones obvias del siglo XXI, con declaraciones de derechos de los niños, y cómo la infancia y la juventud viven la guerra con todas estas aristas. Ahí me parece que hay un trabajo por hacer. Las fuentes para lograrlo requieren mucho más cuidado. Hay que leerlas con mayor atención. Estas son líneas a trabajar y que ameritan mucha más investigación de la que disponemos en la actualidad.

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