Ramón González Férriz: «Cada vez nos sentimos más diferentes que el otro y esa dinámica nos lleva a la tentación por ser más radicales»

“Hoy sentimos un gran placer en detestar al contrario, no porque no estemos de acuerdo con él, sino porque lo vemos como una tribu que nos amenaza”, considera Ramón González Férriz (Barcelona, 1977), autor de “Los años peligrosos. Por qué la política se ha vuelto radical” (Debate, 2024), uno de los ensayos más interesantes y originales publicados en lo que va del año.

El libro toma como base la crisis financiera global del año 2008, cuyas consecuencias se expandieron no solo en dicho ámbito, sino que brotaron también en la arena política. Así pues, el autor describe con notable acierto cada una de las apariciones (o reafirmaciones) en el terreno de las ideas. Desde las promovidas por el Tea Party en Estados Unidos, hasta las que lideraron en algún momento VOX o Unidas Podemos.

Como si se tratase de un árbol que al agitarlo dejase caer muchos de sus frutos, la política se remeció por una crisis que las élites previamente establecidas no supieron manejar. Así surgirían nuevos grupos que llamaban desde el radicalismo –de derecha o de izquierda– a cambiarlo todo.

En medio de este revuelo no hay un elemento único que lo explique todo, sino varios. Y el autor de “Los años peligrosos” desentraña uno por uno con meridiana lucidez. Desde la vieja ‘casta’ hasta el rol de los medios de comunicación en pleno auge de las redes sociales.

En la siguiente entrevista, el hoy columnista de El Confidencial y consejero editorial de LLYC, repasa algunos de los puntos más saltantes de su ensayo, una magnífica oportunidad para revisitar no solo a personajes tan controvertidos como Donald Trump, sino también para abordar temáticas como el modelo de negocio en la prensa, y el destino que han tenido alternativas políticas que en algún momento parecieron capaces de apoderarse de todo.

Lo primero que me viene a la cabeza de tu libro es el elemento que detona todo: la crisis financiera del 2008. ¿Crees que, 16 años después, el sistema ha corregido las falencias que la hicieron posible? ¿Estamos exentos de que se repita un descalabro como el que abre tu libro?

Es una pregunta difícil. Esa crisis fue enorme. En Europa se la comparó con el ‘Crack del 29’, es decir, como algo que sucede una vez cada siglo. Tal vez los lectores latinoamericanos podrían pensar que sí fue muy profunda, aunque no empobreció radicalmente a otros países como ha sucedido en otras ocasiones, pero sí es verdad que lo que pasó rompió un relato que los europeos o los españoles teníamos muy interiorizado, que era no un relato de riqueza, pero al menos sí la idea de que uno podía dar por sentado que iba a vivir mejor que sus padres, aunque no tuviera acceso a grandes lujos, como un departamento o autos. Para mi generación (la crisis del 2008) destruyó ese relato. Y es verdad que incluso para quienes somos más o menos ortodoxos en términos económicos se gestionó muy mal la solución. La crisis en España duró alrededor de cinco, seis años, fue muy larga, generó muchísimos conflictos políticos, la aparición de dos o tres partidos, según como lo contemos, porque Ciudadanos ya existía en Cataluña, pero en ese momento dio el paso a la política nacional. Pero están VOX y Podemos. Es decir, fue un proceso muy largo, agónico, y mucha gente tuvo la sensación de que su relato de vida, sus expectativas vitales, se habían roto, y es verdad que al final quien solventó esa crisis no fue tanto los gobiernos españoles como sí la política europea. La Comisión y el Banco Central Europeo fueron quienes de algún modo pusieron las grandes vías de salida a la crisis. Considero que en cierta medida eso se ha solucionado. Aunque también creo que en Europa existe la sensación de que las políticas de austeridad, de recorte, de control de déficits, al final fueron lo que generaron en buena medida el radicalismo político. Retrospectivamente, diez años después piensan: ‘quizás si no hubiéramos sido tan taxativos con la obligación de reducir el gasto público no habríamos tenido 15 años de radicalismo político’. O sea, que, en principio, creo que sí se han aprendido algunas lecciones, pero es verdad que es improbable otra crisis parecida a esa, aunque tampoco estoy seguro de que no volviéramos a hacerlo mal.

Abordas en profundidad en el libro a dos opciones, primero, el Tea Party estadounidense y, segundo, Podemos en España. ¿Crees que tanto en la formación como en el fortalecimiento de ambas alternativas influye el hecho de que estas se dan en países con un bipartidismo histórico?

Sí, la sensación en España era que los dos grandes partidos, el Popular y el Socialista, se iban turnando, y eran dos opciones muy distintas, pero en realidad compartían grandes consensos. Eran matices distintos de una misma visión nacional. Y lo que pasa tras la crisis es que mucha gente tiene la sensación que ese sistema en que dos partidos se van turnando y cambian las políticas, pero no hacen rupturas radicales, era claramente insuficiente. Mucha gente pensó en ese momento que en realidad ese era un sistema muy cerrado, muy cooptado por las élites, que llevaba demasiado tiempo con un control muy fuerte de los medios de comunicación o de la vida empresarial, y entonces la sensación que existe es que esa democracia en la que solo hay dos actores era una trampa. Y que hacía falta nuevas ideologías, nuevos partidos políticos, y romper el consenso, esta especie de ‘alternancia light’. En Estados Unidos es distinto, pero también hay algo de eso, y lo que sucede no es la aparición de nuevos partidos como sí la transformación radical del Partido Republicano, cuando el Tea Party captura al partido y transforma totalmente su ideología, y en menor medida al Partido Demócrata con elementos más de izquierdas. O sea que sí, creo que en ambos países y en otras naciones europeas existe la sensación de que esa democracia estable, esa democracia que aquí llamamos ‘turnista’ encerraba una especie de pacto de las élites, de no transformar nada a fondo, de no cambiar profundamente las estructuras políticas y económicas.

Lehman Brothers, protagonista fundamental de la crisis del 2008.

A propósito del ordoliberalismo (ordo en latín es orden) que mencionas al inicio del libro y dices que es posible que haya sido la ideología económica más exitosa de la segunda mitad del siglo XX. Recuerdas, además, cómo antes los parámetros de Europa se regían fundamentalmente por lo que decía ese país, pero hoy, basta ver la guerra Rusia – Ucrania para pensar que más bien Alemania parece haberse hecho de lado. ¿Cómo definirías hoy el papel de dicha nación?

Hablar en el libro del ordoliberalismo es una pequeña excentricidad, porque en realidad no estamos ante un gran tema de conversación en Europa. Aquí desde la izquierda se tiende a decir que vivíamos, o que vivimos, en un neoliberalismo. A mí ese término no me satisface mucho porque creo que no define bien lo que es el modelo europeo, y creo que el ordoliberalismo lo define un poco mejor, sin ser exacto, claro. Esto surge después de la Segunda Guerra Mundial como un modelo capitalista, de mercado, que acepta el Estado de Bienestar, pero que tiene unas reglas morales muy férreas, muy basadas en una idea de la responsabilidad del individuo, de las empresas de no endeudarse excesivamente y de asumir sus errores sin esperar que sea el Estado quien te rescate. Es una idea que yo creo que tiene raíces culturales muy fuertes, y que no quiero decir que sea el sistema que ha regido Europa, pero que sí es verdad que en esos años de construcción de la Unión Europea, Alemania siempre ha insistido en que el sistema económico europeo se tenía que basar en la responsabilidad. Eres un individuo, eres una empresa, puedes tomar tus propias decisiones, pero no esperes que al final del camino llegue el Estado o los contribuyentes a rescatarte de tus errores. Ese modelo, con matices, es el que rigió Europa en las últimas décadas. Con eso uno puede estar más o menos de acuerdo, pero es verdad que para países como España o para la propia Alemania de la post-guerra funcionó bien, pero también es verdad que cuando llega la crisis, esta última nación dice ‘acordados de que nuestro pacto económico es no rescatar a quien lo hace mal’. Y tanto España, Grecia e Italia lo habían hecho claramente mal. Pero, claro, en ese momento lo que era moralmente cierto, que España lo había hecho mal, generaba una gran frustración porque decías: ‘de acuerdo. Se han cometido errores tremendos, pero ahora la prioridad es rescatar el país, sacar a 45 millones de personas de la crisis. No es momento de atribuir culpas’. Entonces, lo que fue una ideología muy funcional para el crecimiento, un capitalismo con Estado de Bienestar, un sistema híbrido, en el momento de la crisis para muchos europeos –que no llaman a esto ordoliberalismo— la sensación era ‘no es momento de moralismos’. Y entonces Alemania creo que cometió un error al pensar que países como España o Grecia debían pagar sus pecados a través del sufrimiento económico porque solo así, según esta filosofía, aprenderíamos de nuestros errores y lo haríamos mejor. Entonces, en ese momento fue poco eficaz ese sistema, pero como te decía antes, me parece que sí se han aprendido las lecciones.

En esta carrera que describes en tu libro, donde las ‘nuevas’ élites intentan bajarse a las viejas, no hay un solo elemento sino varios. Uno de estos tiene que ver con los medios de comunicación. El cambio que viven en las últimas décadas, el modelo de negocios que abordas tan interesantemente en tu ensayo, etc. ¿Identificas hoy una cierta estabilidad en cuanto a este factor o seguimos en caída y lo que se viene es, concretamente, la desaparición? Porque, ojo, hace mucho dicen que van a desaparecer los periódicos, pero en cada kiosco de Madrid estos se siguen vendiendo…

Sí, pero muy poco, claro. Piensa que estas cifras no son exactas porque las digo de memoria, pero hace 20 o 25 años un periódico español podía vender un domingo medio millón de ejemplares y ahora con suerte vende 50 mil. La caída ha sido brutal y en este tiempo pasaron dos cosas. Es verdad que la digitalización ya se veía venir hace 15 años, pero a la crisis del paso del papel a lo digital se sumó la crisis económica, que supuso una gran caída de ingresos publicitarios de los periódicos. Es decir, en estos 15 años los periódicos de todo el mundo eran empresas a la búsqueda de un modelo de negocio, que no sabían de qué iban a vivir dentro de cinco años. Estaban buscando maneras de vivir. En ese momento aún se descartaba el modelo de pago. Aunque a los periodistas no les gustaba mucho el modelo, se creía que no había otra opción que generar clicks y publicidad. Y algo parecido sucedió en la televisión. La TV española con la crisis cayó en publicidad enormemente, de modo que había que recurrir a formatos más baratos que la ficción, que los grandes concursos o las grandes películas, y eso fueron las tertulias políticas. Se juntaban a cinco periodistas que empezaban a discutir agriamente de política. Eso para la TV era muy barato. La audiencia lo veía con adicción, porque era un momento de gran politización. Y entonces todo eso contribuyó a generar el tono de polarización y de acritud que ha tenido estos años la política en España. No porque las redes sociales no hayan influido, porque lo han hecho y han tenido mucho que ver en este clima, pero creo que a veces los periodistas tendemos a culpar de todo a las redes y así parece que nosotros lo hemos hecho todo bien. Y ese no me parece el caso. Ahora, ¿si hemos encontrado un momento de equilibro? Pues creo que estamos en camino. Hay una tendencia a pensar que, aunque ahora el formato sea digital, tenemos que volver al viejo modelo de negocio, es decir, que la gente pague por el periódico. De momento en España, es menos gente la que paga por el periódico digital que la que pagaba por el de papel, pero ahí vamos, lentamente. Se puede pensar que en unos años empataremos las cifras de suscriptores de entonces. Entonces, yo creo que la digitalización lo ha cambiado todo, los periódicos se han transformado, hemos caído en vicios adictivos como el clickbait, como los titulares provocativos, como las noticias sensacionalistas sobre sexo o vida social, pero –sin pasarme de optimista—poco a poco, aunque todo haya cambiado, estamos volviendo al modelo anterior. Es decir, se paga al periódico y por ende este no tiene que estar tan obsesionado con atraer de manera sensacionalista a los lectores, sino en dar un producto de más calidad para los suscriptores.

Y a propósito de pagar por un periódico, ¿se paga por uno que me diga lo que yo quiero leer? O sea, entiendo que el ideal de la objetividad siempre está rondando, pero, ¿acaso la gente no compra el periódico que le dice lo que le gusta/interesa/identifica?

Por eso te decía en parte que es volver al modelo de antes. Porque no nos engañemos, los periódicos de antes tampoco eran demasiado plurales. A mí me gusta hablar de periódicos con pluralidad de opiniones, con un enfoque editorial en el que quepa la discrepancia, pero si somos realistas, tampoco los periódicos de papel tenían una gran pluralidad. Ahora, cuando tienes un modelo de suscripción a veces la gente cree que quienes más critican son los anunciantes o los políticos, lo cual es algo cierto, pero a veces quienes te hacen las críticas más duras son tus suscriptores, porque tienen un nivel muy bajo de tolerancia con las voces que discrepan de la línea editorial. A veces parece que pagamos un periódico no solo para leer lo que queremos leer, sino para no exponernos a lo que no queremos exponernos, que son otras líneas, otras ideas discrepantes, etc. Entonces, sí creo que, en este momento de polarización, los periódicos y el periodismo en general tienden a ser muy monolíticos, a pensar muy parecido. Aunque eso no era tan distinto hace 30 años. En España lo que sucede, por ejemplo, es que el modelo de periodismo radiofónico o de televisión está basado en lo que aquí llamamos tertulias: una mesa en la que se sientan personas con ideas distintas, que muchas veces representan de manera tácita la opinión de cada partido, y eso a veces nos parece ser la pluralidad, pero yo estoy un poco en desacuerdo con ese modelo. Yo no creo que la tertulia represente el pluralismo, sino que de alguna manera es una recreación teatral de las opiniones de los distintos partidos. El objetivo debería ser medios plurales, pero como alguien que los ha dirigido, reconozco que es algo muy difícil de lograr.

Volviendo al Tea Party, uno recuerda la campaña presidencial pasada y no la ve muy similar a la que se viene con miras a noviembre. También está el tema de la caricaturización, el ver memes con viejos blancos empuñando fusiles. Ahora, ¿cuán cerca están estos pequeños grupos de personas de pasar del discurso violento a disparar sus armas?

Aunque digamos que hacer medios plurales es difícil, creo que debemos hacer un gran ejercicio de intentar entender las posiciones ideológicas de los demás. Al menos quienes estamos en periodismo o la escritura de política. Es muy difícil, a mí me cuesta muchísimo ponerme en la mentalidad ideológica de un estadounidense favorable a las armas, que es contrario al aborto, y que niega el pasado racista de su país. Me resulta complicado, pero creo que toca hacer ese ejercicio porque debemos ser conscientes de nuestros sesgos. Es decir, defenderé mis sesgos hasta donde pueda, pero son sesgos. Así pues, es necesario — incluso cuando nos parece tan extremo un movimiento ideológico, como visto desde Europa nos parece el Tea Party– hacer el ejercicio. Y lo que ves en ese momento es que en ese periodo que cubro en el libro han estallado miedos que a veces son irracionales, que han generado que lo que muchas veces asociábamos en Occidente con las posiciones moderadas de la clase media, que tiende a la moderación y a la estabilidad. Su miedo a perder su rango de clase media, a perder sus ingresos, le llevarán a abrazar ideas que vistas desde afuera parecen mucho más extremas. Eso nos puede llevar potencialmente a situaciones peligrosas, pero creo que hay que intentar reconstruir las ideas que surgen de ese miedo de gente que cree genuinamente –yo creo que equivocadamente—que su forma de vida está amenazada. Que cree que el matrimonio entre hombre y mujer está amenazado, que la posibilidad de creer libremente en tu religión está amenazada, que tus ingresos como personas de clase media también lo están. Esos son miedos reales. Yo prefiero interpretaciones más centristas, pero creo que hay que hacer el ejercicio de entender qué está pasando ahí.

Donald Trump, personaje clave en la narración de «Los años peligrosos». (AFP)

Sobre Podemos, en el tiempo que abarca tu estudio, se fundó, llegaron al Gobierno, tuvieron vicepresidencias, dispusieron de presupuesto público, pero ahora su máximo dirigente acaba abriendo un bar en Lavapiés. ¿Cuáles dirías que son los factores que llevaron a la implosión de una alternativa que en algún momento llegó a ser tan disruptiva?

Imagínate una España en una crisis económica profunda — con gente que entonces tenía más o menos 30 años, muy asustados porque quizá no llegaríamos a ser de clase media y ya no hay la posibilidad de convertirte en funcionario, de comprarte un departamento– y entonces surge este grupo de gente que se ha formado ideológicamente en Latinoamérica. Es gente que ve mucho la realidad en términos del peronismo, del chavismo, y que cree que lo que está pasando en España es una ‘latinoamericanización’, producto de la crisis en la que van a desaparecer las clases medias, o van a quedar muy reducidas, y la gente va a tener una preferencia por movimientos populistas, dejará de confiar en el Estado, la gran desigualdad social va a hacer que haya un enfrentamiento social muy acusado, aunque aquí haya menos razones raciales, pero al final de algún modo vamos a reproducirlo. Y cuando ellos, con inteligencia en el año 2014, intentan imitar de algún modo a los movimientos latinoamericanos, empiezan muy pronto a tener crisis internas. Enseguida empiezan a decir, ¿realmente podemos aplicar una visión argentina o venezolana en España? ¿Realmente a las clases medias españolas, aunque tengan un miedo legítimo, van a ‘comprar’ movimientos revolucionarios en el corazón de Europa? Entonces, Podemos es muy fuerte, pero al mismo tiempo desde el principio empieza a sufrir crisis ideológicas sobre cómo puede utilizar esa enorme influencia. Por ejemplo, al comienzo no es un partido que se declare feminista, porque cree que eso puede generar conflictos en la sociedad, pero en seguida, cuando la economía comienza a mejorar y el discurso contra la ‘casta’ ya no es tan efectivo, se convierte en el partido más radicalmente feminista y más radicalmente pro movimientos LGTBI, Trans, etc. Así pues, se trata de un movimiento en perpetua transformación. Muy al principio su discusión era ¿somos de izquierdas o un movimiento populista que intenta atraer a todos los enfadados, así sean de derechas? Y empiezan a tensionarse. ¿Somos un movimiento hecho para la queja o institucional? Esa tensión se ve claramente cuando el partido llega al Gobierno y algunos de sus miembros se sienten más cómodos están contra que dentro del Gobierno. Ellos creen que la vida institucional de preparar un presupuesto, una legislación, no es algo político. Piensan ‘no hemos venido a hacer esto sino algo mucho más radical’. Entonces, Podemos debió entenderse como fruto de la contradicción constante, y de su propio líder Pablo Iglesias, que a veces uno podía pensar legítimamente que tenía mucha más capacidad para ser una celebrity intelectual, o un famoso ideológico, que para ser un señor que cada día va a las 8 de la mañana a una oficina y despacha con sus asistentes, y lee documentos legislativos. Y ahora lo de fundar un restaurante en España se ha recibido de una manera muy cómica, pero al final es casi volver al punto de partida de un español de clase media que tiene que buscarse la vida con un pequeño negocio. No creo que Iglesias tenga problemas económicos, claro, pero detrás de esto sí hay algo de ‘al fin está haciendo lo que hemos hecho siempre los españoles de clase media, que, si pierdes tu trabajo, con el dinero que te prestan tus padres o el banco, pues montas un negocio’.

En la parte final mencionas dos términos: polarización y tendencia al extremismo. Evidentemente, uno mientras lee tu libro percibe momentos muy catastróficos y piensa que tal vez sea mejor no encender la televisión o no tocar el celular. Pero la solución tampoco es esa. ¿Debemos combatir o más bien prevenir la polarización y la tendencia al extremismo? ¿Existe un algo parecido a un ‘ABC’ para lograr esto?

No tengo el ABC para lograrlo. En España, hace veinte años, teníamos una preferencia por el PSOE o el PP, y era una democracia crispada y enfadada, en donde había un choque real. Pero la sociedad no tenía ideas tan distintas sobre la política. Podías decir ‘en realidad, el impuesto sobre la renta podía ser un 3% más alto o un 3% más bajo, o el aborto podía terminar en la semana 14 o en la 17’. Esas son diferencias relativamente fáciles de negociar. Y en lo que se ha transformado eso es en un duelo apocalíptico, identitario, donde parece que no tenemos nada que negociar porque vivimos en planetas distintos. Luego, si miras el contenido real, y supongo que, visto desde fuera, puede seguir pareciendo de matiz. Porque si la diferencia está entre acoger 100 mil inmigrantes o 50 mil, parece mucha, pero no deja de ser una gama más cuantitativa que cualitativa. Lo que pasa ahora es que hemos transformado estas discrepancias legítimas en un choque identitario y tribal, y decimos ‘yo soy de izquierdas y no negocio nada con la derecha’. Y viceversa. ¿Cómo arreglar esto? No soy optimista. Siempre pienso que es el momento de volver a hablar de políticas pequeñas, las que además influyen en nuestra vida de manera mucho más poderosa que las grandes discusiones. No sé, qué hacemos con esta calle, la asfaltamos o la hacemos peatonal. Claro que hay ideología en esa discusión, sin duda, pero creo que a veces nos resulta más fácil decidir cómo solucionamos un problema de la sanidad pública que decidir si el modelo ideal es la monarquía o la república. Creo que las políticas pequeñas que impactan en la vida cotidiana nos empujan al acuerdo, a tener que hablar con nuestro vecino necesariamente. Pero no estoy seguro de que en España lo consigamos. Y no lo conseguimos porque, primero, cada vez nos sentimos más diferentes que el otro, y esta dinámica nos lleva a la tentación por ser más radicales. Hay algo que parece producir una especie de satisfacción personal en el radicalismo. El ‘yo soy de izquierdas, de derechas, no hablo con el enemigo, mi objetivo es destruirle’. Y creo que hay algo psicológico y humano en algunos momentos de la historia. No creo que esto acabe en violencia o en un colapso social, pero sí creo que ahora sentimos un gran placer en detestar al contrario, no porque no estemos de acuerdo con él, sino porque lo vemos como una tribu que nos amenaza.

El ensayo de González Férriz que publica Debate puede comprarse en versión ebook si no estás en España.

Finalmente, tus libros parecen siempre con un pie en la coyuntura, pero el otro en la investigación histórica. ¿Cómo decide Ramón González Férriz de qué tratará su próxima obra?

Como periodistas estamos muy metidos en las cuestiones diarias, cotidianas. Más allá de que un político haya tomado una decisión o que un partido haya decidido aprobar una ley, yo sigo pensando que las ideas importan y que la gente cree que las suyas representan el sentido común. Entonces, modestamente, intento reconstruir, entender las ideas que hacen que la gente tome las decisiones que toma. Sobre todo en la política. Pero también la relación que tienen la cultura y la política, o la tecnología y la política. Cómo funciona ese mundo de ideas que a veces no nos damos cuenta pero que conforman nuestras decisiones. Eso es lo que he intentado hacer en mis libros hasta ahora. Cuando he escrito sobre el 68 y los años sesenta, sobre los 90 y el optimismo que se vivió en España y en Europa en esa década, y ahora con estos 15 años de crisis. Por otro lado, hay algo que también intento obligarme a hacer, que es preguntarme: ¿esto ahora es distinto o en realidad es lo mismo que ha sucedido siempre? ¿La polarización es la misma hoy que hace 20 años o algo sustancial ha cambiado? Entonces, yo intento escribir solo cuando algo es realmente distinto. Es decir, que los humanos somos avariciosos ha tenido muchas encarnaciones, pero digamos que no es una novedad. Siempre intento ver cómo cambian las ideas, qué tienen de novedoso en un momento determinado y porqué vale la pena intentar reconstruirlas, sobre todo si no estás de acuerdo con ellas. Pero estoy seguro de que en el proceso hay cuestiones mucho más azarosas y de capricho de tu editor. Así que esta es la explicación racional. Estoy seguro de que también hay otros elementos muchos más irracionales.

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