Ha escrito tres de los libros de historia más interesantes surgidos en la última década: “La seducción de la clase obrera” (2016), “Historia de la prostitución en el Perú” (2022) y “José Carlos Mariátegui o el ‘cojito genial’” (2023). Paulo Drinot, profesor en University College London vuelve a la palestra para sumarse a la colección Historias Mínimas Republicanas del Fondo Editorial del IEP con un conciso, aunque bastante enriquecedor repaso al denominado Oncenio de Leguía.
Entre 1919 y 1930 Augusto B. Leguía –en adelante, ABL—gobernó un país absolutamente complejo y cambiante. Por su extensión temporal, todos en el colegio hemos estudiado al denominado Oncenio de Leguía. Sin embargo, como bien lo remarca Drinot en la entrevista que compartimos a continuación, resulta importante para comprender el desempeño del líder de la ‘Patria Nueva’ aquel primer periodo gubernamental que tuvo entre los años 1908 y 1912.
Ya en inicios del convulso siglo XX peruano las cosas iban transformándose. Pasamos de Piérola a Candamo y finalmente a Pardo (en el intermedio hubo otros dos presidentes) hasta que un 24 de septiembre de 1908 un ambicioso político lambayecano se instalaría en Palacio. Para Drinot, doctor en Historia Moderna por la Universidad de Oxford, muchas de las lecciones que ABL se llevó de esa primera administración le sirvieron para replantear su manejo desde 1919 en adelante.
Como los libros mencionados en el primer párrafo de esta nota, “Los años de Leguía” (IEP, 2024) resalta por su orden, claridad y buen manejo de fuentes. El autor va más allá del simple recuento de hechos y los combina con cuadros de texto, piezas periodísticas y hasta caricaturas. Así pues, estamos ante una manera inmejorable de conocer con mayor profundidad no solo al personaje, sino al contexto que lo rodea, el cual no justifica sus acciones, pero sí permite ver con claridad cómo era ese Perú que caminaba rumbo a la modernidad luego de épocas dramáticamente aciagas.
–Publicaste hace no mucho tiempo un libro sobre José Carlos Mariátegui («José Carlos Mariátegui o el «cojito genial»», Editorial Planeta), quien no fue ajeno al paso de Augusto B. Leguía por la vida pública nacional. ¿En qué momento se cruzan ambas trayectorias?
En varios momentos. Tal vez el más conocido fue después de la subida al poder de Leguía, cuando este más o menos le dice a Mariátegui (JCM) “te vas del país o te meto a la cárcel”. Y eso fue porque José Carlos, desde la prensa contestataria, donde comienza a participar a fines de la década del 10, se volvió en un crítico muy fuerte del gobierno de ABL, a pesar de haberlo apoyado hasta cierto punto antes de los comicios. Ese primer encuentro tiene como resultado ‘positivo’ para JCM el haber sido desterrado a Europa, donde tiene toda esta experiencia muy rica de compenetrarse con lo que viene ocurriendo en la posguerra. Se encuentra con las corrientes marxistas, de las que ya sabía algo, pero su aproximación estando allá es completamente distinta. Y, como sabemos, vuelve de allí a desarrollar una labor intelectual y política sumamente importante.
–Sin embargo, hay otro vínculo más bien familiar…
Es cierto. La mujer de Leguía, que muere al comienzo de su Gobierno, se llamaba Julia Swayne y Mariátegui. Ahí hay un vínculo familiar. Como sabemos, JCM no era parte del lado ‘patricio’ o rico de los Mariátegui, pero tenía esos vínculos por el nombre, y algunos estudiosos sugieren que ello explica en parte por qué, una vez que volvió de Europa, por lo menos hasta el año 27, este pudo actuar sin mayor represión, porque tanto el ministro Foción Mariátegui como el prefecto de Lima, José Mariátegui, tenían un vínculo de parentesco, a través de la esposa de ABL. Así que hay algo de eso, pero ya más adelante, en la década del 20, se dan varios episodios muy conocidos de represión del Gobierno hacia JCM. La clausura de la imprenta donde se publicaba Amauta, y luego en el 29 la Policía entró a casa de José Carlos y saca documentos. Así que me parece muy interesante el vínculo, porque por un lado hay una relación cercana, casi de familia, y por el otro, una relación política más tensa.
–En tu libro adjuntas un par de artículos en los que Mariátegui cuestiona el gobierno de Leguía. ¿Sirven estas piezas para medir cómo era José Carlos como ‘analista político’ entonces? ¿Lo ves agudo, pero mesurado, o más bien con ganas de incendiar la pradera?
Un poco de ambas cosas. JCM era un intelectual comprometido y a la vez político. El texto que recojo en el libro, que salió publicado en La Razón el 3/8/1919 es uno temprano, aunque sumamente crítico. Y que creo yo demuestra una visión muy acertada de lo que se viene. Porque, claro, en la historiografía sobre ABL se dice que hay dos periodos, uno inicial más democrático, abierto, donde hay intentos por parte del régimen de establecer vínculos con los sectores populares, medios, y que todo eso cambia a raíz de la represión en 1923, en el contexto del Sagrado Corazón de Jesús y la resistencia estudiantil y obrera a esa medida, que está muy vinculada al intento de ABL de reelegirse en el año 24. Entonces, se habla de un primer periodo algo más abierto, más democrático, y lo que dice JCM en dicho texto es que no, que el mismo tipo de régimen vertical, autoritario, corrupto, con la misma gente de siempre, se está estableciendo en el Perú cuando justamente hubo un apoyo popular masivo hacia ABL porque se suponía que este iba a ponerle fin a ese tipo de política, tan vinculada con el civilismo.

–Aunque tu libro se enfoca en el Oncenio, resulta inevitable preguntarte si hay más semejanzas que diferencias entre el periodo estudiado y su primera gestión entre 1908 y 1912. ¿Por qué tu estudio no es entonces ‘los 15 años de Leguía en el poder’? ¿Son acaso etapas muy distintas?
En el libro sí trato un poco el primer Gobierno, pero es verdad que me enfoco más en el Oncenio propiamente. Esa fue la idea del editor del IEP que me propuso escribir este libro. No obstante, no se puede entender el Oncenio sin esa primera gestión de ABL. Es la experiencia en esa etapa y los conflictos que surgen allí, entre él y el Partido Civil, lo que lo lleva a asumir una serie de posiciones muy hostiles hacia ellos en su segundo gobierno. De hecho, en gran parte de ese tiempo su objetivo era desarmar al civilismo, más como fuerza política que otra cosa. Como fuerza económica y como personajes de importancia en el Perú no tanto, aunque algunos terminan presos y son deportados o demás. Pero hay muy claramente un intento por desarmar esa oposición civilista, primero con el establecimiento de un nuevo Congreso, también con la creación de una nueva Constitución. Y, aunque no resulta ser muy importante en el fondo, la creación de un partido propio: el Partido Democrático Reformista. Entonces, todo eso no se entiende sin referencia a la experiencia de Leguía en su primer Gobierno, cuando él intenta hacer una serie de cosas, pero no consigue superar la oposición de buena parte del civilismo en el Congreso. Eso explica, en parte, este re equilibrio en el Oncenio entre el Legislativo y el Ejecutivo, dándole más poder al segundo y reduciendo a casi a una mínima expresión el primero. Y tal vez eso nos dice algo sobre lo que viene pasando en Perú en los últimos años. Tenemos exactamente lo contrario: un Congreso sumamente poderoso.
–Cuando comparas a Velasco con Leguía señalas que el primero logró un nivel mayor de recordación que el segundo. ¿Podríamos ensayar esa explicación para hablar de partidos, por ejemplo, del Civilista, del cual hoy no queda nada? Nadie toma sus banderas…
Bueno, en parte porque finalmente era un partido oligárquico, de las élites económicas –y muchos historiadores han mostrado eso– con un discurso medio republicano, y con cierta incorporación de sectores, no de las clases bajas, sino del artesanado, etc. Había un intento de ese partido de crear cierta representación, aunque no extensa ni masiva en un primer momento. Sin embargo, en la segunda versión, tras la guerra civil aparece un partido mucho más excluyente, que representa más claramente los intereses de las élites económicas, y que, si bien en un primer momento se suponía que iba a operar como parte de un pacto electoral con el Partido Demócrata de Piérola, termina hegemonizando el poder hasta que cae con ABL y en un periodo de interregno por el Gobierno de Billinghurst. Pienso que esa forma de hacer política muere con Leguía, y más en los años 30 con el desarrollo de partidos políticos de masa como el APRA y la Unión Revolucionaria que ya necesitan tanto de la izquierda como de la derecha apelar a un electorado masivo, a participación popular, lo que el Partido Civil no se planteó mayormente pues su poder venía de otro lado. Y eso es lo que Leguía buscó aprovechar, tratando de establecer esos vínculos con un sector mesocrático y popular amplio en 1918-1919. Y es interesante cómo, algo forzado por esa circunstancia, el candidato civilista Aspíllaga desarrolla un discurso medio populista en ese momento, aunque finalmente no convence a nadie. Pienso que el momento político cambió y el civilista no era un partido que podía sobrevivir a esos cambios fuertes de los años 20 y sobre todo de los 30, en medio de la Gran Depresión, las corrientes políticas trasnacionales, el comunismo, el fascismo, reordenan digamos el universo político y ahí el Partido Civil no tiene por dónde operar.
–El libro te deja la idea la idea de Leguía como un personaje que permanentemente busca fingir o impostar acercamientos. Se hace llamar Wiracocha, se acerca a los sindicatos, a los estudiantes, aunque luego termina muy distanciado de ambos sectores. ¿Crees que esta característica que te menciono define muy bien a ABL?
Sí, o sea, hay algo de eso. No sé si la palabra correcta es populista esta vez, pero hay algo de apelar a sectores en los que busca legitimarse. Con los sectores mesocráticos, con los obreros hasta cierto punto, se vuelve como el ‘patrón’ de los artesanos, y también con el campesinado indígena, con esta representación que mencionas de Wiracocha. Y lo que algunos historiadores han llamado ‘indigenismo oficial’. Luego la creación de ciertas instituciones, como el patronato de la raza indígena. En un primer momento brinda cierto apoyo al comité pro derecho indígena, a congresos. Entonces, sí, en la medida en que no tenía un partido propiamente y el que se inventa son sus ayayeros en gran parte, busca crear esos vínculos con sectores de la población. Y es interesante: los gobiernos autoritarios por más de que lo sean, y a veces en caso de dictaduras, hay un intento de legitimación con el pueblo. No buscan solo gobernar por el poder y la coerción. Hay un intento de conseguir consentimiento, de hegemonizarse –en el lenguaje de Gramsci—y eso se ve muy claramente con Leguía también. Ahora, también es cierto que es algo bastante performativo, no pasa de lo simbólico. Y en la práctica queda poco de eso. Así que no es que haya una memoria fuerte en estos sectores, un ‘leguiísmo popular’ enraizado, como quizás sí lo hay hasta cierto punto con Velasco. Con Leguía es mucho menos, pero, claro, y lo digo en el libro, el factor aquí es el tiempo. Pasó hace más de un siglo. Con Velasco hay un tiempo transcurrido menor y persiste una memoria viva de dicho gobierno en algunos sectores de la sociedad peruana.
–El libro intercala narración con cuadros textuales, pero también con piezas periodísticas, y fundamentalmente con caricaturas. Evidentemente, ABL era un tipo que perseguía a sus rivales, pero de pronto despertaba y veía en el diario una caricatura suya hablándole a sus ‘cuatro gatos’ correligionarios de su partido. ¿Qué tan libre era la caricatura política en ese entonces?
Es un buen punto. Un gobierno autoritario, con una red de soplones, casi como el comienzo de la policía política en Perú, con la reforma que se hace de la Guardia Civil. Se crea un cuerpo de inteligencia que tiene como papel perseguir a los enemigos políticos del Gobierno. Así que por un lado hay un aparato represor muy evidente que se pone en marcha, pero al mismo tiempo hay cierta libertad de prensa, sin exagerar tampoco. El mismo Mariátegui puede publicar Amauta y Labor con interrupciones, pero sí salen. Y sus publicaciones son dos de muchas que circulan. En cierto modo los años 20 son como un periodo de efervescencia periodística no solo en Lima, sino también en provincias, porque uno empieza a ver publicaciones en Cusco, Arequipa, etc. Entonces, hay en ese contexto cierta libertad. Y las caricaturas que yo tomo para el libro –fundamentalmente de Mundial y de Variedades—en varios casos, pues sí, son bastante críticas del régimen. Se burlan de él. Una que no incluí representa a ABL como una mujer que está dando la leche a sus hijos. Son imágenes que provocan. Me parece que ahí hay un estudio por hacer mucho más detallado del que yo realicé sobre ese tema: la prensa y la tolerancia a la crítica que esta ejercitaba. Porque, finalmente, revistas como Mundial o Variedades, fuera del espacio de la caricatura, donde hay esta idea de que en lo cómico se permiten cosas que no se permitirían en otros géneros. Porque, claro, en los editoriales de Variedades, que escribía Clemente Palma, la crítica, cuando la hay, está medio escondida y, en general, más bien es todo lo contrario: hay loas al régimen. El resto de la revista está enfocada en otras cosas. Y lo interesante para mí como historiador es que todo esto se convierte en una fuente muy rica, porque estas caricaturas muchas veces mezclan –como si se tratase de cómics—caricaturas y textos. Y entre ambos elementos hay dos niveles de enunciación que permiten leer algo que uno no encuentra solo en textos o solo en fotos. Es un género bastante útil para el historiador.

–En la página 182 mencionas el libro de Lewis Taylor sobre la masacre de Benel en Cajamarca. Y, sobre el desenlace de ese hecho, destacas que el Perú de poderes locales da paso a la consolidación de un Estado central. ¿Fue clave ese momento en la historia republicana?
Diría que sí, en el sentido de que hasta los veinte la capacidad de saber lo que está pasando y la capacidad de actuar directamente con el monopolio de la violencia están lo suficientemente desarrolladas. Se están comenzando a desarrollar, y uno ve, sobre todo en el Gobierno de Piérola, que hay una serie de reformas importantes que apuntan a ello. Y en las primeras décadas del veinte, sobre todo con José Pardo, hay un esfuerzo en dicha línea. En el libro menciono cómo el Estado comienza a hacer una serie de cosas que le permiten ser más firme. Por ejemplo, asegurar las fronteras. Pactar con los países vecinos, resolver conflictos y demarcar. Se contratan a geógrafos y científicos para trazar fronteras, no definitivamente tal vez, pero eso sí se puede considerar un primer intento por delimitar el territorio. Ahora, al mismo tiempo hay toda una serie de espacios donde el Estado tiene una presencia muy limitada, y donde su poder está en conflicto con otros poderes. Un ejemplo muy claro es el de la Amazonía, con los barones del caucho, que actuaban casi con autonomía frente al Estado, y por la porosidad de la frontera podían pasarse a Brasil o a Colombia con mucha facilidad. Pero también en otros lugares como Cajamarca, donde tenías este bandidaje, que en el fondo es una expresión de cómo las élites locales resolvían sus conflictos de maneras muchas veces violenta, aunque no siempre. Y, de hecho, en la novela “El camarada Jorge y el dragón” de Rafael Dumett él cuenta toda esta historia basándose en el trabajo de Lewis Taylor y otros. Entonces, con la consolidación del Estado, la creación de nuevas instituciones, el fortalecimiento del Ejército, que también es sujeto a una reforma importante a comienzo del siglo XX, pues el Estado puede ejercer el poder sobre su territorio y comenzar a desafiar a esas autonomías políticas locales, tanto por parte de élites como por parte de grupos subalternos, desde indígenas sublevados en el sur, hasta obreros en huelga en el centro, en fin. Ves un Estado que puede ejercer el poder desde el Ejecutivo de una manera mucho más clara que anteriormente.
Pero también hay otro factor importante, y es el desarrollo de infraestructura. Comienzan a construirse más caminos. Con la introducción del motor a combustión es más fácil llegar de un lugar a otro. Antes dependías de los caballos. Y ya para los años veinte los aviones comienzan a surcar los cielos peruanos. Así que el Estado puede llegar a sitios más rápida y eficientemente en mayor medida. Luego están los correos, el telégrafo, es decir, comienza a aparecer un estado al que podríamos reconocer como moderno, por todas estas capacidades. Y, efectivamente, en los veinte, durante el gobierno de Leguía, es cuando eso se ve quizás de manera más clara, pero –como digo—es todo parte de un proceso que viene de atrás, y al que Leguía añade, pero también creo que acelera.
–Contabilizas seis constituciones entre 1821 y 1860. ¿Cuán clave era ese documento en ese momento histórico para hacerse del poder y para eliminar contrapesos? ¿Era más clave de lo que es hoy?
Es difícil saber eso. Por ejemplo, la Constitución del 20, que es la que introduce Leguía, tiene una serie de cambios sobre el peso relativo del Ejecutivo frente al Congreso. Se cambian los términos de los congresistas, del presidente, y algo muy importante que menciono en el libro: se introducen toda una serie de reformas en el ámbito social. Volviendo a lo del Estado, en la Constitución aparece como un ente que arbitra en la sociedad, que resuelve los problemas por encima de entes privados o entes corporativos no estatales, como por ejemplo la Iglesia. Entonces, creo que eso es importante, no tanto porque al darse la Constitución eso ocurre, sino porque legitima un proceso que ya viene dándose de antes, lo establece como una parte fundamental de lo que es el país, pero también, y esto no está tan presente en este libro, pero lo he trabajado en estudios previos, crea un contexto en el que tanto trabajadores como campesinos indígenas pueden ir al Estado y decir ‘miren, acá el Estado reconoce a la comunidad indígena, y acá tenemos documentos que dicen que esta comunidad existe desde antes de la Colonia’. Así que en ese sentido la Constitución es importante, porque se convierte, por un lado, en una manera de legitimar cierta visión de Estado y de Nación, hasta cierto punto, pero también da herramientas para que –desde abajo—se hagan reclamos al mismo Estado. Reclamos que muchas veces no son satisfechos, de hecho, muchas veces no lo son, pero a partir del momento en que existe ese documento, puede ser utilizado de esa manera.

–Hemos hablado sobre la política interna, pero olvidamos lo exterior. La firma del Tratado de Lima se dio en el 29, último tramo de Leguía en el poder. ¿Cómo ha juzgado la historia esto?
En el momento que se dio fue algo muy criticado, porque la visión era que se había cedido algo. Sin embargo, en la práctica, es muy difícil imaginar un contexto en el que el Perú entonces podía recuperar todo lo perdido en la guerra. El objetivo de Leguía era doble: por un lado, usar el conflicto limítrofe con Chile como un tema presente en la política doméstica para así distraer los otros problemas. Yo cito a algunas personas diciendo que ‘mantener vivo el conflicto le servía políticamente’. Por otro lado, ABL también pensaba que resolver el conflicto y llegar a un tratado definitivo le servía para marcar un punto en la historia. Hay, pues, dos fuerzas en tensión. Manipular y operacionalizar el conflicto como una medida de control político doméstico y, por otro lado, presentarse al mundo como el gigante del pacífico que ha resuelto esa cuestión. Y fue algo que, tanto Sánchez Cerro en el golpe de 1930 como otros gobiernos después, utilizaron para criticar a Leguía como alguien que había vendido al país, pero, como te dije al comienzo de esta respuesta, resulta difícil imaginar otro escenario, más positivo desde el status quo previo a 1879, no sé, recuperando los territorios perdidos en la guerra.
–Es un clásico pedir a los historiadores que comparen gobernantes del ayer con otros más recientes. En tu libro dejas claro que Leguía tuvo ciertas similitudes con algunos nombres conocidos. Pero también características muy propias.
Bueno, la comparación obvia es Alberto Fujimori, tanto por la extensión del gobierno que abarca una década, por el autoritarismo que comparten, por el hecho que ambos crean una nueva Constitución a su medida. Ahí hay ciertos paralelos, pero también diferencias. Leguía era parte de un momento histórico en el que el Estado era algo que se buscaba ensanchar, mientras que Fujimori, desde el neoliberalismo, quería lo contrario: reducir el papel del Estado y dar más espacio a la acción del sector privado. En la práctica uno puede discutir si efectivamente ocurrió eso o no. Pero esa visión ideológica del papel del Estado es muy distinta en ambos casos. Luego, volviendo a lo que los une, fue el tema de la corrupción. Alfonso W. Quiroz estudió muy bien eso en su libro “Historia de la corrupción en el Perú”, donde muestra cómo ambos gobiernos desarrollaron prácticas de corrupción sumamente impactantes en la sociedad peruana.
–Para finalizar vamos a saltar al inicio de tu libro. Hablas de la Gripe española en los veintes, con 60 mil muertos aproximadamente, frente a la pandemia del Coronavirus, que mató a un millón de peruanos. Más allá de que quizás se compraron más camas y respiradores artificiales, el saldo luce negativo si hablamos del sistema de Salud y el rol del Estado. ¿Identificas una lección aprendida entre suceso y suceso?
Algo se aprende, pero muchas cosas se olvidan. La historia, finalmente, es parte memoria y parte amnesia. Y me parece muy interesante el hecho de que no hay un recuerdo de la gripe española en el país. En “Historia de la República” Jorge Basadre ni la menciona. Y él escribía de manera contemporánea. Una pandemia global que tuvo un impacto muy fuerte, que no fue poca cosa a nivel global, casi no dejó huella. ¿Por qué ese olvido? Eso quizás nos invita a pensar cómo se va a recordar la pandemia del COVID-19 de acá a algunos años. Quizás también ese olvido tiene cierta función. Los pueblos deciden olvidar ciertas cosas en ocasiones por razones obvias. El precio de eso es que no siempre se aprenden las lecciones. Por otro lado, yo te diría que algunas lecciones sí se aprendieron en los veinte. Ves el desarrollo de cierta capacidad sanitaria en el país que no existía antes. En particular con el trabajo del ministro de salud Sebastián Lorente, así que te diría que algunos efectos buenos sí tuvo esa situación. Pero, como pasa siempre, no se toman todas las lecciones. Algunas sí, otras no.