Jorge Eslava: “No solo me interesa la eficacia de un libro, sino su nivel de honestidad”

Veintitrés años han pasado desde la aparición de “Navajas en el paladar”, un libro que significó para su autor, el profesor y escritor Jorge Eslava, un verdadero “cataclismo espiritual”.

Se trata de un texto híbrido que, mezclando elementos periodísticos con piezas narrativas, refleja historias de jóvenes que –por diversas circunstancias—terminaron convertidos en pirañitas y recluidos en el oscuro corazón de la Lima de mediados de los noventa.

Esta experiencia le significó a Jorge Eslava no solo problemas de salud y distancias familiares, sino además la posibilidad de inmiscuirse en realidades duras, quizás sin solución aparente, pero que cimentaron ese prestigio de gran maestro que hoy ostenta.

La reedición de “Navajas en el paladar” ha sido publicada por Alfaguara y está a la venta en las principales librerías de Lima. Aquí nuestra charla con su autor.

-Me llamó la atención la cantidad de blogs y páginas web dedicadas a “Navajas en el paladar”. Es una especie de ‘libro de culto’ escolar…

Me sorprende lo que me dices. Incluso escuchándote con atención me resulta difícil aceptarlo por el simple hecho de cómo empezó esta aventura dramática. Llegué a una ONG para realizar un trabajo de carácter sociológico, un registro de los chicos que mal vivían en esa zona ubicada entre el Parque Universitario y la Plaza San Martín. Debía hacer un registro de cuántos chicos vivían y cómo lo hacían. Poco a poco fui enterándome de una realidad durísima y penosa. Al cabo de tres meses entregué el resultado: cintas grabadas con entrevistas a 98 chicos y un informe.

-El trabajo pudo haber concluido ahí, pero no…

En ese tiempo a aquellos chicos se les llamaba despectivamente ‘pirañitas’ y aparecían en los diarios solo mostrados bajo un aspecto sórdido y violento. Yo los conocí de cerca, sabía sus temas íntimos (quiénes eran sus padres o porqué habían dejado sus casas). Poco a poco empecé a darme cuenta que eran hijos de la violencia presentada en el país, y casi todos de origen provinciano, viviendo en condiciones infrahumanas. Teniendo ese conocimiento sentí que sería un desperdicio no aprovecharlo mejor. Ahí solicité a la ONG que auspicie un trabajo de investigación para convertir la información en un libro.

-¿Cómo tomaron la propuesta?

Recuerdo que el director me dijo: ¿qué tipo de libro harás? No sabía si hacer uno de testimonios, cuentos o tal vez uno periodístico. Al final terminó siendo un libro múltiple, con varias entradas. Y podría decirte que surgió de muchos impulsos. Probablemente en esta efervescencia de ánimos y dolores que me causaba el libro las cicatrices aparecieron de muchas formas: monólogos líricos, capítulos con autonomía propia de un cuento, y algo de impronta periodística también. Así se dio un ensamblaje algo tosco.

-Es también un libro lleno de voces muy diversas…

Sí, un libro muy coral, con muchos personajes en el que era algo difícil discernir quiénes eran los protagonistas más allá de la propia voz que narraba. Era realmente un híbrido. Y lo escribí además en un periodo muy corto, bajo un estado febril. Recuerdo que luego de la convivencia con los chicos me encerré casi tres meses a escribirlo. Salía a la calle solo para hacer deporte y para mostrarles (a los chicos) los capítulos que iba avanzando. Me parecía importante conocer su reacción.

-Era como validar su trabajo.

Sí. Siempre me ha interesado no solo el grado de eficacia que tiene un libro sino su nivel de honestidad. El texto tuvo una primera edición, que me pareció una consecuencia lógica del trabajo, pero yo creí que no iría más allá. Luego de un par de años vino la propuesta de Santo Oficio, una editorial icónica de los noventa para una segunda edición. Tiempo después vendría Santillana con la tercera, lo cual sí fue una sorpresa, porque yo –que ya había empezado a escribir literatura infantil– jamás me hubiera imaginado que la propia editorial me propusiera publicarlo e inscribirlo en el Plan Lector, por los temas, por la aspereza de su lenguaje. Pensé que este libro tendría prohibida su entrada a colegios, pero no, fue una propuesta acertada de Mercedes González. Y hoy, muchos años después, me pareció oportuna una reedición. Penguin Random House aceptó y yo estoy muy agradecido con ello.

-¿Cómo retratar la historia de estos chicos sin caer en el sensacionalismo? ¿Cómo no caer en el morbo o en la cochinada al hablar de ellos?

En el libro hay temas de violencia y sordidez pero tratados con respeto y dignidad. Creo que el acercamiento que tuve con los chicos fue sincero. La experiencia de ir a verlos y leerles los avances, de atender sus observaciones, era también una forma de ecualizar y que el lenguaje o algún interés subalterno pudieran ganar la verosimilitud y la dureza de las acciones. Tenía que mantenerlo ecualizado en ese nivel de ‘suciedad’ y evitar una inmundicia gratuita.

-Hay un riesgo de caer en ello, evidentemente…

Exacto. Al escribir intento siempre ser muy cuidadoso con el lenguaje porque si este se desborda es como darle un empujón al lector y llevarlo a un terreno que no deseo: el de la conmiseración fácil, la victimización o la conmoción innecesaria. Es necesario que el lector se mantenga en una zona vigilante de crítica, porque si tú simplemente lo estás arrinconando en el terreno de la sensibilidad o del sensacionalismo, entonces pierde esa distancia que le permite ser crítico con lo que lee. Me interesaba que este libro sea una llamada de atención sobre la vida de estos chicos y de muchos otros que probablemente ya no integran estas pandillas de pirañitas pero que sigan teniendo problemas de violencia familiar, pobreza extrema, en fin.

-El testamento del Profesor Misterio, que aparece en la parte final del libro y fue escrito en 1995, dice “la alameda pobretona que está entre el Sheraton y Palacio…”. ¿Cómo era la Lima del momento en el que usted tuvo contacto con esos chicos? Era una ciudad que salía de la violencia…

Perdona que te corrija pero no creo que salía. Ese era un país que vivía los estertores de la violencia. Aún era un país y una ciudad agonizante. Lima era el infierno. En ciertas horas del día era muy difícil salir ileso de la Plaza San Martín. El índice de turismo descendió a bajísimos niveles. La ciudad parecía desguarnecida y tomada por los ambulantes. Y algunas calles parecían abandonadas. Por ejemplo, en el Paseo de los Héroes Navales los balaustres de mármol estaban derruidos y las esculturas no estaban completas. Todo era muy sucio. Había los fotógrafos ambulantes. Era una ciudad francamente decadente y pobre. Y yo caminaba pensando si había o no formas de salvar la ciudad. Parecía imposible. Recuerdo que en ese tiempo quería comprarme un departamento en el centro de Lima, una especie de oficina, y hallé uno entre el Sheraton y Palacio de Justicia. Lo iba a comprar en el peor momento de la ciudad, pero el día que iba a firmar el contrato Alberto Andrade anunció su candidatura a la alcaldía. Y se paralizó la venta. Porque la gente empezó a ver una luz al final del túnel. Así que finalmente no lo compré. Hoy te diría que hasta es grato ir al centro de Lima.

-¿Perdió totalmente contacto con los chicos que aparecen en este libro?

Sí. Para la presentación de la primera edición fueron casi todos los muchachos. Para la segunda y la tercera, algunos menos. Luego ya me ganaron otras preocupaciones y hoy no sé nada más de ellos. Incluso a raíz de esta nueva edición traté de ponerme en contacto con la señora Lucy Borja, quien conducía el Grupo Generación, pero me fue imposible ubicarla.

-¿Hasta qué punto es posible reinsertar a un chico en la sociedad? Si uno mata a alguien o viola a una niña no merece salir de la cárcel nunca, ¿pero qué pasa si uno roba un celular?

Esa es una pregunta que le corresponde más a un psicólogo. La gran desazón que me dejó conocer a estos chicos es que, en una sociedad hostil, tan violenta y poco amable como la de Lima, yo veo muy difícil (la reinserción). Hay una carga genética en ellos, luego hay un entorno nocivo muy tóxico que les impide salir. Además tienen una autoestima pobrísima. Y la cárcel es más una escuela de delincuencia que otra cosa. Efectivamente como dices, un acto delictivo leve te puede conducir a la cárcel para que adquieras una maestría en delincuencia. En el caso de estos chicos lo veo poco probable, sin embargo, todo esto me hace afirmar –en mi condición de educador—que lo único que podría permitir que el chico emerja de situaciones tan desfavorables es que esté bien educado. Y pareciera que el Estado no se termina de comprometer con el tema de la educación. Una de calidad y gratuita, que incluya una excelente capacitación a los docentes. He cumplido el año pasado cuatro décadas como profesor y no me desilusiono de la docencia. No me he desencantado, que es algo que ocurre mucho con los profesores. Sigo hablando con mucho entusiasmo y esperanza sobre la educación, aunque pasan las décadas y no noto muchos cambios. Puede venir un ministro muy locuaz y persuasivo a hablarme de cifras, pero yo que tengo contacto continuo con profesores veo un espíritu desencantado de los profesores. Los maestros no tienen la autoestima ni la convicción de lo importante que es su papel. Son ellos el agente cultural por excelencia. Pero se precisa dinero para formarse: comprar libros, ir al cine, visitar el teatro. Necesitas un ‘estado de Bienestar’ que los profesores no disponen.

-Usted calificó la experiencia con estos chicos como un “cataclismo espiritual”. ¿Cómo le afectó en la interna (con su familia) estar en medio de dos realidades tan distintas por un largo periodo de tiempo?

Mi esposa me narra algunas experiencias de esa época y me sigue sorprendiendo. Me metí tan temerariamente a esa situación que me despreocupé de la familia. Solía venir a dormir a las 3 de la mañana y al día siguiente a las 11 a.m. ya estaba en Lima. También tuve estragos físicos: piojos, ácaros, problemas estomacales. Fue un trabajo que me castigó mucho en el alma y en el cuerpo y que me separó de mi familia un tiempo. Yo no era muy consciente de eso y hoy me aterra pensar en dónde estuve metido. Tal vez si me hubieran propuesto ese reto en otras circunstancias no lo hubiera aceptado. Fue el tipo de compromiso en el que uno pone en juego su pellejo. No sé, hay cosas íntimas que he vivido con mi esposa en aquella época. Fueron meses duros e irresponsables en el sentido familiar.

-¿Existía la noción de felicidad para los chicos que conoció en ese entonces?

Creo que la alegría o la felicidad cuando no encuentran un contenedor son una experiencia centelleante o instantánea. Si entendemos la felicidad como un chisporroteo en el que hay algo que los emociona o les produce placer, sí (lo eran). Pero si la pensamos como algo contenido, que te permite una reserva para vivir, pues no.

-Quizás esa última es la felicidad que nosotros buscamos…

Desde luego. Nosotros queremos un contenido de la felicidad, que ese estado se prolongue y que nos permita diseñar una vida, construir un hogar, tener una profesión o escribir un libro. Pero si buscamos simplemente una causa-efecto instantáneo, a la larga termina siendo casi una filosofía tóxica, porque estás detrás de una sombra que se desvanece y que te deja finalmente triste.

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