Telenovelas, películas e inclusive libros impregnaron en la memoria de muchos la idea de los esclavos afrodescendientes como simples negros trabajando a lomo pelado en haciendas de la costa peruana o, en el otro extremo, como sumisos sirvientes de las clases acomodadas durante la Colonia.
Sin embargo, en más de una ciudad del Perú se dieron historias bastante particulares que van radicalmente en contra de esa premisa. Y es que, así como hubo sacrificios físicos y abusos contra esclavos, otro grupo de estos apeló con éxito a la negociación, al involucramiento y a la adaptación en entornos complejos. Esto no necesariamente garantizaba un pase a la libertad, pero muchas veces sí significó una forma de asegurar un futuro mejor para los hijos.
He intentado resumir en dos párrafos “Sobreviviendo a la esclavitud. Negociación y honor en las prácticas cotidianas de los africanos y afrodescendientes. Lima, 1750-1820”, libro que la historiadora Maribel Arrelucea Barrantes (Lima, 1971) acaba de publicar bajo el sello del Instituto de Estudios Peruanos.
Se trata de un estudio bastante cuestionador hacia las visiones que aún se mantienen en torno a la población esclava que habitó Lima hasta antes de la Independencia del Perú. Si bien es un texto académico, lo diáfano de su redacción permite una comprensión para el público en general.
Aquí la entrevista con Maribel Arrelucea Barrantes sobre su obra, ya a la venta en las principales librerías de Lima y en la sede principal del IEP.
-¿A qué se refiere cuando en su libro menciona que existe cierta tendencia a ‘relativizar el sistema esclavista’?
Es que tenemos la idea predominante de que los esclavos estaban en haciendas o plantaciones, desnudos, bajo el látigo permanente. Buena parte de esa imagen nos viene de las telenovelas, y también porque un área de la historiografía peruana dirigió su mirada hacia este tipo de esclavitud. Y mi idea fue ir observando otros contextos en Lima, porque es muy distinto hablar de la esclavitud en la capital que en Zaña o en Chincha. De la misma forma, es diferente ver la situación de un esclavo en una hacienda común que en una jesuita.
-¿Esta idea de que la esclavitud era mayoritaria en la costa y mucho menor en la sierra es cierta?
Si miramos números, podríamos decir que sí, pero lo importante no es solo ver cifras sino también el impacto cultural, social y la capacidad que tienen los afros de contactarse con otros sectores. Yo empiezo hablando del censo de 1791 y tradicionalmente hemos visto afros ‘solo en la costa’, además de que está muy presente esta imagen racista de que ‘los negros no pueden sobrevivir en la altura’, algo que desmienten las cifras. Sí hubo afros en la sierra, en la altura, y en todas partes. Entonces, más allá de la importancia que puedan tener los números y las cantidades, también es importante ver qué tipo de relaciones sociales entablaron los afros y qué aportaron en las culturas locales.
-Me mencionó las haciendas jesuitas. ¿Cómo fue el papel de la iglesia en esta especie de ‘asignación de jerarquías’ específicamente durante este periodo histórico?
Es una muy buena pregunta porque circulan muchos mitos sobre la historia de la esclavitud y de los afros en el Perú. Se decía que los esclavos ‘no tenían alma’ y eran arrojados a una acequia. ¿Y eso tiene base real? Sí, en los comienzos (se dieron) las guerras de conquista, y había que asentar el mundo colonial. Ahí la iglesia cumplió un papel fundamental. Quien más ha trabajado ese tema es el francés Jean Pierre Tardieu. Él tal vez tiene la investigación más completa sobre el impacto de la iglesia en las relaciones esclavistas. Los esclavos sí tenían alma, eran bautizados, y la iglesia defendía que estos reciban todos los sacramentos, que tengan una vida religiosa, que participen en las procesiones y misas o que tengan cofradías. Una parte de la historiografía ha visto esto como una simple imposición del poder, pero también hay que ver el otro lado, el cómo los afrodescendientes usaron estos espacios para defender lo que consideraban importante. Por ejemplo: participar en cofradías no era solo para ser un buen siervo y pertenecer al sistema, sino también para ganarse un espacio y a través de estas manifestaciones desarrollar lo propio, y entablar relaciones claves para sobrevivir en este mundo. Entonces, hay tanto la imposición desde arriba como la negociación desde abajo.
-¿Las denominaciones tipo ‘negro-pardo’ se daban dentro de los mismos afrodescendientes o alguien más se las asignaba?
El mundo colonial es muy rico en denominaciones étnicas que vienen de arriba para abajo, por ejemplo, desde el inicio de la conquista ya tienes que español con indígena es mestizo. Pero en el siglo XVIII ocurre una especie de explosión de denominaciones, aunque también hay muchas críticas. Y es que la gente que estaba abajo encontraba la forma de ir ‘subiendo’ poco a poco. Entonces, un esclavo que es bozal, recién llegado de África, podía casarse con una mulata, posibilitándole así tener un hijo con una denominación ‘superior’. Esto hoy suena sin sentido, claro está. Actualmente vivimos en una sociedad basada en la igualdad pero en el mundo colonial las denominaciones eran de primera importancia, como ‘ir subiendo escalones’.
-Hay también en su libro menciones a injurias y ofensas de todo tipo entre los esclavos. ¿Cuándo el ente encargado de juzgar esto determinaba si la acusación tenía o no sustento?
Dependía de quién hacía la demanda. En todos los casos que yo investigué de esclavos y esclavas nadie va directamente diciendo ‘han mancillado mi honor’. Era como en la actualidad: sabes que existe la ley y averiguas cómo utilizarla. En las quejas de los esclavos puedes encontrar cosas como ‘a mi vecina fulana de tal’, es decir, siempre buscando apelar a un antecedente. Los esclavos no suelen usar el término honor pero yo sí lo hago por una razón: las palabras no necesariamente conducen a una realidad. Nosotros ahora entendemos algo por honor, pero en ese tiempo una mujer esclavizada, negra y de sector popular no podía reclamarlo si es que era violada. Sin embargo, tienes a una doncella llamada Juana Gorrochátegui (15) que va al tribunal para quejarse y, sin decir que es un daño contra su honor, señala que la castigaron levantándole las faldas y mostrando sus partes íntimas. Entonces, se utiliza otro lenguaje pero apuntando hacia lo mismo. Juana usa la palabra sevicia, o sea, el exceso de castigo. No sé si finalmente consiguió ser vendida a otro propietario pero al menos sentó un precedente.
-¿Qué tendría que estar mal para que alguien crea que su libro suaviza los abusos cometidos contra los esclavos en nuestro país?
Creo que un mal lector de mi libro diría que esto es una defensa de la esclavitud. El problema es que concebimos el tema de manera monolítica. Intento hacer notar que la esclavitud tuvo muchos matices. Va a depender de la época, región, lugar, tipo de propietario, etc. No podemos juzgar esto como algo cerrado, sino más bien ir aceptando las diferencias.
-Queda claro eso cuando en su libro dice “la esclavitud no fue algo homogéneo”…
Claro, no estamos hablando de un grupo homogéneo de personas. Es más, dentro de los esclavos se tratan de manera diferente porque algunos se sienten superiores. Por ejemplo, algunos se sentían muy por encima del resto por ser esclavos de aristócratas. Incluso alguien que dejó de ser esclavo porque pagaron por su libertad mira por encima a quien lo sigue siendo.
-Hablando ya de género, ¿cuán fuertes eran los estigmas sobre las mujeres afrodescendientes?
Las mujeres tenían que cargar con el estigma de ser mujeres, negras y esclavas. Y en los tres coincide algo: un objeto, un cuerpo. Para todas las mujeres estar en el espacio público es ya de por sí ser vulnerables, a que las toquen o a que abusen de ellas. Como si estuvieran ‘disponibles’. Las mujeres con dinero tienen la suerte de tener alguien que las proteja, sin embargo, una mujer de sector popular no. Entonces, el espacio público las convertía en ‘objetos al alcance de la mano’. Y eso es algo que, lamentablemente, persiste hasta hoy: ¿por qué a las mujeres que estamos en la calle nos tienen que mirar, tocar o decir piropos? Y si la mujer es negra, peor todavía. Esta última es vista como si fuese sensual, libertina, siempre disponible. Y al ser esclavizada, peor aún, porque es vista como una mercancía que se compra y, luego de la transacción, los propietarios tienen derecho a ‘usarla’.
-Algo muy de las películas y telenovelas…
Así es. Pero también en los archivos encuentras otro tipo de situaciones, por ejemplo, las esclavas seduciendo al amo y que terminan teniendo una buena vida y asegurándoles un mejor futuro a sus hijos.
-¿Quiénes eran los esclavos que usted denomina ‘infames’?
Le puse infames por una razón. Cuando analizo la protesta me interesa ver más allá de la violencia, es decir, la clásica imagen del esclavo que rompe con todo, mata al amo, dirige un palenque o se va de cimarrón. Todos suspiramos con ellos y queremos encontrar ‘héroes’ así, sin embargo, resulta que los archivos más bien están repletos de otro tipo de gente. Así como hay esclavos dentro del sistema y que negocian cuestiones fundamentales (comida, atención médica o visitar a su familia), también hay otros que rompen algunas normas y se convierten en delincuentes o infames, por ejemplo, un ladrón. Uno esperaría encontrar siempre la solidaridad de su grupo, es decir, que todos los esclavos se unan y apoyen o protejan al cimarrón o al esclavo fugado, pero lo cierto es que encuentras de todo. Y es que si, por ejemplo, un esclavo de hacienda recibe una ración de comida y de pronto viene un palenquero y se la ‘roba’, entonces se convierte en su enemigo. No hay lazos de solidaridad ahí. Ese es el otro lado que me interesó ver en mi libro.
-Si bien su libro tiene documentos oficiales como fuentes, también hay testimonios de los turistas que llegaban a Lima. Teniendo en cuenta el contexto de los países de dónde provenían, ¿cuál es la idea del Perú que se llevaban?
Es que la mayoría de viajeros que llegaban al Perú venían de plantaciones en lugares como Brasil, Cuba o México. Entonces venían a nuestro país y decían ‘¿qué es esto? Aquí no hay esclavitud’. Es que ya vieron el modelo más terrible de la esclavitud, que es el de las plantaciones, y que lamentablemente tenemos aquí como imagen. Entonces, al llegar a Lima y ver hombres y mujeres paseando de un lado a otro, fumando en la calle, tomando en una pulpería o jugando a los dados, piensan ‘esto no es esclavitud’. Pero hay que tener en cuenta que es la percepción de un viajero (alguien que viene de afuera) y que probablemente no entiende muy bien las reglas. Porque tú puedes ver a un esclavo fumando o tomando, sin hacer nada (bueno) aparentemente, pero en realidad ignoras si quizás está ‘haciendo tiempo’ porque le toca trabajar por horas. De otro lado, algunos viajeros sí se interesaron por entrar a las casas, fueron a los barrios y trataron de entender un poco más la realidad. Yo cito en el libro a varios. Uno de ellos visitó una cofradía y su testimonio difiere rotundamente de lo que dice El Mercurio peruano. Ese fue un periódico ilustrado que más bien trata de ‘ordenar’ las cosas, que es además contrario a la servidumbre. También (este diario) critica la participación de los esclavos en las procesiones o actos públicos, sin embargo, tú encuentras otra cosa muy distinta en lo anotado por un viajero de apellido Stevenson. Por eso es importante cruzar diferentes fuentes.
-¿Le gustaría que su libro sea visto como un aporte a la historia de los sectores populares?
Sí. No hay que aislar a los esclavos. Cuando tú aíslas un colectivo histórico existe el peligro de pensar que todas sus experiencias son únicas y luego llevarlas hasta el extremo para terminar por victimizarlo. En cambio, los esclavos estuvieron inmersos en los sectores populares, compartiendo espacios, cultura y experiencias comunes. Y cuando los observas más bien en interacción social es mucho mejor. Ahí es donde salen estas imágenes que escapan a la idea de ‘esclavo como desvalido o víctima’. Creo que esto último no hace bien porque reducimos por completo su experiencia histórica. Y es que al otro lado tenemos a esclavos que pelearon para estar vivos un día más y para darles mejores condiciones de vida a sus hijos.
-El periodo de tiempo que abarca el libro termina justo un año antes de la Independencia (1820). ¿Cambian mucho las cosas después de ese momento histórico?
Eso lo respondimos con mi esposo (Jesús Cosamalón) en un libro llamado “La presencia afrodescendiente en el Perú”. Lo mío es más del siglo XVIII. Me interesaba ver cómo la población esclavizada va tomando espacios cada vez más importantes de la sociedad, pero no para romper con esta sino más bien para acomodarse. Y eso no significa que no sean rebeldes o que no hayan ejercido algún tipo de resistencia. Negociar y acomodarse sí es un tipo de resistencia. Si ellos no hubieran hecho eso, hoy en día muchos de nosotros no existiríamos.
-¿Cómo vincular este libro al Perú de la actualidad?
Empecé a investigar desde muy joven, leía cada caso y lo anotaba, pero no tenía un plan de trabajo hasta que sucedió el caso La Cantuta. La historia de Mamá Angélica (quien murió el año pasado), una mujer quechuablante y pobre que buscaba justicia; y la de Gisella Ortiz pidiendo lo mismo por su hermano desaparecido, defendiéndolo del estigma de ‘terrorista’ por ser estudiante de universidad pública. Eso me tocó el alma. Yo también soy de universidad pública (San Marcos). No te diría que sufrí un montón porque lo que se vivió en Ayacucho y otras partes de la sierra fue terrible. Cuando leí los testimonios de gente que no encontraba a sus hijos o hermanos para enterrarlos me remitió a un documento de una señora Pascuala cuyo hijo fue asesinado en una hacienda. Y ella no se quejó de eso, sino de que lo enterraron fuera de contexto: sin un cura, con una frazada sucia. A mí eso me impactó. Escuchando a Gisela y a Mamá Angélica, me di cuenta que en la actualidad el ‘terruqueo’ es deshumanizador. Entonces, leer experiencias del pasado sobre esclavitud, deshumanización, acerca de la lucha por ser humanos cada día, es también una forma de entender las luchas del presente, de gente que aún busca los huesos de sus familiares, que fueron ninguneados, convertidos en cosas, como la esclavitud, que intentó convertir en cosas a las gente.