Mientras afina los últimos detalles para la próxima publicación de sus memorias, el crítico Julio Ortega se dio un tiempo para visitar Lima durante la última FIL. Allí fue protagonista de un evento más que especial, el lanzamiento de la reedición de “Adiós, Ayacucho”.
Publicada originalmente en 1986 por Mosca Azul Editores, esta novela de Ortega contaba la historia de Alfonso Cánepa, un activista que viajó desde Ayacucho hasta Lima para exigir al gobierno central le devuelva sus huesos y así poder tener una correcta sepultura.
El libro logra trastocar la mente de sus lectores. Mensajes políticos y sociales intercalan con toques de humor negro y sátiras acerca de la realidad de un país que, tal como ocurría treinta y dos años atrás, parece incapaz de superar sus históricas desigualdades.
Esta reedición especial, publicada por el Fondo de Cultura Económica filial Perú, incluye tres ensayos a manera de comentarios a cargo de Karina Theurer, Diamela Eltit y otro conjuntamente escrito por Víctor Vich y Alexandra Hibbett.
En esta entrevista, Julio Ortega nos habla sobre el origen y las motivaciones iniciales de “Adiós, Ayacucho”, quizás el primer eslabón de una larga cadena de novelas y libros de cuentos sobre la violencia que marca la historia del Perú contemporáneo.
–El año pasado lo entrevisté a raíz de una antología de escritores mexicanos y ahora lanza esta reedición de “Adiós, Ayacucho”. ¿Qué proyecto viene después?
Acabo de terminar mis memorias con cinco décadas de vida literaria desde 1961, año en que entro a la Universidad Católica y conozco a Javier Heraud, Lucho Hernández, Antonio Cisneros, y posteriormente a Rodolfo Hinostroza, cuando este retornó de Cuba.
-¿Qué es lo primero que le viene a la cabeza sobre sus inicios en el mundo de la literatura?
En 1964 llegó Nicanor Parra a Lima y fui a escucharlo. Me impresionó muchísimo su poesía y sobre eso escribí una nota. De pronto me llegó una carta que decía: “he leído lo que ha escrito y me parece excelente. Sé que usted es muy joven pero me parece un descubridor”. ¿Quién lo firmaba? ¡José María Arguedas! Esa fue mi partida de nacimiento.
-José María se suicidó algunos años después…
Es cierto. Recibí la noticia mientras trabajaba afuera. Y esa noche soñé que había comprado la pistola con la cual Arguedas se mató. Fue una pesadilla increíble que me dejó pensando por qué tenía yo ese sentido de culpa ante su suicidio.
-Supongo que la carta de Arguedas estará en el libro de memorias.
Claro, las memorias llegan hasta la actualidad, y cuentan también mis encuentros con todos los escritores que he conocido: Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Juan Goytisolo, entre otros.
-Cuénteme su anécdota con Mario Vargas Llosa en Barcelona…
Yo vivía en Barcelona y él fue a cenar a mi casa. Recuerdo que me dijo: “¿A ti te gusta el cachascán? Es que hoy pelea ‘El Halcón Peruano’, ¿vamos a verlo?”. Entonces fuimos y nunca olvidaré que mientras levantaban por los aires a nuestro compatriota luchador volteé a ver a Mario y estaba completamente absorto, atrapado por el espectáculo. De pronto empezó a gritar “¡Arriba Perú!”. Yo no podía creerlo. Descubrí que Mario gozaba con el sufrimiento, tal como muchos de los escritores que comparten esa ‘perversidad’ deportiva. Así fue como en una pelea de cachascán descubrí que la percepción, representación y el debate del mal eran temas importantes en la obra de Vargas Llosa.
-Hablemos de “Adiós, Ayacucho”. ¿Cuán vigente es la novela 32 años después de su aparición?
Es más actual que nunca porque en varias partes se siguen dando abusos contra los derechos humanos, muertes sin explicación y, lamentablemente, el cuerpo mutilado, torturado, sea de hombre o mujer, se ha convertido en un emblema del denominado mundo post-moderno. Entonces la pregunta sería por qué la violencia domina el escenario de la vida cotidiana, de las relaciones humanas, y (propicia) la lógica punitiva de los estados. Por ejemplo, el odio hacia los migrantes que hay en el mundo se traduce en la muerte de muchísimos cruzando fronteras o nadando, y no tienen ninguna legalidad ni como vivos ni como muertos. Entonces, la desaparición del cuerpo es una tachadura que el mundo impone a la vida y por lo tanto tenemos que seguir protestando.
-¿Cómo reaccionó al ver aquella foto dentro de la revista “Quehacer” (publicada en 1984) en la que salía el cadáver que terminó dando origen a su novela?
Aún conservo esa revista. Se mostraba un cuerpo quemado y un grupo de mujeres indígenas rodeándolo. Obviamente, la imagen tiene una lectura política netamente. El cadáver quemado me llamó muchísimo la atención porque estaba reducido, no tenía algunas partes, era casi una caricatura grotesca y trágica. De inmediato sentí ganas de hacer hablar a ese hombre. Así que empecé a escribir y no paré hasta terminar (la novela).
-¿Por qué recurrir a la tragicomedia para contar una historia cuyo origen bien pudo ser violento?
Tenía que ser tragicómica porque esa es la forma de leer la violencia como absurdo. Como dice Beckett –a quien admiro mucho—“llorando para no reír”.
-Cada cierto tramo la novela suelta mensajes políticos. Cuestiona al Estado, al centralismo limeño, y más. ¿Fue esa siempre su intención?
Por supuesto. Es un texto político, de protesta. Evidentemente el Estado mata con impunidad, y después esto se vería notoriamente en la época de Fujimori, con los chicos (emerretistas) que los mataron brutalmente en la Embajada del Japón.
-¿Qué hacemos con aquellos que piensan que a los terroristas solo queda matarlos?
Es cierto, hay gente que piensa así, pero debemos protestar contra esa idea porque matar a un terrorista es darle la razón. Lo que corresponde es apresarlo, hacerle un juicio y demostrar que el sistema jurídico es lo que permite que la violencia no tenga sentido. Ni la suya ni la del Estado.
-“Adiós, Ayacucho” fue llevada al teatro casi inmediatamente. Fue como un paso natural…
La vi mucho después de su estreno. Fue en el Bronx, Nueva York. Me parece que era la segunda o tercera función. Los ‘yuyas’ [integrantes del Grupo Yuyachkani] me contaron que el primer día la sala fue tomada por Sendero Luminoso, se escuchaban vivas de su parte, y ellos estaban algo preocupados. En Estados Unidos sí hubo presencia senderista. Recuerdo que una vez llegaron a mi oficina a pedirme dinero, diciendo era para una ‘causa justa’, pero yo los eché a todos.
-No había leído la primera edición de su novela, sin embargo, teniendo en cuenta su época de publicación, parece ser el inicio de una serie de libros de ficción ambientados en la violencia. ¿Está correcto considerarla así?
La verdad es que no lo he pensado, pero sí hay un ciclo literario sobre la violencia en nuestro país.
-Algo muy particular de su novela es que, por más que algunos podrían considerarla ‘local’, llegó a traspasar fronteras y terminó siendo leída en varias partes del mundo.
Es cierto. Una chica alemana (Karina Theurer) se graduó de abogada en su país con una tesis sobre “Adiós, Ayacucho”. Me la mandó y le agradecí. Así que cuando se iba a lanzar esta reedición yo le propuse que escoja diez páginas de su texto en donde se resuma su argumento central. La tradujo un chico argentino y quedó bastante bien, como si hubiera sido escrito en castellano.
-¿Realmente la novela fue una respuesta al informe de Uchuraccay?
Sí, porque este informe le daba la razón al Estado, era un discurso estatista para controlar la violencia, lo cual es un error tremendo. Pero “Adiós, Ayacucho” también toca las tradiciones ‘afectivas’ sobre la muerte en el mundo andino. Esta idea de que la muerte violenta hace que el espíritu de la víctima haga un peregrinaje como en “La Divina Comedia” de Dante, que recorre el infierno. Entonces el muerto no acaba nunca de morir. ¿Por qué? Porque su deceso no tiene explicación, es como una corrosión que fractura el edificio de la lengua. Entonces, el lenguaje no sirve más para reproducir la violencia de lo real. Por eso –a través del humor negro y la sátira política—yo tomé distancia del hecho en sí.
-Eso se nota cuando el protagonista, Alfonso Cánepa, habla sobre su propia muerte…
Claro, hay una serie de filtros que crean distintas distancias. Y aparece el Perú con el narcotráfico, la guerrilla, la desigualdad, todo como una comedia negra o trágica.
-¿Por qué en lo simbólico es fundamental que el personaje principal tenga su cuerpo completo?
Porque ese es un principio de vida. La única ‘vida’ que hay en la muerte es la unidad del cuerpo. Si está desmembrado por la violencia política pues es un cuerpo que no acaba de morir, está deshumanizado como muerto. La literatura ha tocado mucho eso, en libros de Rulfo y quizás también en obras de Arguedas.
-“Adiós, Ayacucho”, fue escenificada en una de las audiencias de la Comisión de la Verdad, un ente que –tal como pasó con el informe de Uchuraccay– tampoco genera consenso. ¿Por qué cree pasa esto?
La CVR tenía que hacer un informe que propusiera una mediación entre el Estado y la sociedad. Pienso que, más que la novela misma, los ‘yuyas’ traen (en su escenificación) el discurso de las víctimas.
-En la contratapa de esta reedición han puesto: “de la ceremonia fúnebre y la farsa jocosa, esperpéntica, de la que nos hace partícipes, responsables”. ¿Al final terminamos siendo responsables de situaciones como estas?
Claro. La víctima no puede ser responsable de su victimización. Esta última viene de afuera, como una violencia. Mira, creo que lo más importante que me pasó luego de escribir esta novela fue leer en el informe final de la CVR el testimonio de Alfonso Cánepa. ¡El hombre real! Su historia es fascinante y tiene que ver con que él trabajaba con los campesinos en Quinua, el pueblo de Arguedas en “Agua”. Entonces, la Quinua que para José María era un espacio paradisiaco, de su infancia y propio de su relación creativa con la naturaleza, termina siendo subvertida, convertida en un infierno.
-Tenemos un candidato a alcalde que está procesado por el crimen de un periodista. Al expresidente Humala se le involucró en otro caso de DD.HH. (Madre Mía). Lo mismo con Fujimori, sentenciado por delitos de lesa humanidad. ¿Cree que la violencia continuará marcando el devenir del Perú?
Esto tiene que terminar, y la única manera es ejerciendo la ley contra los que violaron los derechos humanos, condenándolos jurídicamente a prisión, para que así paguen su culpa. Si no hay culpa pagada, no hay paz, y la herida seguirá estando abierta.