Óscar Martínez: «La impunidad y la ignorancia son las grandes características de las sociedades violentas»

Desde que se realizó esta entrevista, algunas semanas atrás, no han cesado las novedades en torno a El Salvador y su presidente, el controvertido Nayib Bukele. El mismo lunes, el mandatario millennial –en su intento por contener la ola de violencia desatada por las pandillas en su país—amenazaba abiertamente con dejar de darle comida a los pandilleros presos si los crímenes afuera no cesaban.  La medida, por supuesto, buscaba tener un efecto populista en un país que se desangra con cifras alarmantes de asesinatos a plena luz del día.

Solo el sábado 26 de marzo se registraron 62 crímenes en 24 horas, registro récord en su historia, y que le significó la atención de las principales agencias noticiosas del mundo. Pero revisando algo más a profundidad este tema veremos que uno de los actores involucrados en este espiral violento es no solo el multitudinario grupo de pandilleros salvadoreños (MS-13 a la cabeza), sino también el presidente que hoy buscaría ponerlos a raya.

En agosto del año pasado, El Faro reveló que el gobierno de Nayib Bukele negoció con las tres principales pandillas de El Salvador, propiciando –según lo calificó El País de España– un “histórico desplome” de las ejecuciones violentas en dicha nación centroamericana. Tan osado acuerdo secreto fue solo uno de los grandes destapes periodísticos que este premiado portal de investigación ha tenido en los últimos años.

Detrás de esta y otras grandes revelaciones hay un equipo de valientes reporteros y cronistas que, arriesgando su propia integridad, remecen cada cierto tiempo los cimientos de un régimen que no ha cesado en desnudar sus carencias democráticas ante la pasividad de una opinión pública que hasta hoy le es mayoritariamente favorable.

Una de las cabezas de esta cuadrilla de periodistas es Óscar Martínez (San Salvador, 1983), jefe de redacción del citado periódico, quien con motivo de “Los muertos y el periodista” (Anagrama, 2021), su más reciente libro, conversa con nosotros sobre las dificultades de ejercer este oficio en una nación tan violenta, pero también se anima a reflexionar sobre cómo han cambiado sus motivaciones vocacionales a través de los años.

Martínez publicó en agosto de 2018 “El niño de Hollywood” junto a su hermano Juan José. Tres años después de esa potente crónica sobre el sicario Miguel Ángel Tobar, ahora lanza un libro inclasificable y absolutamente personal. En “Los muertos y el periodista” se mezclan géneros estudiados en la facultad de periodismo, pero practicados en la calle, trepado sobre un tren con migrantes o hablando a solas con un peligroso pandillero de la MS-13. Una inmejorable forma de conocer algo más sobre la trayectoria de un hombre convencido de que solo el mejor periodismo puede cambiar las cosas.

-Por ratos tu libro es un monólogo bastante duro y crítico sobre nuestro oficio. ¿Con qué idea te gustaría que se queden los lectores de “Los muertos y el periodista”?

Una idea que es muy parecida a una condena. Lo que pasa es que, escrito de una forma tan concienzuda como la que se hace en un libro (y ahora la voy a pronunciar, no creas que estoy rehuyendo de pronunciarla literalmente), pero es una condena que hemos acostumbrado, que ya nos parece natural, pero para mí el mensaje del libro es muy claro: a estos fondos del mundo hemos conminado a decenas de miles de personas que viven alrededor nuestro. En El Salvador sí, pero también en Perú, Honduras, Guatemala, etc. Es decir, la realidad que describo podría ocurrir en todos los países que he cubierto. No es este un libro esperanzador, nunca pretendí que lo sea, luego uno con muchas respuestas o soluciones. Pero sí es un texto que demuestra eso, y para describir de la mejor manera posible a qué fondo habíamos conminado a estos personajes, principalmente a los tres muchachos que son asesinados, pero a tantos más que aparecen en las micro historias del libro, que se hilvanan alrededor de la (historia) principal, yo creo que era necesario que yo apareciera como un espejo de rebote, dudando, no entendiendo, enojándome, sintiéndome satisfecho a veces con cuestiones que terminaban siempre en una historia con final feliz. Esa es la tónica del libro, pero si me toca responder tu pregunta: quisiera que el lector se quedara con la desdicha, con la rabia, con la incomodidad de entender a profundidad cómo hemos enviado al fondo del abismo a decenas de miles de personas.

-Eres uno de los pocos periodistas que alcanzaron premios desde muy jóvenes. ¿Empezaste en el periodismo por los mismos motivos por los que persistes hoy, o estos fueron cambiando?

Han ido cambiando, claro. Mi generación entera y yo empezamos muy jóvenes. En la post-guerra salvadoreña (la Guerra acaba en 1992) había una necesidad de lavarle la cara al periodismo nacional. Si bien vinieron grandes corresponsales como Jon Lee Anderson, Raymond Bonner, Alma Guillermoprieto, Susan Meiselas, Paco Goldman incluso, los periódicos durante la guerra eran muy corruptos. Y después de este periodo, en una muy imperfecta democracia y muy en construcción paz, los periódicos necesitaban sangre nueva, gente que entendiera de mecanismos diferentes para aproximarse a los lectores y a la realidad, y metieron a un montón de muchachos como yo en aquel momento a las redacciones a ver qué hacían, qué lograban. Siempre tuve el romanticismo instalado de querer cambiar cosas, de que el periodismo sirva como una herramienta para cambiar el mundo. Pero debo decir que con el paso del tiempo muchas cosas han cambiado. En primer lugar, la ingenuidad con la que veía esto. Es decir, en algún momento ese deseo ulterior de que con letras puedes cambiar el mundo se expresaba de una forma muy egocéntrica, publicando en revistas internacionales, metiendo enormes crónicas en sitios que nunca iba a leer un potencial migrante, o que nunca iban a recalar siquiera en países como el que estamos hablando. Entonces, en algún momento ni siquiera era parte de esa idea romántica de cómo diablos voy a hacer para que este pensamiento llegue a quien tiene que llegar. Y, en segundo lugar, con el paso del tiempo me fui dando cuenta de que escribir era lanzar un grito en medio de un barranco. Quizás, solo quizás, el eco va a recalar en la cabeza de alguien, de algún organismo, de alguna institución, y algo cambie. Sobre todo, en sociedades tan cínicas y acostumbradas a la violencia y la muerte. Mira en México nada más: cuatro periodistas asesinados en enero. Es muy difícil gritar bajo esa premisa. Pero sí me quedó claro, y esto fue años después del proceso de maduración de esta idea, recuerdo la brillante respuesta de Martín Caparrós cuando lo trajimos a El Salvador. Él decía ‘tengo la forma para no meter un gol, y es no entrar al campo’. Ahí me quedó claro que el periodismo puede cambiar cosas, claro, que sí, y hay ejemplos icónicos como el caso Watergate, La Casa Blanca de Peña Nieto, la Masacre de El Mozote en El Salvador, pero este debe ser un periodismo de enorme calidad para que tenga la oportunidad de entrar al campo y meter un gol. Porque si entras al campo con un tobillo lastimado, con un ojo dañado, lo que vas a lograr es que te agarren a patadas, pero echar un gol nunca. Entonces, me sigo aferrando – y espero no llegar a los 50 años diciendo ‘mando todo al carajo’—a la idea de que el periodismo sí cambia cosas.

– ¿Crees que el contexto y las circunstancias influyen en nuestro presente? ¿Podemos imaginar a un Óscar Martínez nacido en Suiza con las mismas posibilidades de desarrollar su talento como pudiste hacerlo naciendo en un país tan caótico y violento como El Salvador?

Sin duda alguna, de hecho, el contexto me ha construido en las partes más básicas. Nosotros somos piezas del lego de nuestra temporalidad. Y cada bloque que se agrega es un hecho, un familiar, un evento, un error o una virtud. Pero eso es en términos generales. En lo puntual, claro que se lamenta una región como esta. En la región donde yo vivo, y lo digo, aunque esto me acarree un profundo desprecio de parte de un sector de la sociedad, pero yo creo que hablar fingido no sirve de nada: en un país como El Salvador y en una región como Centroamérica la intelectualidad está despreciada. Nuestros mejores baluartes intelectuales, como Horacio Castellanos Moya, tienen que largarse del país para vivir de escribir. En El Salvador prima más que tú insultes en las redes sociales, que tengas un medio que se dedica a difamar personas, a que escribas un artículo concienzudo y largo en el que invertiste seis años para explicar a un sicario de la MS-13 y cómo lo produjimos. Aquí un libro como “El niño de Hollywood” te trae más desprecio que cualquier tipo de aúpas. No existen librerías dedicadas a traer libros de afuera de una forma concienzuda. Lo que puedes encontrar en la vitrina son libros de superación para tirar para arriba, como si fueran semillas. Tal vez tengas suerte y encuentres algunos clásicos como Saramago, pero existen muchos más autores después suyo. Esta es una región donde la industria cultural se confunde con la del espectáculo, y muchos de los que se consideran periodistas de cultura te sacan la nota de la mujer que se llega en minifalda a conducir un programa matinal, como de repente entrevistan a un escritor al que nunca en su vida han leído. El desprecio por el oficio intelectual en una región que es meramente de supervivencia y donde las clases políticas son usualmente unos burros que jalan la carreta, es algo muy complicado. Pero creo que, a pesar de esto, El Faro y la generación a la que pertenezco se han abierto espacios. Y no tengo ninguna duda de que si un periodismo como el de El Faro se hubiera realizado en un país con una ciudadanía y una sociedad mejor educada o menos abandonada, tendríamos a tres presidentes depuestos. Y la gente tendría un nivel de vida mucho mejor que el tenemos ahora mismo. Porque lo que sufrimos es acoso ahora mismo, de parte de un presidente, sobre el que hemos demostrado que su Estado ha invertido millones de dólares en espiarnos durante los últimos 17 meses. Ahora, si la pregunta la hago retórica: ¿esta región podría ser más amable o menos hostil hacia nosotros? Carajo que podría serlo.

– ¿Cuál consideras que es el sitio que tiene El Salvador en el contexto continental? Porque, por ejemplo, a Perú llega muy pocas informaciones sobre tu país. Sí sobre las maras, sí sobre Bukele, pero muy poco de otras cosas.

El Salvador tiene el papel de un país muy ignorado al que se le presta atención cuando ocurren flashazos que al mundo le parecen interesantes, como que su presidente se haga una selfie en el discurso ante Naciones Unidas. Pero no es algo solo de mi país. El sur tiende a no ver el sur. Nosotros somos sur de Estados Unidos. México nunca ha volteado a ver a Centroamérica para hacer política migratoria o de seguridad, a pesar de que el 90% de coca que viene desde tu región pasa por la mía y por México. Pero eso nunca lo hemos hablado con México, sino con Estados Unidos. Hay un polo de atracción y una cultura tan diferente, con unos poderes tan distintos, que ha sido parte de moldearnos como una región donde no nos volteamos a ver. En Centroamérica te garantizo que la gente va a haber leído más las traducciones de escritores anglosajones, que los libros originales de puño y letra de autores peruanos, venezolanos, chilenos o argentinos. Yo creo que esta es una forma en la que nos construimos. Pero hay grandes intentos. Yo por naturaleza soy muy pesimista, sin embargo, hay ejemplos como la Fundación Gabo que ha hecho un gran trabajo para que el sur se dignifique periodísticamente. Y ahora todos nos conocemos. Y desde aquí le mando un gran abrazo a personas como Joseph Zárate, Gabriela Wiener o Marco Avilés, a quienes conozco, he leído y con quienes he desayunado en Medellín, Cartagena o Monterrey. Entonces, sí hay intentos, pero se mantienen las brechas.

Aunque el texto parte del asesinato de tres fuentes de Martínez, en el camino se abre y toca diversas micro historias que nos interpelan sobre el oficio periodístico, más aún en países tan violentos como El Salvador.

-Dentro de las varias sensaciones que me deja tu libro, la principal tal vez es la de impunidad permanente. Pero para la impunidad no se requiere solo de un presidente, sino de varias instituciones débiles. ¿Cuál están las demás instituciones en El Salvador?

La impunidad en El Salvador es un monumento histórico. Yo soy de un país donde ni siquiera se ha resuelto el asesinato del Monseñor Romero, el único santo salvadoreño. No se ha resuelto su homicidio desde 1980. La mayor masacre de la que tengamos recuerdo en el continente en los tiempos modernos, la Masacre de El Mozote, se ha judicializado, pero no tiene sentencia. La impunidad y la ignorancia son las dos enormes características que componen una sociedad violenta. Porque la impunidad es un mensaje: ‘puedes hacer esto’. Y la ignorancia, porque es la única forma de que el mensaje de la impunidad cale completamente. ¿De qué somos ignorantes en El Salvador? De la paz. No conocemos la paz, nunca la hemos vivido. No sabemos de procesos de reconciliación, de procesos de encuentro y diálogo sostenido. Mira, cuando existe impunidad hay un mensaje tan poderoso como ‘este muerto es más importante que tu muerto’. Y en la ignorancia ese mensaje cala. Estas sociedades se van construyendo como sociedades pétreas en las que estos mensajes resultan incontrovertibles.

-En una parte del libro narras un contacto con un pandillero flaco y desgarbado al cual, sin duda, tú podrías vencer en una lucha cuerpo a cuerpo. Entonces, sientes ganas de golpearlo, pero quien te llevó a él te recuerda que, si le pegas, el problema no es con él sino con toda su pandilla. ¿Te han invadido muchas veces estas sensaciones de querer desfogarte con gente a la que trataste durante tu trabajo?

El Sombra le llamaban a ese muchacho, y lo vi en un bar del centro, frente al Parque Libertad. Claro que sí, yo nunca he ocultado ni pretendo ocultar en este libro que muchas veces he vivido este oficio con rabia, como cuando casi hago llorar a un diputado mexicano. Ya no tenía mucho sentido la entrevista, simplemente yo tenía muchas ganas de joderlo porque parecía que lo que él estaba hablando era una estupidez. Y luego entendí que esa era una postura muy inmadura de mi parte como periodista. O también cuando viajando en el Tren sentí rabia de todo aquello que pasaba arriba. Sí, no tengo ninguna duda, la rabia ha sido una compañera constante. Pero, ahora, la rabia si bien ha sido un problema y defecto, también ha funcionado como un motor. Hay lugares a los que he entrado como periodista por pura rabia, porque me parecía insólito y me sentía como un energúmeno siguiendo las reglas impuestas por los Zetas en México, diciéndome ‘no puedes ir a tal lugar’. Mira, yo tenía ganas de ir, de contar eso, siento que es mi vocación, y era la rabia la que le ganaba al miedo. A veces, la carrera te va modificando las cosas, y poder hacer una estrategia con los sentimientos primarios es parte de la carrera. Y eso fue ocurriendo con el tiempo. Muchas veces usé el escudo de la rabia. Ten en cuenta que, en este libro, a través de diferentes historias y la columna vertebral del asesinato de estas tres fuentes mías, yo cuento 13 años de carrera exclusivamente cubriendo violencia. En 13 año puedes cometer un montón de aciertos y, sobre todo, un montón de cagadas.

-En el libro mencionas a varios de tus referentes. Desde Ryszard Kapuściński, pasando por Alma Guillermoprieto, Carlos Dada o el propio Gabriel García Márquez. Me interesa saber cómo llegaste a ellos, pero fundamentalmente de qué forma los ves hoy. Porque en “Los muertos y el periodista” los cuestionas más de una vez…

Tal vez a muchos en otros países estos referentes les parecen clásicos, pero en mi país era muy difícil algo similar. Mis profesores de universidad no sabían sobre muchos de estos autores. Las carreras de periodismo han sido nefastas en esta región del mundo. En muchas ocasiones parecen más de márketing, y les enseñan a los jóvenes a diseñar comunicados de prensa en lugar de cuestionar el poder. Ahora, yo encontré muchos referentes porque hubo una generación mayor que la mía dirigida por el más ilustre de ella que es Carlos Dada, que tenía un acervo, una librería y una biblioteca personal que nos compartía. Y cuando venía de México o de España nos traía un libro. Influyó, además, la Fundación Gabo. Seguí un taller en 2002 con Miguel Ángel Bastenier, uno de mis maestros, al que recuerdo por todo aquello que hizo por mi carrera, tiempo después recomendándome cuando yo andaba sin trabajo, intentando ser freelance allá por el 2005. La Fundación nos abrió todo un mundo de contactos, una red de gente a la que si, por ejemplo, llegabas a Brasil, tenías un colega y te venías con libros. Y esto nos empezó a demostrar desde jóvenes que era interesante lo que hacíamos, que tenía sentido que alguien nos escuche. Y nos subían a tarimas no con cualquiera, sino con Jon Lee Anderson o Alma Guillermoprieto. Y de repente esa gente por la que tú habías luchado para conseguir uno de sus libros estaba a tu lado mientras cien personas te escuchaban. Fue toda esa combinación de cosas, posibilidades y de circunstancias tan particulares las que hicieron que la mente nos explotara un poco más de lo que debía habernos explotado.

-Me has hablado de México y tú estuviste tres años cubriendo el tema de la migración a través de la frontera. Hemos visto ya muchos reportajes en televisión, leído crónicas y hasta novelas sobre la brutalidad de La Bestia. Si uno quisiera seguir esos pasos, ¿le quedan nuevos enfoques?

Nada de eso es un mapa pétreo. Yo quiero hacerlo de nuevo y el que quiere hacerlo que lo haga. Ya competiremos sanamente como periodistas. Aunque el mapa ha cambiado absolutamente. Esto es un río vivo, un río humano, una crisis humanitaria permanente en las últimas cuatro o cinco décadas que se mueve constantemente de sur a norte en un país cuyos niveles de corrupción son enormes y donde la diferencia y la frontera entre crimen organizado y Estado es tenue si es que existe. Con lo cual, ahí hay mucho que contar. Antes estaban los Zetas. Ahora está el Cartel Jalisco Nueva Generación, que se expande con mecanismos absolutamente nuevos. Antes no te encontrabas a ningún cubano, mucho menos a ningún venezolano. Ahora México está lleno de cubanos, venezolanos, haitianos y africanos. ¿Qué de nuevo hay para contar? Eso solo requiere ir, pararse y abrir los ojos. No hay que darle más vueltas. Yo conté un pedazo. Tomé la fotografía del momento. De ninguna manera creo que se haya agotado el tema. Yo estuve en un momento, ¿y ese momento habría que entenderlo para entender el actual? Claro, es un eslabón que no puede perderse. Pero al que quiera ir a la frontera a contar la migración solo puedo decirle que vaya.

-Cuentas en la página 207 de tu libro la sensación que te dejó haber publicado la bomba periodística de que el Gobierno de tu país negocia con la MS-13, pero a la semana la aprobación de Bukele bordeaba el 90%. ¿Te ha invadido muchas veces una sensación de frustración capaz de hacerte pensar en dejar tu oficio?

Dejarlo, no. La sensación de frustración sí, es más, la tengo ahora mismo. Acaban de aprobar una ley de espionaje en la Asamblea Legislativa controlada por Bukele cuando hace unas semanas demostramos que 22 personas de mi periódico estaban intervenidas por Pegasus. Durante 17 meses, en más de 260 eventos de intervención. Yo tenía 42 eventos en mi teléfono y hoy, en lugar de hacer una investigación y reaccionar ante la noticia, acaban de legalizar Pegasus. Así que claro (que la frustración) me invade todo el tiempo, pero hay que saber manejarla. Ahora, ¿por qué no dejo esto? Porque es lo único que sé hacer bien. No lo digo como un cliché. Creo que lo mejor que sé hacer es periodismo, y creo que bajo aquella metáfora de ‘si entras a la cancha para intentar meter un gol usando tus mejores habilidades’, pues estas son las mejores que tengo. En esta posición es donde mejor juego. En otras no tengo muchas habilidades. Entonces, me quedaré en la posición que sé, porque todavía tengo la voluntad y vocación de meter un gol. Creo que la frustración, sin embargo, ha sido una compañera constante. De hecho, en las carreras de periodismo más importante que enseñar la pirámide invertida sería que se enseñe a lidiar con la frustración.

-Se nos cuestiona a los periodistas por perder rápidamente la sensibilidad ni bien empezamos a ejercer el oficio. Como si nos diera igual que en un accidente de bus murieran cinco o 50 personas. En un país como El Salvador, donde, como tú lo has dicho, hay 64 mil pandilleros, ¿cuál es el nivel de sensibilidad que tiene ahí? ¿Esto último te obliga a tener mucho más cuidado con tu integridad y la de tu familia?

Definitivamente, yo y otras personas del periódico hemos tomado medidas de seguridad. Ahora mismo hay personas que tenemos una serie de protocolos para hablar y comunicarnos. Pero ya sabíamos que iba a ser así. No pretendíamos cubrir uno de los países más violentos y corruptos del continente y no tener repercusiones. Ahora, sobre la sensibilidad, pues esa me parece una palabra sin definición cuando la aplican al periodismo. ¿Qué es que alguien sea sensible? ¿Qué sufra cuando ve algo? ¿Que se sienta mal? A veces los periodistas que se sienten muy mal por lo que ven no pueden hacer un trabajo. Los periodistas que se echan a llorar cuando ven una escena jodida puede que no sepan hacer su trabajo. A mí no me importa si alguien es buena persona, me importa si es buen periodista. Lo que pasa es que yo sí creo que, si alguien es comprometido, responsable, metódico, si le gusta escuchar a los demás más que escucharse a sí mismo, creo que puede ser mejor periodista. Pero también debo decir que yo he conocido a unos imbéciles que hacen buen periodismo. Tipos con los que no me sentaría a tomar una copa jamás en mi vida, pero son grandes periodistas. Entonces, ¿qué es tener sensibilidad? Todos esos tópicos intento demostrar. Cuando dicen ‘los cínicos no sirven para este oficio’. Pues claro que hay que tener un nivel de cinismo para publicar algo que no le cambió la vida a una mujer que era pobre y te dio su testimonio, y luego continuar haciendo lo mismo. ¿No tiene eso una cuota de cinismo? Hay demasiados eslóganes no cuestionados en este oficio. El problema es que yo me di cuenta en algún momento que de verdad los integramos en nuestra vida y proceder. No es que solo los repitamos como loros, porque muchos se los creen.

– ¿Qué has respondido cuando acusan a El Faro de ser un medio anti policías?

Nuestro principio máximo es: El Faro cuestiona al poder mientras el poder se ejerce. Esto quiere decir varias cosas. ¿No me interesa el que tuvo el poder antes? Sí, pero menos que el que lo tiene hoy. Por eso es que en El Salvador siempre han dicho que El Faro es anti gobierno, porque cada gobierno que llega El Faro lo cuestiona, le encuentra corrupción o busca sus negociaciones con las pandillas. Pero eso responde a un principio editorial. Y eso pediría: busquen grietas en ese principio. Será muy difícil encontrarlas.

-Finalmente, aunque tu libro está clasificado en la serie Crónicas de Anagrama, ciertamente es mucho más que eso. Tiene de ensayo, pero también de diario, monólogo y hasta de análisis. ¿Podrías comparar “Los muertos y el periodista” con otro libro que has leído en el pasado?

Un colega peruano, Daniel Alarcón, dijo que este es un libro muy difícil de clasificar. Y creo que es cierto, porque es todo lo que dices. Cuando lo escribí no pensaba mucho en el género. Tenía clara la estructura, la columna vertebral, pero debo ser sincero: me gustaría responderte que sí, pero no porque estoy pensando en “Cómo escribir un periódico” de Miguel Ángel Bastenier, pero eso sí pretendía ser más un manual, un anecdotario amplio, y no creo que sea igual a mi libro. Estoy pensando también en “El periodista y el asesino” de Janet Malcolm, que evidentemente mi libro tiene un guiño a dicho título, aunque yo no estoy de acuerdo con muchas de las cosas que esa maravillosa pensadora escribió. Pero ese se parece, aunque no se basa en casos personales. Entonces, de momento mi respuesta es no (sabría con cuál compararlo), pero intentaré que esta respuesta cambie cuando me vuelvan a hacer esta misma pregunta.

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