Reconocido como uno de los historiadores más destacados e influyentes si de alcances sobre los siglos XIX y XX peruanos hablamos, Carlos Aguirre (Talara, 1958), ha publicado una serie de interesantes libros que abordan temáticas fundamentales para entender el Perú.
Uno de estos tópicos tiene que ver con la esclavitud, fenómeno que motivó su interés primero para la publicación de “Agentes de su propia libertad: los esclavos de Lima y la desintegración de la esclavitud, 1821-1854” en 1993 y luego de “Breve historia de la esclavitud en el Perú. Una herida que no deja de sangrar”.
Este último texto, publicado originalmente en 2005 por el Fondo Editorial del Congreso, encuentra un nuevo impulso diecisiete años después gracias a una edición conjunta bajo responsabilidad del Fondo Editorial de la Universidad Mayor de San Marcos y el Fondo Editorial del Jurado Nacional de Elecciones.
El volumen es un acercamiento a los orígenes de una práctica deleznable que nos permite delinear de forma sumamente precisa nuestra construcción como Nación. Con un lenguaje claro e historias fundamentalmente humanas, Aguirre evidencia cómo la esclavitud permeó todas las capas de nuestra sociedad. Así pues, desde el Virreinato hasta que Ramón Castilla decretó su abolición, esta práctica caló en las élites, pero también en gente de muy pocos recursos que veía en los esclavos una forma de hacer dinero sin que la ley ni la moral –como bien recalca el autor—le ponga trabas.
En esta entrevista, Carlos Aguirre –profesor de historia en la Universidad de Oregon, Estados Unidos—brinda algunos pormenores sobre esta interesante publicación, y además se anima a fundamentar su posición en torno a lo que él llama formas de “esclavitud moderna”, en la que el sueldo pasa a un segundo plano de análisis, pues lo fundamental resulta si las personas poseen “libertad para decidir su propio destino”.
Entre aquel joven historiador que egresó de la Villarreal y el reconocido académico que es hoy, evidentemente, ha pasado mucho tiempo. ¿Cómo ha ido mejorando en cuanto a la escritura y el armado de sus libros? ¿Privilegia hoy la narración por sobre los datos? ¿Cómo hace para conjugar esos dos y otros factores que hay al momento de escribir un libro como este?
La primera edición de «Breve historia de la esclavitud» salió en 2005 y era el segundo texto que yo escribía sobre la esclavitud. El primero salió a principios de los noventas (“Agentes de su propia libertad: los esclavos de Lima y la desintegración de la esclavitud, 1821-1854”). Es difícil para mí precisar cómo es que se desarrolla a la hora de escribir esa especie de tensión entre presentar información y preocuparse en el cómo se presenta. Quiero creer que siempre he intentado contar historias que pueden resultar interesantes. Y aquí debo dar crédito a mis lecturas, a mis maestros, a la gente de la cual aprendí, gente que escribía bien y contaba muy buenas historias. Puedo mencionar solo a uno, porque todos conocen mi conexión con él: Alberto Flores Galindo. Como estudiante yo aprendí mucho de él. Alberto tenía ese talento para narrar bien la historia. Creo que, por lo menos he hecho el intento. Y en este libro traté también de combinar información estadística, de tipo histórico, con anécdotas y datos que ayuden al lector a situarse en el ambiente del que estamos hablando.
Teniendo en cuenta la representación que, por ejemplo, Hollywood ha hecho de la esclavitud en la historia de Estados Unidos, ¿podría reconocerse particularidades en la práctica esclavista en Perú versus la presentada en otros países donde esto fue algo generalizado?
Claro, y no solo con Estados Unidos, sino también con sociedades latinoamericanas como Cuba o Brasil, países donde la esclavitud era una institución mucho más importante a nivel económico digamos, donde la sociedad funcionaba a base de la esclavitud y la economía esclavista. En el Perú, como digo en alguna parte del libro, no es que no fue importante, pero no lo fue tanto como en esos otros países. Igual hay que remitirse a una especie de diferenciación regional. Hay zonas, regiones, provincias, incluso comunidades, donde ciertamente la esclavitud era dominante, la institución que hacía posible que funcione la economía y moldeaba las relaciones sociales, pero a nivel de –por llamarlo de alguna manera—el Virreinato del Perú, o de lo que hoy llamamos territorio peruano, la esclavitud estuvo muy concentrada y de ahí que, comparada con otros países puede resultar de menor envergadura. Dicho esto, hay otras formas de comparar los sistemas esclavistas, y los historiadores han intentado hacerlo, a veces de una manera exageradamente macro, como si fueran sistemas enteros, completos, y decir ‘aquí se hacía esto y acá no’, cuando en realidad la comparación tiene que ser bastante más precisa en términos regionales y de qué es lo que estamos comparando: métodos de trabajo, alimentación de los esclavos, tratamiento, tamaño de las haciendas o plantaciones, modalidades de resistencia, etc. Es decir, la historia de la esclavitud es fascinante, pero los historiadores tenemos que entender que hay que saber definir qué es lo que se compara y eso permitirá llegar a conclusiones válidas, que no resulten demasiado abarcadoras y por lo tanto quizás equivocadas.
Usted menciona años. Entre 1854 que se abolió la esclavitud y 1528 que llegaron los esclavos negros al territorio, que luego sería el Virreinato, pasaron 326 años aproximadamente. ¿Antes de esta etapa qué era lo que había? Porque tampoco hablamos de un régimen laboral ‘formal’…
Bueno, la Conquista significó la imposición de una serie de estructuras de todo tipo, incluyendo las laborales. Se impuso una nueva religión, una nueva lengua, nuevas modalidades de intercambio, y los españoles hicieron un amplio uso de la mano de obra indígena. Lo mismo hicieron en otros territorios. En algunos, la urgencia por traer mano de obra esclava fue mayor, precisamente debido a la pérdida demográfica de las poblaciones nativas, como ocurrió en el Caribe. En Brasil, los colonizadores intentaron establecer mecanismos de reclutamiento forzados de poblaciones indígenas y no funcionó en la medida que ellos esperaban, y eso los obligó a recurrir a la importación de esclavos. No obstante, hay que recordar que la esclavitud ya existía desde bastante tiempo atrás, y por lo tanto no es que se pusieron a pensar ‘¿Y ahora qué hacemos?’ Ya existía como posibilidad y llegado el momento en el Perú los españoles empezaron a traer esclavos para cumplir una serie de funciones para las cuales la población nativa no alcanzaba o no estaba suficientemente preparada, o ellos consideraban que necesitaban otro tipo de mano de obra. Y entonces los esclavos fueron traídos, primero como ayudantes en las campañas de conquista militar, y luego también como ayudantes, sirvientes en las casas, al servicio de los conquistadores. Y luego, ya una vez que se empezó a establecer un sistema de producción en haciendas, se consideró necesario traer mano de obra que pudiera ser sometida a un régimen laboral estricto, duro y, por lo tanto, se empezaron a importar esclavos de África. A lo largo del tiempo, como ocurrió en otras sociedades, hubo una preocupación por la reproducción de la mano de obra esclava, es decir, ya no solamente se dependía de la importación, sino que se procuraba criar los esclavos propios para que el sistema se continúe alimentando. Entonces, había este dilema entre comprar o criar. Hay un artículo de hace muchos años escrito por Magnus Morner sobre este asunto: ¿Comprar o criar? Y la decisión era básicamente económica: qué resulta más barato y eficiente. Y había una serie de condicionantes, no solo el costo, sino también el entrenamiento de esa mano de obra y las expectativas que había sobre su conducta. Se pensaba que si se traía esclavos de África estos no estaban suficientemente ‘entrenados’ para trabajar en condiciones muy duras y además aceptando obedientemente las órdenes. A diferencia de los esclavos ya nacidos en el territorio americano, llamados criollos, y considerados más dóciles y relativamente más fáciles de controlar. Estos son generalmente estereotipos, pero algo hay de cierto en esta diferencia entre esclavos africanos o bozales, como se les llamaba, y los nacidos acá.
Cuando se habla de castigos y abusos contra los esclavos uno piensa: ¿Quién los defiende? Y uno voltea y dice: ¡La Iglesia! Pero usted coloca en su libro varios ejemplos, y tal vez el más llamativo es el de la Compañía de Jesús, como la institución que más esclavos llegó a tener en un momento. Evidentemente el contexto es otro, pero, ¿cómo puede entenderse el papel de esta institución religiosa teniendo tantos esclavos bajo su propiedad?
La Iglesia es una institución como lo puede resultar cualquier otra. Es, hasta cierto punto complicado, a ratos puede resultar anacrónico, juzgar la conducta de hace 200, 300 o 400 años con los valores de hoy, pero eso no significa que no se le puede cuestionar. Pongo otro ejemplo: la Inquisición. Hoy diríamos que cómo era posible que la Iglesia en nombre del amor y de los valores cristianos quemara gente. Es horrible y es algo que debemos censurar, pero al mismo tiempo hay que tratar de entenderlo en el contexto en el que se dio. Lo que pasa es que en aquella época la esclavitud era aceptada casi como una condición natural de ciertas gentes que se atribuían el derecho de tener propiedad sobre otras, y la condición de estas otras personas, en este caso de origen africano, que, por su procedencia regional, étnico, racial, pues tenían que someterse a estos mecanismos de control y explotación. Y por supuesto los intereses mercantiles de los grupos dominantes en las metrópolis, que vieron en esta práctica una fuente de recursos económicos y de poder. La Iglesia era parte de esa estructura, del sistema que permitió la colonización de territorios, la conquista a sangre y fuego de otras comunidades, de otras poblaciones y la imposición de regímenes económicos, laborales, que hoy nos parecen absolutamente horrorosos e injustos, pero que en esa época aparecían como normales. Mira, hay cosas que pasan hoy y que seguramente en 50 años, o antes, diremos ¡Cómo era posible! Esto es lo que hace posible que funcionen sociedades que son abiertamente injustas, pero que se naturalizan por distintos mecanismos ideológicos y también represivos. La Iglesia fue parte de ese conglomerado de estructuras que permitieron sistemas colonialistas y esclavistas.
Teniendo en cuenta el contexto y lo que menciona de que sí se puede ser crítico hoy, usted habla de que en algún momento se identificaba un proto-indigenismo, con voces discordantes, mientras que en el caso de los negros el rechazo era unánime. ¿Podemos suponer, entonces, que había indígenas que discriminaban o abusaban de negros por el color de su piel, o que los compraban como esclavos?
Claro que sí. Hay ejemplos. Esta expresión de ‘voces discordantes’ viene de un artículo de mi colega Charles Walker, sobre los debates en torno al indio en la prensa de comienzos del siglo XIX. Y allí él encuentra que, efectivamente, había gente que expresaba preocupación por la condición del indio. Y en contraste con eso había muy poca preocupación por la condición del negro, de la población afrodescendiente. Y por lo tanto yo llegué a la conclusión en mi libro anterior, “Agentes de su propia libertad: los esclavos de Lima y la desintegración de la esclavitud, 1821-1854”, que el enfrentamiento por la esclavitud tuvo que ser llevado por los propios esclavos, porque ellos no tenían (apoyo), salvo en el caso de los defensores de menores, que eran esta especie de procuradores que se les asignaba para defenderlos en los juicios, y alguna legislación un poco paternalista que venía desde España. Pero, a diferencia de otras sociedades, donde hubo grupos abolicionistas –como en Brasil, Estados Unidos o Cuba—en Perú no los hubo sino recién hasta muy tarde, cuando viene la rebelión en Trujillo en 1851, y salen editoriales en El Comercio sobre este asunto. La lucha la tuvieron que dar los propios esclavos. Ahora, una de las cosas que yo menciono y que otros historiadores han encontrado también en otras sociedades es que no se trata de estructuras en las cuales tú tienes propietarios de esclavos ricos, poderosos, que oprimen a una amplia población de origen africano sometida a este sistema de explotación. (En Perú) la esclavitud terminó permeando toda la sociedad. Gente pobre tenía o podía tener esclavos. Indios tenían esclavos. De hecho, ex esclavos compraban esclavos. ¿Qué significa esto? Primero, que los seres humanos no somos siempre motivados por cuestiones de solidaridad y preocupación por el prójimo. Hay una serie de elementos aquí que condicionan nuestras decisiones. Segundo, que la esclavitud empezó a ser internalizada por mucha gente que la veía como algo natural. Es como la sociedad peruana de hace treinta años, donde lo que se llamaba la servidumbre doméstica estaba naturalizado. Nadie levantaba la voz, salvo pequeños grupos de personas sometidas a esto que veían la manera de enfrentarse. Hoy hay cosas que ya nos parecen un poco menos aceptables, aunque todavía persisten prácticas absolutamente horrendas. Pero para volver a tu pregunta, los propietarios de esclavos comprendían desde la Compañía de Jesús y gente muy poderosa, hasta gente de ingresos bastante limitados, pero que veían en la adquisición de un esclavo o esclava una oportunidad para hacer algo de dinero. Y no había aquí condicionantes ni legales ni morales que le impidieran hacerlo. Y eso hace más difícil aún la lucha por erradicar esa práctica.
Ya con la Independencia, tampoco es que San Martín llega y libera a todos. Lo intenta, pero pasan más de treinta años para que recién Castilla dé el decreto de abolición. Tal vez por lo que usted menciona de que el tema estaba tan normalizado, aunque también usted señala en su libro varios intereses económicos contra los que el Libertador no podía enfrentarse porque encabezaba un ‘Gobierno’ digamos débil…
Lo que se produce es una especie de dilema entre liquidar la esclavitud de un solo decreto o empezar gradualmente a desmontarla. Se impuso la segunda. Y se impuso en parte por la táctica de San Martín y otros que tenían que enfrentarse a poderes políticos, económicos e incluso judiciales, y también este gradualismo terminó siendo protagonizado por los propios esclavos. Insisto, y esto puede parecer una posición romántica: sin este esfuerzo de los propios esclavos, que se fugaban, que iban a los tribunales, que cometían actos de sabotaje, que se unían a las partidas de bandoleros, no se hubiera producido ese procedo que condujo a la abolición. Y aun así, se iba a dando la libertad a cuentagotas. Peor aún, no se les reconoció los derechos plenos como ciudadanos, y más bien lo que se hizo fue un proceso bastante corrupto de indemnización a los propietarios. Es decir, las elites, ante la inevitabilidad de la abolición de la esclavitud, en vez de preocuparse por cómo hacemos para que los ex esclavos se integren como ciudadanos plenos a la República, se preocuparon más por cómo vamos a indemnizar a los pobres hacendados que van a sufrir la pérdida de su mano de obra.
Algo que podría sonarle bastante actual a algunos hoy en día…
Efectivamente, por eso es que el subtítulo de mi libro, “Una herida que no deja de sangrar”, remite a esta idea de que la esclavitud, su legado, algunas prácticas y otros mecanismos de control y de explotación siguen allí y, por lo tanto, mirar al pasado es también una manera de entender el presente y ojalá hacer algo para que cambie.
Pone en su libro a manera de ejemplo, el caso Cipriano y Blasa, los dos libertos que en 1855 se van un domingo a descansar y regresan un martes y de pronto están despedidos. Piensan que el mayordomo es el culpable y lo golpean, por lo que terminan presos. Dice usted, que ambos “pasaron directamente de la esclavitud a la cárcel”. Y esto me hace pensar en las oportunidades. Como si nuestra sociedad no hubiera estado lista para darle oportunidades a un grupo con el que había convivido durante muchísimo tiempo. Algo que tal vez persiste hasta hoy…
Totalmente. La oposición entre esclavitud y libertad en términos teóricos es muy clara, pero en términos prácticos ya no lo es. Hay distintos grados de libertad, y no soy el único que ha estudiado estos temas en dichos términos. Muchos esclavos y esclavas lo que buscaban no era salir de la esclavitud sino mejorar sus condiciones de vida, sus relaciones con otros, sus márgenes de autonomía. Incluso puede sonar paradójico, pero algunos preferían seguir siendo esclavos siempre y cuando tuvieran acceso a ciertos privilegios o ventajas. No recuerdo si en este libro o en el otro cuento la historia de una esclava que terminó pagándole el funeral a su ama. O sea, la ama era pobre y la esclava tenía ahorros, pero no buscaba la libertad, pudiendo haberla comprado. Es también el caso de los dos esclavos que mencionas: habían vivido toda su vida en una hacienda, no conocían otra forma de vida, probablemente no tenían familiares y un día les dicen ‘son libres’. ¿Y ahora adónde voy? ¿Qué hago? ¿Quién me dará trabajo? De hecho, la abolición sirvió también para demostrar algunas dosis de crueldad. Tanto en la abolición como en otros mecanismos previos de manumisión. Porque los amos, supuestamente generosos, se desprendían de los esclavos más viejos, y te hablo de cuarenta y pico años. Decían ‘voy a ser generoso contigo y te daré la libertad’, pero lo que en realidad estaban haciendo era desprenderse de personas que ya no les eran lo suficientemente rentables. Entonces aquí hay una cuestión relacionada con prácticas que tienen que ver con la maximización del beneficio, y que dicen mucho de cómo se estructuran las relaciones entre amos y esclavos.
Volviendo al prólogo de su libro, usted hace referencia al término afrodescendiente y a la importancia de la reivindicación, pero en el mismo párrafo menciona que grandes íconos de la llamada negritud en el Perú valoran el término: Victoria o Rafael Santa Cruz, etc. ¿Cómo sopesar a quienes consideran que el término los reivindica frente a aquellos que piensan que los ofende?
A mí me parece que lo más importante –no lo único importante—es de qué manera nosotros nos ubicamos en la situación real de la población de origen africano en el Perú, tanto en el presente como en el pasado. Si nos ubicamos en un terreno de reivindicación, de defensa de sus derechos, de crítica a las estructuras que todavía los invisibilizan, pues yo creo que si los llamamos negro o afrodescendientes no es lo más importante. Victoria Santa Cruz reivindicaba la expresión negra. Mucha gente lo hace. Para otros puede parecer que todavía tiene cierto ingrediente de estigma. Y entiendo ese argumento. No lo cuestiono. Este libro se escribió utilizando una terminología que no tenía para nada en mi estimación algo de discriminatorio o peyorativo. Todo lo contrario, es un libro que se escribe para denunciar el trato que habían recibido a lo largo de la historia, y que de alguna manera siguen recibiendo. Y de allí que yo me posiciono al lado de quienes, de una manera u otra, con una terminología u otra, luchan, se expresan y hacen esfuerzos, por cambiar las estructuras ideológicas, culturales, mentales, políticas, que todavía mantienen a gran parte de la población peruana en una condición digamos inferior dentro de la estructura social.
En el prólogo de esta edición usted cita el término “esclavitud actual”. ¿Cuánto influye el tema del pago para hablar de esclavitud o no? Porque si hablamos de niños que confeccionan ladrillos en la India por un dólar al día, ¿hablamos de la misma esclavitud que usted denuncia en su libro?
Las etiquetas y las categorías nos sirven en la medida en que sepamos definirlas, y luego ver si la realidad calza con esa definición. Yo creo que la esclavitud de origen africano, tal como funcionó durante 300 años en el Perú, respaldada por la ley, y con una serie de condicionantes, pues ya no existe. Pero hay otras formas muy parecidas, algunas incluso más crueles, que existieron simultáneamente, posteriormente y que todavía perviven hasta hoy. Aquí la cuestión del pago es secundaria. El asunto es la libertad de la que disponen las personas para decidir su propio destino. Y, por ejemplo, hay casos de trabajadores migrantes, latinoamericanos en Estados Unidos o africanos en Europa, que supuestamente están huyendo de sistemas de explotación y de marginalización en busca del sueño y la prosperidad, y terminan envueltos en una serie de prácticas que los someten a formas de control. Su libertad está restringida, son muy mal pagados, son sometidos a formas inhumanas de trato. Llamarle o no esclavitud a eso para mí es secundario, lo que hay que hacer es denunciar la existencia de esas formas de explotación y de control sobre los cuerpos y sobre las libertades de estos seres humanos.