José Ragas: “Quise ir más allá de los libros que reducen los noventa a la biografía de Fujimori y Montesinos”

Una vez más la denominada no ficción se alista para encabezar los balances de fin de año si de producción editorial en Perú hablamos. Un claro ejemplo de esto bien podría ser “Los años de Fujimori (1990-2000)”, el libro que el historiador José Ragas publicara hace unas semanas en la colección Historias Mínimas Republicanas del Instituto de Estudios Peruanos (IEP).

Se trata de un volumen compacto, escrupulosamente documentado y sumamente esclarecedor en torno a un periodo conciso, aunque fundamental en nuestra historia contemporánea: el fujimorismo. En palabras de su autor, profesor de la Universidad Católica de Chile y voz autorizada en redes sociales como Twitter, no estamos ante una “lista de mercado” en donde se enumere lo bueno y lo malo que tuvo la administración gubernamental de los noventa.

Me parece que no podemos hablar de un balance, porque hay cosas que no se pueden equiparar (…) no puedes comparar el PBI con los desaparecidos de La Cantuta. No puedes comparar el incremento del turismo con las personas que fueron torturadas y violadas. Cuando ponemos esas cosas en el mismo plano se pierde una dimensión humana y social de lo que esperamos de un gobierno”, asegura.

Ragas, Ph. D. por la Universidad de California, Davis, comparte en esta entrevista los pormenores “Los años de Fujimori”, un volumen que transita algunos de los momentos más trascendentales en la construcción del Perú que hoy conocemos. Del fin del terrorismo al control de la hiperinflación, pasando por la redacción de la Constitución de 1993, o los programas sociales como maquinaria electoral, sin duda, un notable intento por presentar al lector de a pie una visión panorámica de la historia reciente en ámbitos como lo político, económico y social.

Quisiera empezar por los detalles de la construcción de tu libro. Por ejemplo, cuando colocas “una reportera preguntó” o “la reportera dijo esto en TV”, etc. ¿Son cosas que surgen recién cuando la editorial te propuso trabajar “Los años de Fujimori” o es parte de un ‘archivo personal de momentos’ que tú ya tienes por tu condición de historiador?

La propuesta fue muy abierta, y era parte de la serie Historias Mínimas Republicanas, que me parece una colección muy interesante porque su objetivo es lanzar libros al acceso de la gente, no solo a nivel de precios, sino también a nivel de la prosa, sin que eso signifique tratar a los lectores como si tuvieran tres años de edad. (A ellos) toca hablarles con respeto y seriedad porque son muy inteligentes, demandantes y exigentes. Entonces, había que entregar un producto que satisficiera, siendo accesible, amigable, pero a la vez sólido. Ahora, esto de escribir ‘historias mínimas’ es algo relativamente nuevo para los académicos en Perú. Sé que se entiende como un resumen, pero no lo es. Esto es una interpretación personal de un historiador, que ha vivido los noventa, que tuvo que hacer colas, que marchó, y lo que me interesaba era ir más allá de lo que ofrecen ya muchos libros previos, que reducen a veces los noventa a la biografía de Montesinos y Fujimori.

Creo que hablamos de una época fascinante. Desde el fin de la Guerra Fría, en lo macro, hasta cambios más sutiles, como en la moda, la música, o en lo que significaba ser adolescente entonces. Y esto, además, ha sido para mí un tipo de escritura muy experimental, donde tratas de explicar lo macro, añadiendo casos particulares, en los que –por ejemplo– una señora cuenta cómo se convierte en una emprendedora y da clases para conservar la comida (sin refrigeradora). Lo mismo cuando tratas de llevar a los lectores a espacios que tal vez no son muy conocidos, contando cómo mejora poco a poco el turismo, la economía, etc. Y otro reto complicado fue incorporar aspectos que no se abordan en los noventa dentro de miradas más amplias, como es el caso de las esterilizaciones forzadas. Y este estilo de escritura le debe mucho a gente que me ha influenciado, como mi asesor Charles Walker, que escribe para un público más amplio. Y es también parte de la formación que viene de mi doctorado, de gente que trata de conciliar el aparato metodológico duro y serio con formas narrativas más amables, muchos más abiertas y también más ambiciosas.

A propósito de tu actividad frecuente en redes sociales, comentando sobre coyuntura, pero anclando siempre los aportes a la historia peruana, ¿crees que persiste este intento por mantener a los historiadores en las bibliotecas y aulas? Porque pasa mucho que cuando uno de ustedes participa del debate público lo machacan y le reclaman “objetividad”, como diciéndole que debe solo presentar hechos sin opiniones.

No son cosas incompatibles. Me refiero al archivo con la esfera pública o la biblioteca con las redes sociales. Lo que pasa es que, al menos del lado académico, durante mucho tiempo nos hemos auto-saboteado poniéndonos como una suerte de límite metodológico, y me refiero a los treintas. Después de la Gran Depresión todo era para sociólogos, para antropólogos, era casi como hablar de futurismo. Ahora, felizmente, hemos ido poco a poco incorporando más épocas recientes, hasta incluso hablar del conflicto armado interno, violencia política, etc. Evidentemente, son temas delicados, sensibles, pero creo que lo que hacemos como historiadores tiene un valor en el sentido de que tratamos de ir en contra de la tendencia actual, que es lo inmediato, lo rápido. Y ves cómo la información misma se va reduciendo. No significa tampoco que nos vayamos hasta el pleistoceno para buscar todos los orígenes, pero como académicos e interesados en ir borrando estas diferencias entre pasado y presente, necesitamos encontrar maneras de poder dirigirnos al público y argumentar en el sentido que hay elementos que son estructurales.

Tenemos que ir un poco contra el sensacionalismo de los medios y eso tenemos que hacerlo con base empírica, apelando a bibliotecas, archivos, estudios, citando, recomendando otros trabajos, a veces yendo más allá del caso peruano, y tratando de incorporar los estudios que hacen otras disciplinas (politólogos, periodistas, antropólogos, sociólogos), porque de lo contrario no hay manera que entendamos lo que ocurre ahora. Entonces, como historiadores somos una de varias voces y en ese sentido trato de ser lo más calmado y pausado posible en explicar. Hay gente que a veces no quiere escuchar, pero siempre la idea es darles información a las personas, y decirle ‘esa información la puedes encontrar en tal libro’ y que estas saquen sus propias conclusiones.

Sobre la idea de ‘saltar a la cancha’. Pablo Macera es un caso de un historiador muy respetado en la academia, pero al que también se le recuerda haberse sumado al proyecto fujimorista en algún momento. ¿Hasta qué punto un historiador debe mantenerse al margen de adherirse a una opción política y luego cómo salir bien librado de hacerlo, ya sea en la derecha o la izquierda?

Si encontramos la respuesta a esa pregunta podríamos vender miles de libros (risas). Mira, yo tengo varios colegas que militan en el APRA, en Acción Popular o que han sido simpatizantes del fujimorismo. Yo creo que eso es parte de la vida pública, de la vida académica. La cuestión es cuando pierdes perspectiva, cuando crees que la agrupación en la que militas es básicamente la única forma de poder entenderlo todo. Eso, lamentablemente, ha pasado. Ocurre con colegas que escriben columnas sin militar en partidos necesariamente y notas cierto sesgo. Sin embargo, como académicos, y sobre todo como personas, estamos completamente expuestos a eso. La idea más bien es tratar justamente de recoger diferentes voces y opiniones para entender mejor la situación. Eso de ‘entrar a la cancha’ es una gran metáfora, porque a veces entras a la cancha y al minuto te meten un foul y debes salir. Pero a veces entras y encuentras un ambiente más agradable. Yo considero que necesitamos opinar más. Las redes sociales han permitido romper los cercos informativos que a veces se limitaban a columnas impresas o a entrevistas a unos cuantos. Me parece que estas, además, son una gran herramienta de aprendizaje sobre cómo llevar la academia al público. Hay, por ejemplo, espacios donde se enseña esto, historia pública, de hecho, vamos a abrir un magíster en la Universidad Católica de Chile sobre el tema, pero lamentablemente todavía se ve esto como algo más anecdótico. Se asocia Facebook e Instagram con subir memes, cuando en verdad son herramientas muy útiles y buenas para conectar gente con lo que se está produciendo.

Me has dicho que el libro no es un resumen, pero cuando uno lo termina de leer es inevitable establecer mentalmente una especie de balanza, sopesando lo bueno con lo malo, que desde ambos espectros políticos intentan siempre adelantarnos. La izquierda dice que todo fue muy malo y la derecha que todo fue muy bueno. ¿Sería correcto asumir que la conclusión de tu libro es que el gobierno de Fujimori tuvo cosas buenas que de ninguna manera sobrepasan sus acciones negativas?

El tema que tocas es sensible, pero he tratado de hacerme cargo. Mi libro tiene un argumento: necesitamos salir de esta visión reduccionista de los noventa con Palacio de Gobierno y el SIN. Me parece que no podemos hablar de un balance, porque son cosas que no se pueden equiparar. Sí podemos tener una mirada amplia, obviamente, decir que hubo recuperación económica, reinserción financiera, sin embargo, al hacerlo terminas reduciendo todo casi al armado de una lista de lavandería. Y no puedes comparar el PBI con los desaparecidos de la Cantuta. No puedes comparar el incremento del turismo con las personas que fueron torturadas y violadas. Cuando ponemos esas cosas en el mismo plano se pierde una dimensión humana y social de lo que esperamos de un gobierno. Pienso que mi libro trata de recoger los diferentes aspectos que ocurrieron en los noventas, que tienen que ver con cómo los grupos terroristas fueron poco a poco desapareciendo, pero también se plantea una dinámica más compleja: cómo el gobierno utilizó la violencia a nivel de eliminación física, simbólica y de represión para perpetuarse en el poder. Yo estoy seguro que hay críticos que van a decir ‘¡qué es eso!’. Y pensarán que me inclino más para un lado que para el otro, y me parece una crítica totalmente válida. Pero quisiera insistir en que no podemos colocar como si fueran elementos aislados, vidas humanas con PBI, con crecimiento, con importaciones, con las familias que hasta hoy siguen buscando restos de sus seres queridos. Es un tema complicado y no pretendo resolverlo, pero sí quisiera dar un punto de vista distinto para seguir conversando sobre esto más allá de los noventas.

El entonces presidente Alberto Fujimori pasando lista a las tropas de las Fuerzas Armadas en una foto de Jaime Rázuri para la agencia AFP.

Esta idea de que resulta algo más fácil ejecutar cambios en contextos autoritarios me hace pensar en hasta qué punto se podrían haber realizado las reformas que hizo el fujimorismo, pero en un contexto opuesto. ¿Qué conclusiones puedes decirme tras la investigación realizada?

Hay una cuestión del gobierno de Fujimori, y no es él nada más, sino también Montesinos, la cúpula militar y todos los operadores políticos, porque no podemos reducir todo únicamente al presidente. Creo que fue un gobierno autoritario, pero a la vez muy improvisado, que fue consiguiendo poder poco a poco. No es una dictadura militar como Velasco que de inmediato hace una u otra cosa: recuperación de los recursos naturales y reforma agraria. En ese caso, la improvisación con la que llegó, cómo va adquiriendo poder en los siguientes años, porque además no puede ser una dictadura militar ya que estamos en un periodo de post-guerra fría y tienes a todo el mundo mirándote. Esto crea una serie de híbrido que lo vuelve mucho más letal, porque puede ahora hacer cosas que en democracia no se podían, pero que están también respaldadas por las fuerzas armadas. Lo hace con el Grupo Colina, con la represión a los estudiantes o con las esterilizaciones forzadas. Entonces, hay una serie de pautas que definitivamente quizás con un gobierno democrático se podían haber hecho también. Mira, Vargas Llosa planteaba exactamente lo que hizo Fujimori. Y este tenía una preparación previa, como lo narro en mi libro. Quizás no hubiera sido necesario llegar a tanto con él, pero quizás también hubiera podido ser sobrepasado. Eso ya sería un contrafáctico. Lo que sí sabemos es que hay cosas que definitivamente fueron innecesarias en los noventa, y que no se necesitaban para que el gobierno pudiese seguir.

Tu libro empieza con Vargas Llosa y él, así como forma una alternativa política con relativa facilidad, de la misma la ve disolverse. Incluso cuentas en tu libro que Mario no quiso participar de la segunda vuelta de esa campaña presidencial. ¿Es posible pensar que nunca estuvo convencido del proyecto?

Yo creo que estuvo convencido, pero hablamos de alguien que no vive de la política, que no está acostumbrado a esta cuestión de que la política es un trabajo más de mediano y largo plazo. Quizás él esperaba ganar y que todos le dieran respaldo, y la derrota en primera vuelta le choca mucho porque no comprende cómo le negaron apoyo, y tampoco entiende cómo alguien como Fujimori, que viene de la universidad, pero no tenía su misma preparación. Se presenta entonces una burbuja ahí, muy grande, la cual lamentablemente termina provocando la derrota de un proyecto político muy interesante. Más que el Fredemo, Libertad como proyecto político es lo más moderno que ha tenido la derecha hasta ahora, pero lamentablemente en los noventas y después no fue rescatado. Y Fujimori lo secuestró. Mucha gente que estuvo con Vargas Llosa después saltó hacia la vereda contraria. Es una pena porque creo que Mario fue la gran oportunidad que tuvo este país de tener una derecha moderna. Mira, más allá de sus recientes declaraciones, yo le tengo mucha simpatía a Vargas Llosa, y por eso empiezo mi libro con él, escuchando la radio en una playa, porque creo que el movimiento que él logra armar fue impresionante, es fue el último ‘Thatcherista’ (tal vez hay un par más, claro). Él pensaba que Perú podía convertirse en parte de Europa, aunque llegó tarde a esta idea. Sin embargo, adoro mucho su inocencia, la cual lo convierte casi en un personaje de sus propias novelas. Pero fue una tragedia la forma en cómo perdió las elecciones.

Más allá de las protestas, la Marcha de los Cuatro Suyos y luego ya en la caída del fujimorismo, ¿la izquierda en tu libro está media agazapada? ¿Tan así fue en esa década?

Creo que han tenido una presencia importante, solamente que quizás no tan visible. Tal vez no he logrado entender muy bien qué pasa con la izquierda en esos años. Hablamos de un momento post-caída de la Unión Soviética. Todos los referentes ideológicos de la izquierda colapsaron, porque no se modernizó, no logró hacer un mea culpa y, es más, implosionó. Y terminó partiéndose a veces por personalismos, por diferencias ideológicas, y no pudo crear una suerte de plataforma concreta y directa con sectores que estaban amenazados por el libre mercado en los noventa, por ejemplo, con los sindicatos. Y eso fue muy terrible porque considero que los sindicatos necesitaban más fuerza para poder contener todo este embate del libre mercado, y de desregulación que había en ese momento y que dejó a muchos desempleados. En mi libro coloco que algunos grupos de izquierda se dieron cuenta muy tarde de que tenían que separarse de Sendero, pero a la vez también menciono cómo otro sector le hace frente al terrorismo, como Henry Pease en la Marcha por la Paz. Además, muchos dirigentes izquierdistas fueron asesinados por Sendero (como pasó con representantes de otras opciones políticas). Dentro de ese espectro la izquierda comparte con otros partidos políticos el mismo destino de esos años.

En una parte del libro mencionas la expresión ‘Capitalismo salvaje’ aplicado en Perú. ¿Es posible hablar de esto en un país que tiene una larga historia de aplicación de programas sociales? Parecen ideas muy opuestas, pero se aplican de forma coincidente…

Es una buena pregunta. En ocasiones se puede conciliar. Cuando uno piensa en el capitalismo de Thatcher piensa en ‘cero subsidios y cada uno se las arregla, porque no hay sociedad, solamente individuos’. Ahora, en el caso peruano, como bien dices, hay una tradición de programas sociales que se van dando desde Belaunde en adelante y que son parte del vínculo entre Estado y Sociedad. Fujimori siguió usando los programas sociales, pero lo hizo más con fines clientelistas. La idea era ‘maquinarias electorales’ para apoyar al Gobierno. Es un capitalismo, sí, y muy radical, pero que tampoco ha sido estudiado más allá de la parte económica. O sea, cómo cambia la forma de hacer negocios, la idea de los ‘emprendedores’, o la manera en cómo se relaciona el Estado ahora con los servicios. La entrada brutal a nivel de transporte privado, combis, ticos, o incluso a nivel de educación: lo vimos con los casos de plagio denunciados en la Universidad César Vallejo. Esto último tiene que ver con la dinámica de desregulación muy agresiva. Con tal de satisfacer el mercado puedes crear, pero nadie te va a controlar. Y ese creo que fue el gran problema del gobierno, no crear mecanismos que hicieran contrapeso a la economía de mercado. Ahí se hubiera dado un balance mucho más adecuado y hubiésemos tenido quizás menor desigualdad.

A propósito de los diarios chicha, que también tocas en tu libro. Hoy no existen cómicos ambulantes ni Patáclaun, pero cualquiera crea un video viral y puede destruirte el prestigio en una. ¿Cómo analizarías hoy la situación de la prensa en Perú?

Creo que lo que era la prensa chicha hoy son los trolls. Me parece que en ese entonces se consumía mucha más prensa (impresa), sobre todo a nivel de suscripciones. Había también mucha prensa regional, lo cual usé mucho como material de archivo. Lo que sí es que los medios estaban mucho más concentrados: radio, TV y prensa escrita. Ahora, lo que pasa en los noventa tiene que ver con la entrada de la Internet. Para fines de esa década surge la Internet con portales oficiales, pero todavía algo muy lento. Recuerdo que al comienzo teníamos que pedir que alguien levante el teléfono para poder usar la Internet. Y te llegaba una cuenta impresionantemente alta. La red va cambiando todo poco a poco, permitiendo otras formas de comunicarse. Sin embargo, en ese momento los diarios chicha, que pueden parecernos hoy exóticos, eran como un arma mortal a nivel de destrucción de reputaciones, a nivel de una forma de erosionar la imagen del periodismo, y también de cómo crear un aparato de prensa ‘oficial’, aun cuando abiertamente no lo eran. Entonces, eran un arma letal, y creaban imágenes, blancos hacia dónde atacar y podían destruir candidaturas o prestigios con tal de obtener el dinero que les otorgaba el SIN.

Más allá del espacio, el libro toca carne. Y lo hace cuando mencionas el tema de las esterilizaciones forzadas en los noventa. ¿Un caso tan delicado como este tiene parangón en otros países del mundo? ¿Este intento por controlar la natalidad forzosamente en un territorio se ha repetido en otros contextos?

Sí. Más que comparable, creo que son parte de un mismo proyecto global. La idea de reducir la población frente a esta especie de amenaza, que parte de los años cincuenta y sesenta, que es la falta de alimentos. Entonces, lo que pasa es que cuando analizamos situaciones que ocurren en nuestro país no las conectamos con otras de afuera. Una colega me comentaba que en India esto fue también muy fuerte. Se les hacía vasectomías a hombres en sectores urbanos pobres. Entonces, hay un mismo proyecto, pero cada país lo aplica de forma diferente. Pero por lo general ocurre con minorías y grupos marginales. Lo ocurrido en Perú fue absolutamente terrible. Y dentro de la narrativa del libro creo que fue el capítulo que más me costó escribir. Mi intención era contar qué pasó, cómo fue el proceso, desde que envían las órdenes a los trabajadores de salud hasta que terminan la operación y te dejan por tu cuenta. Quizás algunos puedan decir: eso ya pasó hace treinta años. Claro, pero es que las mujeres que lo sufrieron aún tienes secuelas.

Una protesta por el caso de las esterilizaciones forzadas durante el fujimorismo. La imagen fue tomada en el año 2016 por Alessandro Currarino para El Comercio.

Han salido también publicaciones que van a contracorriente…

Totalmente. Versiones que buscan, lamentablemente, simplificar esto al tema de la cantidad de personas. Y eso, como te dije antes, es la peor manera de enfocar un tema así.

Si un gobierno tiene como periodo de trabajo cinco años, ¿cuál era la justificación de controlar la natalidad si el resultado se vería muchísimo tiempo después de lo que dura un quinquenio?

El fujimorismo era un proyecto de largo plazo. Lo que había pasado en los noventa es que ganó las elecciones de forma improvisada y con apoyos, pero a partir del 95 y el 2000 uno va viendo que hay un proyecto para más adelante. Y como digo, al final caen en su propia trampa porque ya no hay manera de que escapen de eso. Están tan hasta el cuello que solo les queda seguir adelante para evitar que alguien más tome el poder. Pero es un poco raro porque pese a ser un proyecto a largo plazo jamás crea su propia agrupación, o sea, los mecanismos de movilización para poder perpetuarse en el poder. Es como si cada elección deben inventar la rueda y se meten en problemas por ello. Tal vez por eso les interesan factores estructurales. Por ejemplo, no es solamente un acuerdo temporal con los terroristas para la foto y la elección, sino que ‘hay que desaparecer el terrorismo’, o hay que cambiar la forma del mercado, las estructuras económicas, políticas y demográficas del país. Todo esto no es un elemento aparte, sino que se enmarca en las políticas del neoliberalismo a nivel de mercado, de penetración de servicios sociales y del Gobierno. En mi libro quise entender cómo esto tiene una lógica de Gobierno, de planteamientos y estrategias que buscan perpetuarse más allá de todo esto.

Siento en varias partes del libro la idea de que no solamente el problema fue Fujimori, Montesinos, el SIN, etc., sino que hay algo más, que trasciende a largo plazo en la sociedad. No sé si hoy mucha gente que reniega del fujimorismo aceptaría volver a como todo era en 1989. La idea de ‘a mí no me quitas mi casa’ o ‘ahora quiero tener también un carro’. Tampoco al nivel de ‘capitalismo salvaje’, por llamarlo de alguna forma, que implique arrebatarle cosas a alguien para tener más, o explotar trabajadores pagando menos de sueldo mínimo. Pero de ahí a volver a lo previo a los noventa, tampoco es la idea. ¿Coincides?

Definitivamente. Nadie quiere volver a la situación que teníamos en el 88 u 89. Para quienes lo hemos pasado, fue horrible. La incertidumbre, la inflación y el terrorismo son cosas que nadie desea. Pero si bien es cierto que la economía de libre mercado tiene una serie de ventajas, también lo es que no puedes esperar que solo el mercado arregle todo, porque eso te llevará a una desigualdad mucho mayor. Y lo vimos en las protestas antes de la pandemia eran por la situación de precarización que ya venía dándose, pero que ahora se volvió una cuestión más ‘legal’, planteada en la Constitución. Creo que la idea es buscar cómo podemos seguir creciendo y desarrollando sin que eso conlleve explotación, porque o sino se generará un rechazo tan grande que cualquier aventurero va a venir a tratar de ‘solucionarlo’. Y nadie quiere eso. En resumen, estamos de acuerdo en que la economía social de mercado es adecuada, pero necesitamos crear las instituciones, los parámetros y los elementos de contención que eviten que todo se descarrille en favor de unos cuantos.

También habla sobre la Constitución en tu libro. Y más allá de que, como es evidente, el solo (nuevo) documento no garantizará más empleo ni riqueza inmediata, ¿te parece importante debatir un posible cambio de Carta Magna?

Las constituciones son instrumentos muy complejos y son fascinantes porque por una parte te plantean las reglas de juego, te dicen qué hará el Estado, el mercado y la sociedad. Pero también son elementos simbólicos, o sea, quién escribe la constitución, cómo se escribe, si cuenta con legitimidad popular. En el caso de la de 1993, esta no tuvo el apoyo mayoritario pese a que Fujimori se encontraba en su momento máximo de popularidad: había derrotado el terrorismo, controlado la inflación, y aun así no convenció, porque fue hecha muy apresuradamente. Todo esto te da la idea de que las constituciones son contratos sociales entre los diferentes actores, y no son textos que bajan del Sinaí, dictados por ángeles o esculpidos en piedra. Se trata de documentos que pueden ser reformados, y hay que tener una cierta flexibilidad para ello. Hace un tiempo escuché a un parlamentario de la derecha dura chilena decir que ‘el acuerdo con el Gobierno para la nueva Constitución debía ser por un texto que dure 50 o 100 años’. Y a mí me parece que no, porque, por ejemplo, estamos viendo que, en Estados Unidos, la Constitución permitía el manejo de armas. Es una Constitución escrita en época de la Guerra de Independencia. En casos así, por defender la estructura desde lo simbólico terminan siendo anacrónicas. Me parece que hay que entender las constituciones como documentos más flexibles, que, si bien tienen determinadas reglas básicas, siempre tengan espacio para poder actualizarse.  Hoy la Constitución peruana de 1993 tiene tantos parches que es mejor cambiarla con la participación de todas las fuerzas políticas que seguir parchándola, porque eso no se sostiene en el tiempo.

¿El principio del fin? Cuando Alberto Fujimori anunció en TV su postulación a una tercera relección. Luego su régimen se caería como una bola de nieve. (Captura: Canal N)

Si hablamos de ‘legado’ del fujimorismo, ¿crees tú que encajaría ahí lo que llamas ‘clima de polarización’ que lleva más de 20 años?

Directa o indirectamente creado por ellos, claro. En el capítulo nueve (“Nos jodimos”) menciono que el fujimorismo y el antifujimorismo se fueron creando no en el 2000 sino antes de que Fujimori deje el Gobierno. O sea, ya ves una polarización bastante fuerte entre quienes quieren rescatar su legado y continuarlo (pasa con Boloña y Macera) versus quienes consideran que esto no puede ser. Y al final lo que pasó fue que no hicimos bien ni una cosa ni la otra. El fujimorismo se recompuso, no están sentenciados o investigados todos los que deberían estar, otros se fugaron, pero yo creo que por una parte fue eso, creó una polarización que hoy ya se agotó. El antifujimorismo como el hecho de ‘elegir a alguien que no sea Keiko’ ya fue. El caso Pedro Castillo lo demuestra. Hay que superar esa dicotomía porque no nos está llevando a nada bueno. Pienso que elegir a alguien solo porque no es Keiko Fujimori es poner la vara muy baja, aún insistiendo en que creo que ella no es una opción viable, pero tampoco esto significa que le demos así nomás el voto al que llega contra ella en la segunda vuelta. Y el otro legado, a nivel político, es que Fujimori recompuso la derecha, pero también creó lamentablemente las bases para la derecha radical. Mucho antes de la toma del capitolio en EE.UU., del neofascismo, ya había un germen ahí bastante amplio desde el Gobierno mismo. Necesitamos explorar cómo contener esas posiciones extremistas, independientemente de donde vengan. Por ahí me parece que vienen los debates de los próximos años.

No quería terminar la entrevista negativamente. No voy a preguntarte qué fue lo bueno del fujimorismo, pero sí me interesa saber tu punto de vista en torno a lo que ha avanzado la sociedad civil, las instituciones en todo este tiempo Post Fujimori.

Creo que hay cosas que hemos aprendido de los noventa y otras que seguimos en aprendizaje. Hay una mayor conciencia de la necesidad de acercar el Estado a la gente. No lo hicimos con el énfasis que hubiéramos querido, porque finalmente eso fue lo que nos cogió desprevenidos en la pandemia. Notar que el mercado no había cubierto las necesidades de la gente y ver que reducir el Estado no era la mejor opción necesariamente. Este fue el peor quiebre que hemos tenido. Pienso que este ciclo desde Paniagua hasta la pandemia presenta elementos buenos. Es el periodo de mayor estabilidad democrática a nivel de sucesión de presidentes. La última vez que había pasado esto en Perú fue en la República Aristocrática, con presidentes de un mismo partido (Civil). Ahora tenemos con figuras de distintos partidos. Es cierto que ningún partido sobrevivió a su presidente, pero creo que a pesar de eso permitió aprovechar de alguna manera del Boom económico y tratar de crear mecanismos de redistribución hacia sectores que venían siendo olvidados. Otro tema que yo trabajo tiene que ver con que, por primera vez, la tasa de indocumentación fue casi la mínima. O sea, el Estado pudo entregar algo tan básico como un documento de identidad a casi toda la población. Entonces, hay elementos positivos. Y no se trata de armar una lista con lo bueno versus lo malo, pero lo que sí me interesa con el libro es que, independientemente la filiación política del lector, yo he buscado ir más allá de los clichés, que a veces no ayudan al debate público. No podemos tomar decisiones en base a clichés, a argumentos tipo meme. Hay que conocer y mi libro es una primera entrada en pos de ello. Busqué un cuadro más completo para que la gente comprenda mejor estos años y que esto ayude al debate público.

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