Daniel Innerarity: “Un buen presente no basta para hacer la democracia atractiva”

Reconocido como uno de los ensayistas más notables en habla hispana, el filósofo español Daniel Innerarity (Bilbao, 1959) lleva décadas estudiando las transformaciones alrededor de lo que para muchos fue, es y será siempre el menos malo de los sistemas de gobierno: la democracia.

En esta ocasión, y días antes de su visita a Perú para participar en el Hay Festival Arequipa 2023, el también investigador en la Universidad del País Vasco, conversa con nosotros acerca del libro que el sello Galaxia Gutenberg le publicara hace unos meses: “La libertad democrática”.

Dividido en cinco capítulos, este texto aborda temas de notable interés y vigencia, como el mito de la fragilidad democrática, los discursos de odio, la existencia o no de un electorado capaz de «votar mal» cada cinco años, el uso y abuso de lo políticamente incorrecto, entre otros.

Para desarrollar cada uno de los pequeños ensayos incluidos en estas 224 páginas, Innerarity se basa en ejemplos del día a día, como la toma del Capitolio por parte de los fanáticos ‘trumpistas’ a inicios del año 2021, la pandemia del coronavirus y sus efectos en la toma de decisiones por parte de las autoridades, la proliferación de alternativas de derecha extrema como VOX y el dilema sobre cómo convivir con estas, pero por sobre todas las cosas, si algo llama la atención de «La libertad democrática» es que arroja varias conclusiones que nos permitirán comprender algo mejor la sociedad que integramos.

La actual presidenta peruana, Dina Boluarte, asumió bajo un mecanismo denominado sucesión presidencial. Ella era la vicepresidenta de Pedro Castillo, vacado por dar un golpe. Hoy, aunque ostenta el poder, muchos dicen ella que carece de legitimidad para permanecer en su cargo. Se le recuerda, entre otras cosas, los muertos durante las protestas en su contra. ¿Qué es la legitimidad? ¿No hablamos de algo que simplemente lo otorgan los votos?

La legitimidad es un asunto que tiene distintas caras porque, hay una legitimidad de origen, que tiene que ver con la elección, con el título en virtud del cual uno está autorizado a mandar, y luego hay otros tipos, como la procedimental, o sea, si el procedimiento que se siguió para tomar una decisión, o para estar en determinado cargo fue el correcto y, finalmente, viene una tercera: la de resultados. El gobierno es legítimo cuando proporciona a la población aquellos bienes públicos a los que tiene derecho. Origen, procedimiento y resultados son las tres grandes categorías, y en función de a qué le dé uno más importancia, puede uno –tomando esta última—decir ‘bueno, la legitimidad de origen o de procedimiento no es importante, si en el fondo lo que se dan son buenos servicios a la sociedad’. Generalmente, la tecnocracia suele subrayar este último aspecto. Las monarquías en general subrayan el aspecto inicial, de origen. O incluso las democracias de elección. Sin embargo, lo correcto para que haya una legitimidad plena es que las tres legitimidades vayan al unísono.

En la parte inicial de su libro comenta la toma del Capitolio –al final del gobierno de Donald Trump—por parte de un nutrido grupo de extremistas de derecha. ¿Qué diferencia a estos personajes con, por ejemplo, aquellos que en nombre de la izquierda o del pueblo, queman un aeropuerto, bancos o supermercados en medio de una protesta?

Desde el punto de vista de la ilegitimidad de la violencia no hay ninguna diferencia. Cualquier persona que entre en un edificio público, queme algo, agreda o ejerza un acto violento, no tiene ningún tipo de justificación venga acompañado de una ideología u otra.

Dice usted en su libro que “se gana mucho más mejorando las instituciones que las personas que las dirigen” …

Sin duda. A veces percibo en nuestras democracias, en América Latina también, una institucionalidad débil, que hace que el destino de la sociedad dependa demasiado de los buenos gobernantes. Y estamos a la espera de un gobernante casi providencial. O luego lamentamos demasiado que llegue al Gobierno uno incompetente. Mi tesis es que allá donde hay instituciones robustas, la calidad del gobernante coyuntural, siendo algo importante, no es decisiva para que la sociedad vaya bien.

¿Cómo se han ido sosteniendo las instituciones en España, un país con un bipartidismo de mucho tiempo atrás?

Quizás el dato más relevante de estos últimos años ha sido el hecho de que el bipartidismo clásico no ha desaparecido completamente, pero sí se ha debilitado por la presencia de nuevos partidos, grupos de las periferias, o bien partidos a la izquierda o a la derecha que han surgido y que obligan a unos pactos más complejos. Seguramente España ya no es un país (si es que alguna vez lo fue) en el que las cosas se puedan decidir en un despacho con los líderes de dos grupos mayoritarios, sino que ahora mismo ya requiere una mayor inclusión de otros actores. Creo que ese es el dato fundamental. Y, probablemente, España sea un país en el cual toda la cultura política que hay que desarrollar para que eso se haga bien está poco evolucionada, y hay poca capacidad de compromiso. Antes había una especie entre dos grandes, pero ahora mismo hay que hacer un pacto entre un grande y muchos pequeños. Y eso exige unas transacciones que son más difíciles de realizar, y eso es lo que está pasando en estos días, donde nos encontramos que los jueces intervienen en la política, y el partido que no va a llegar al Gobierno hace unas declaraciones tremendistas, de que ‘España se va a romper’, o de que ‘la democracia está en peligro’. Pero en el fondo eso suena a lo que aquí llamamos postureo, un fingimiento de relato de la batalla política cuando uno sabe que realmente ha perdido. Lo relevante no son esas grandes palabras sino el hecho de que actores diferentes sean capaces de ponerse de acuerdo en un contexto de gran dificultad.

Más allá de lo controvertidas o cuestionables que resulten las ideas que defienden, hay un gran número de personas que votan, por ejemplo, a VOX, o que defienden ideas extremadamente conservadoras. ¿Qué salidas se pueden plantear desde la democracia para encontrar puntos comunes o acuerdos mínimos con estos grupos?

Mi próximo artículo en El País se titulará “Para ganar a la extrema derecha” y ahí digo varias cosas que te adelantaré aquí. Primero, hay que comprender aquello que uno detesta. Uno puede rechazar determinadas posiciones políticas, pero si quiere vencerlas, lo primero que debe hacer es entender qué hay detrás, a qué responden. Qué angustias de las personas, qué miedos existen, para los cuales, desde mi punto de vista, esa opción política puede no representar una solución en absoluto, pero eso no significa que yo no esté obligado como actor político –en mi caso como filósofo o como teórico político—a entender qué los motiva. En segundo lugar, creo que es bueno que la política esté un poco menos hinchada moralmente. Me parece que hay una excesiva moralización de la política. Basta con probar que el lenguaje político se llena de términos enfáticos: buenos, malos, traidores, héroes, ‘desaparición de la democracia’, etc. Y creo que haríamos bien en tener un tipo de discurso un poco más técnico, en el cual se confronten opciones mejores y peores, pero no buenas contra malas. Pienso que con estos dos principios uno puede echar a andar en esa batalla, que es larga, y que, desde luego en Europa, en países como Francia, Italia o en parte España, se está viendo que es difícil y en la que seguramente estamos dando los primeros pasos. Hay que reaprender a manejar una situación en la cual buena parte de los trabajadores han comenzado a votar a la extrema derecha y ya no al partido comunista como en otras épocas, y ver qué ha pasado aquí, y entender esa circunstancia. Finalmente, si manejamos un tablero político en términos de contraposición: nosotros contra ellos, los buenos contra los malos y los de arriba contra los de abajo, ese es un terreno propicio para un populismo que puede ser devastador. Es mucho más interesante y útil plantear los términos del problema sin grandes antagonismos.

¿A qué se refiere en su libro cuando dice “vivimos en una época en la que hay mucho odio y poca violencia”?

Estoy convencido de que las sociedades democráticas son sociedades que han domesticado la violencia y el conflicto social, y le han dado cauces de expresión. Cauces a los que a veces se sobrepasa, pero en momentos puntuales y ocasionales, lo cual es penoso. Pero en general una democracia no es un sistema para evitar el conflicto sino para que este, y las diferencias de opinión, interés o preferencias, tengan un cierto cauce y un cierto procedimiento. Cuando eso ocurre, la violencia disminuye, lo cual es compatible con el otro fenómeno que estamos viendo en nuestras sociedades actuales, que es el hecho de que existan grandes discursos de odio en, por ejemplo, las redes sociales. Aunque probablemente hay mucho de esto porque quienes lo lanzan saben que es poco verosímil que eso se traduzca en hechos violentos. Seguramente, en otros momentos de la historia en los que no había esos cauces para la tramitación de conflictos políticos, quien lanzaba un discurso del odio tenía que contar con el hecho de que aquello iba a tener consecuencias en términos de violencia. Hoy en día, seguramente por el hecho de que nuestras instituciones –dentro de su debilidad institucional—son suficientemente poderosas como para que, habiendo lamentables discursos de odio, no se traduzcan en violencia física.

La portada del libro que publica Galaxia Gutenberg.

Cuando dice “el combate de la derecha radicalizada no pueden consistir en imitar su estilo en el campo del contrario”, ¿se refiere a, por ejemplo, cuando la izquierda llama casi automáticamente “fascista” al que le da la contraria? ¿No es esto rebajar el nivel del debate?

Me parece que sí existen fascistas, pero no todos los llamados así lo son. Y del mismo modo me produce cierta risa oír la descalificación a ciertos políticos porque son comunistas. Efectivamente, pueden serlo, pero el comunismo en el siglo XXI no significa lo que probablemente una persona que utiliza este término como insulto quiere significar.

¿Usted está a favor o en contra de proscribir partidos políticos? ¿Habría que permitir un Partido Franquista en el Congreso español o más bien dejarlo entrar y enfrentarlo con ideas?

En España concretamente hay una ley de partidos que prohíbe expresamente la existencia de partidos que se declaren franquistas, lo cual no impide que haya ciertos partidos que frivolizan con ese límite, y que probablemente no tengamos más remedio que aceptar. Pero aquí hay diferentes culturas políticas. En Alemania, como consecuencia de su pasado, hay una democracia militante, que no tolera partidos que estén en contra del orden constitucional. En cambio, España, que tuvo un pasado dictatorial, a pesar de lo cual, el Tribunal Constitucional –muy al principio de la democracia—decretó que España era una democracia no militante. Es decir, una democracia que permitía en su seno la existencia de partidos que, por ejemplo, quisieran la independencia de un territorio, o caminar hacia una república y por tanto rechazaban la monarquía. Y lo circunscribían a que esa pretensión respetase las reglas de juego. Esto no es fácil de combinar, porque a veces esas reglas de juego impiden la configuración de mayorías alternativas. Pero como principio general, me parece que es mucho más democrático que pueda haber partidos políticos –también incluso en la extrema derecha—tolerados que pretendan un cambio constitucional.

Alejándose de la idea de “el ciudadano vota mal”, usted ensaya en otra parte de su libro una explicación más emocional que racional sobre el votante. Dice “hay un nicho de votantes numeroso que aumenta en tiempos de incertidumbre, y que en cada elección expresan su cólera votando”. ¿Esto significa que hoy podemos votar por alguien de derecha porque nos convence en lo emocional, y dentro de cinco años votar por otro de izquierda por los mismos motivos?

Pienso que la extrema derecha es exitosa en muchos países porque ha entendido mejor que nadie que la política es más un asunto psicológico que sociológico. ¿Por qué la gente ha votado a Milei hace un par de semanas en Argentina? ¿Se explica más por motivaciones psicológicas, por hartazgo, desesperación o frivolidad, o por razones estrictamente socioeconómicas? Y eso para la izquierda representa un desafío que le obliga no tanto a imitar ese estilo a veces muy irresponsable, pero sí a plantear la política como un escenario de combates en relación a futuros deseables o verosímiles. Un buen presente no basta para hacer la democracia atractiva. Aquí en España, con motivo de las últimas elecciones, la izquierda gobernante estaba sorprendida porque yendo la situación económica relativamente bien, eso no bastaba para que el socialismo despegara en las encuestas. Probablemente eso se debía a que no basta con que las cosas en el presente vayan bien, sino que hay que ofrecer un futuro deseable a las personas. Y yo creo que ahí está la batalla real. La batalla real es una batalla de futuros alternativos.

Periódicamente hay un debate en Perú sobre cambiar o no la constitución. Y en su libro dice usted: “¿Quién sirve más a la Constitución, el que la fosiliza y deja que las instituciones se deterioren o el que la moderniza y actualiza en pro del bien común?”. Aquí no se cambia la Carta Magna desde 1993. ¿Cuánto cree usted que afecta –para bien o para mal—cambiar este documento a, por ejemplo, una señora que busca que le alcance el dinero para hacer mercado?

Una constitución es un conjunto macro de reglas de juego, que no conviene cambiar excesivamente, y que no conviene confundir con un programa de gobierno. El caso peruano no lo conozco, pero el chileno sí. La anterior asamblea constituyente fracasó y el proyecto de constitución fue rechazado en referéndum porque aquella mayoría de izquierdas entendió que había que hacer un programa de gobierno en el cual puedan gobernar tanto la izquierda como la derecha. Y ahora mismo hay una mayoría de derechas en la asamblea constituyente que está haciendo exactamente lo mismo, pero en el sentido contrario. Y por tanto no cambiarán las cosas y la constitución no será aprobada. Y, bueno, en España tenemos una constitución de 1978 que no se ha reformado más que en pequeñísimos detalles y en la que, por ejemplo, no se reconoce nuestra pertenencia a Europa, o en la que se sigue hablando de la primacía del varón en la sucesión de la corona. Imaginémonos que los reyes actuales hubieran tenido un hijo en vez de dos hijas. Se hubiera planteado ahí un problema grande. Ahora, ¿por qué no se han cambiado esas cosas, aparentemente pequeñas? Porque se pensaba que en el fondo eso era abrir una caja de pandora. Una sociedad que entiende que su cambio constitucional es una caja de pandora donde van a venir todas las tormentas y todas las tempestades, es una sociedad que no ha conseguido equilibrar suficientemente reglas del juego con adaptación. Cada país tiene su dinámica, pero tengo la impresión de que, en Chile, Perú, España, los cambios se realizan con una parsimonia que es muy poco democrática. En Europa, las constituciones de nuestro entorno se han cambiado muchas veces. Nadie diría que es una frivolidad, simplemente han tenido más procedimientos, menos miedo a abrir esas discusiones.

Aunque del otro lado, recuerdo siempre en Venezuela a Hugo Chávez desde que llegó al poder obsesionado con el cambio de Constitución, un objeto que además lucía en todas sus presentaciones y programas (que eran muchos). Más de dos décadas después del inicio del chavismo los efectos de tanto cambio parecen más bien contraproducentes...

La constitución, efectivamente, es una cosa que no puede ser patrimonializada por nadie. Esta debería servir para que gobernaran administraciones muy diferentes. La virtualidad es eso, que no necesite ser cambiada demasiado y que se pueda sentir cómodo en ese marco de juego actores muy diversos.

A propósito de las Fake News que usted trata en su libro. Cada cierto tiempo sale la noticia de que Estados Unidos y la Unión Europea quieren regular Facebook. ¿Tiene el Estado la autoridad para controlar la mentira?

La democracia es un sistema de gobierno que le tiene menos miedo a la mentira que al poder político que se cree capaz de distinguir entre la verdad y la mentira.

Finalmente, ¿cuáles son los retos de la princesa Leonor, que acaba de jurar a la Constitución en España, para asegurar la continuidad de la monarquía en el mediano plazo?

Conseguir que la monarquía no sea patrimonializada por las derechas, como está ocurriendo ahora, y aceptar una cierta republicanización dela monarquía. Esto puede parecer una contradicción, pero no lo es. Una monarquía que no es objeto de elección, que se transmite biológicamente, solo es aceptable si introduce sus procedimientos rasgos de las repúblicas, me refiero a transparencia, rendición de cuentas, neutralidad, capacidad de integración, funcionalidad, etc. Si eso no se hace, la monarquía tendrá grandes dificultades.

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