David Jiménez: «‘Los diarios del opio’ es el final de mi etapa literaria relacionada a los 20 años de reportero que tuve en Asia»

Mientras se alista para presentar su próxima novela, el periodista David Jiménez se da un tiempo para respondernos sobre sus más recientes libros. Reconocido a nivel internacional por su obra “El director”, un clásico del periodismo en el que aborda el convulsionado año en que dirigió el diario “El Mundo”, el nacido en Barcelona en 1971 tiene en su haber más obras tan notable factura como el mencionado título.

Las últimas dos, para seguir un orden cronológico, son “El corresponsal” (Planeta) y “Los diarios del opio” (Ariel). La primera es una novela en la que Miguel, un joven reportero, rompe fuegos en el oficio cubriendo nada menos que la Revuelta Azafrán que azotó Birmania en 2007. Una vibrante narración en la que, valiéndose de los recuerdos que cultivó en dicha cobertura, Jiménez nos presenta un crisol de historias donde la decepción, el amor y la pasión por ir detrás de la verdad, se mezclan para producir una historia tan fresca como trepidante.

Finalmente, en “Los diarios del opio”, ya en su quinta edición, el autor persigue las huellas de diez de sus más importantes referentes en las letras. Aunque los nombres más mediáticos son los de Joseph Conrad, Graham Greene y George Orwell, como el propio David remarca en esta entrevista, aquellos homenajeados que más lo cautivaron fueron nada menos que las damas: Alexandra David-Néel, quien viajó a Lhasa, capital del Tíbet, y Martha Gellhorn, mítica reportera, esposa de Hemingway, y viajera a Hong Kong, “un sitio encantadoramente miserable”.

Compartimos nuestra entrevista con David Jiménez fundamentalmente en torno a estas dos obras, aunque también acerca de sus recuerdos sobre el oficio de corresponsal de guerra, su método de escritura, y sus planes para su próxima novela –que vería la luz en mayo—y en la que vuelve a su natal España.

A propósito de la novela “El Corresponsal”, entre 2007, que es cuando usted tuvo su experiencia trabajando allí, y hoy, han pasado muchos años, ¿cuánto maduró esta idea de publicar una novela al respecto? ¿O fue más bien un empujón, digamos, que surgió en el último tiempo?

Es curioso porque mi libro de más éxito es “El director”, que ha sido bestseller, está por la doceava edición, y además se va a hacer una película sobre el mismo, pero en realidad yo fui director de “El Mundo” solo un año. En realidad, yo fui veinte años corresponsal. Así que había la sensación de que tenía una buena experiencia, un buen material para contar no solo cómo fue dirigir un gran diario en España, sino también para reflejar cómo era la vida de los corresponsales en la época que a mí me tocó. En parte porque creo que ese modo de vida del corresponsal legendario, mítico, el romántico, no existe más, desgraciadamente. Y hoy se va a cubrir los conflictos muy rápido. Internet ha hecho que muchas veces esa vida que había antes, con bares y reporteros, donde pasaban muchas cosas, intrigas, peleas, amistades, y aventuras, en cierto modo han desaparecido, y yo quería reflejar aquello. Y escogí una revolución que cubrí como enviado especial en 2007, que fue uno de esos eventos que me marcó por lo que ocurrió, por ver cómo los soldados birmanos masacraron a cientos de personas. Por ser testigo de cómo el reportero Kenji Nagai fue asesinado delante de mí, quien además terminó siendo un personaje de mi novela, la cual está dedicada a todos aquellos reporteros que no regresaron de sus coberturas.

En Perú hubo dictaduras. Ahora mismo las hay en Venezuela, Cuba, Nicaragua, etc. ¿Qué de particular tiene la dictadura birmana que, por ejemplo, no tienen las dictaduras latinoamericanas?

Si hiciéramos un ránking de dictaduras, yo creo que la de Corea del Norte estaría en la primera posición en cuanto a represión de su pueblo y, probablemente, Birmania estaría en la segunda. Son regímenes que no se detienen en absolutamente nada. La violación de todos los derechos humanos, la supresión de cualquier mínimo resquicio de libertad, la encarcelación de los disidentes, y el asesinato de cualquiera que ellos vean como una amenaza. En el caso de Birmania, recuerdo muy bien la revuelta Azafrán, en la que miles de personas se estaban manifestando pacíficamente. Nadie arrojó una sola piedra a los soldados, no hubo ni siquiera insultos, la gente solo rezaba. Hablamos, claro, de un pueblo budista. Oraban y marchaban pacíficamente por el centro de Rangún. Y sin mediar palabra ni aviso previo, los soldados empezaron a masacrar a todo el mundo. Hubo un pequeño resquicio de democracia durante algunos años en el país, pero de nuevo, después del golpe de Estado de febrero del 22’, este ha entrado en una zona oscura en la que la represión es tan brutal, que ya no estamos hablando solo de la detención de disidentes o incluso del asesinato selectivo. En los últimos meses, con escasísima atención de los medios, el Ejército birmano ha bombardeado directamente poblaciones donde consideran que se esconden opositores a su gobierno. Es una situación terrible, un sistema orwelliano de control absoluto de la sociedad, y es verdad que en Latinoamérica ha habido y todavía hay dictaduras. También las hay en África, algunas terribles, pero la birmana, junto a la de Corea del Norte, son de las peores.

A los autores no les gusta que les interroguen sobre qué disfrutan más en la escritura, pero usted ha escrito “El corresponsal” usando muchas de sus vivencias. ¿Le es algo más fácil tomar sus recuerdos o, por lo contrario, prefiere inventar diálogos, situaciones y hechos ficticios?

Todos mis libros tienen un apego a la verdad, a la realidad, ya sean novelas o libros de no ficción. Mi primer libro, “Hijos del Monzón”, es un texto que cuenta la verdad sobre esos diez niños que años después de haberme encontrado en mis viajes, fui y regresé a ver qué había ocurrido con ellos. Luego escribí una novela que se titulaba “El botones de Kabul”, que estaba muy basada en la realidad de la guerra de Afganistán que yo había cubierto durante más de una década. Luego he ido combinando. En “El lugar más feliz” volví otra vez a las crónicas periodísticas. Luego, en “El director” conté mis experiencias al frente del diario El Mundo de España, con las peleas y las luchas por el poder. Era un ensayo de no ficción. Y ahora “El corresponsal” me trae otra vez a la novela. ¿Por qué? Pues es algo que te permite un poco alguna licencia creativa. Pero yo creo que por haber sido periodista tantos años me cuesta mucho fantasear. Aunque no sería capaz de escribir una novela de realismo mágico, o una en la que las cosas que ocurren no fueran muy creíbles y no estuvieran apegadas a la actualidad. Y esto puede ser un problema, porque cuando uno escribe crónicas periodísticas, si tienen algo de novela, entonces, tiene mal periodismo y no estás cumpliendo con lo que deberías hacer. Y del otro lado, si una novela tiene demasiado periodismo, también puede ser una mala novela. Entonces, (en “El Corresponsal”) he intentado buscar un equilibro entre lo que es una situación real y un relato apasionante para los lectores, con amor, aventuras, y también cosas que la imaginación me ha provocado. Pero, sin duda, los personajes de “El corresponsal”, por raros o estereotipados que puedan lucir, están basados en corresponsales y en personas que conocí en mis años de reporteros.

Tal vez luego de Miguel, Daniel Vinton es el personaje más importante de “El corresponsal”.  Él ya se presenta en una parte de la novela como alguien derrotado, tal vez anti idealista. Pero es curioso porque él ya entregó su vida al oficio, y ahora está más en la etapa final. ¿Cree que hoy es mucho más fácil desencantarse del periodismo a los 35 años?

Es curioso porque en “El corresponsal” he utilizado esa relación entre dos tipos de periodistas. Uno joven que llega con todas las ilusiones de arrancar en el oficio de reportero, y otro que está en un momento de desengaño con la profesión, que ha cubierto guerras, y se pregunta: ¿todo esto que hice, de jugarme la vida, ha cambiado algo? ¿Realmente sirve para algo nuestro trabajo? Así que quería jugar con estos dos momentos, que además yo viví: el de la ilusión y también a veces el del desencanto. Porque al final el periodismo es una pelea contra el desencanto. Yo creo que uno no puede ir a cubrir conflictos, guerras y todas estas cosas donde tu vida corre peligro si no tienes suficientes dosis de idealismo, si no crees que lo que estás haciendo puede servir para algo. Porque si lo que quieres es hacerte famoso, ganar dinero, pues hay mejores formas que irte a Ucrania a cubrir la guerra. Y eso me interesó explorarlo en la novela. Yo quería recrear cómo es de verdad el mundo de los reporteros más allá de lo que la gente pueda pensar o de lo que han visto en películas, y adentrarme de verdad en los miedos que sienten, en las traiciones, en la competencia muchas veces desleal que hay en los conflictos, en el amor, porque también hay tiempo para esas cosas. Quise recrear todo eso de una manera que fuera verídica, pero que también llevara de la mano a los lectores en cierto modo. He intentado traerme a los lectores a esa revolución y que vivieran lo que yo viví. Y pienso que la reacción ha sido buena: la gente ha podido vivir la emoción del corresponsal leyendo mi libro.

«El corresponsal», una fascinante historia con visos de realidad.

Hemos hablado de Miguel, de Daniel, pero hay una serie de personajes secundarios que están como flotando alrededor. Algunos se quedan en Madrid. Y usted los caracteriza, a uno lo llama ‘Toro sentado’, a otros los agrupa en una sección tipo ‘idiotas bien remunerados’. ¿Cómo fue el proceso de adornar esta novela?

Es verdad que el corresponsal, aunque esté a miles de kilómetros de su ciudad, no deja de ser parte de ese otro mundo que ha dejado atrás. Y quería reflejarlo. Reflejar la relación muchas veces tensa que hay entre el corresponsal y sus jefes en la redacción, esos amores que a veces uno deja atrás por seguir una aventura. Cómo vive tu familia que te vayas a jugar la vida lejos. Y cómo muchas veces la vida del corresponsal es incompatible con una vida familiar. Por ejemplo, Daniel Vinton arrastra muchas heridas de coberturas, pero también un drama de no haber podido asentar un matrimonio, de estar un poco perdido en el mundo. Y esa es una sensación que tienen muchos corresponsales, que cuando regresan a casa se sienten inadaptados. Están en la cola del supermercado, pero en su mente tal vez siguen en Afganistán. Ese choque constante entre dos mundos muy diferentes, el que han abandonado, donde sus amigos y su familia siguen viviendo una vida apacible y normal, versus la otra vida del corresponsal, que ha estado cubriendo conflictos, y ha visto gente matarse, y muchas otras cosas horrorosas. Quise, pues, reflejar cómo para los reporteros cuando volvemos nos es difícil reintegrarnos en una vida cotidiana. Y Daniel Vinton es un gran ejemplo de otros compañeros y amigos que he visto que han tenido problemas, y que en algunos casos han terminado necesitando apoyo psicológico. He tenido colegas que para soportar lo que han vivido se han dado a la bebida, han sufrido depresiones, el llamado stress postraumático. Todo eso está reflejado en “El corresponsal”.

Le preguntaron en Twitter cómo puede hacer uno para ser reportero de guerra, y usted respondió que hay otras opciones además de ese oficio si uno quiere lograr buenas historias. Y esto me hace pensar en si el oficio en sí de corresponsal no está en peligro de extinción, pues, salvo el New York Times o El País, la gran mayoría de medios no destinan recursos para enviar gente afuera. ¿Qué tan perjudicial es esto de no tener un compatriota que, desde afuera, nos cuente cómo se transforma el mundo?

La vocación sigue estando. Ese mensaje que me recuerdas de un joven estudiante de periodismo, que me dice: “quiero irme a Ucrania a ser reportero de guerra, qué me aconsejas para volver completo”. Pues mi consejo es que no vaya. Pero digamos que es un consejo con fecha de caducidad. Yo no le estaba diciendo no vaya nunca, sino que vaya cuando esté preparado. Y antes de cubrir una guerra, que es la situación más extrema a la que se puede enfrentar un periodista, creo que es bueno haberse formado, haber cubierto información local, nacional, no sé, haber cubierto a lo mejor una inundación en una comarca cerca de casa, un crimen, una serie de cosas que te van formando como periodista y te preparan para ir un día a cubrir un conflicto. Lo que no me parece bien es acabar, graduarte en la universidad y al día siguiente estar en una guerra. Yo creo que, para escalar el Everest, antes hay que haber conquistado picos de 2mil, 5mil, etc. Y a mí me alegra, sin embargo, ver que hay jóvenes que todavía quieren ser reporteros de guerra. Yo no creo que vaya a morir el oficio, porque siempre va a ser importante y necesario que se cuente lo que pasa en esos lugares, pero es verdad que ha evolucionado mucho. Por ejemplo, hoy en Ucrania hay compañeros que cubren la guerra con un teléfono móvil, un trípode y enviando crónicas inmediatas. El corresponsal tal como se entendía antes, una persona a la que se le paga una vivienda, que entre crónica y crónica tiene tiempo para departir en el club de corresponsales, que los editores le dan 10 días para hacer un grandísimo reportaje en profundidad, es algo extraño de ver hoy. Los tiempos de Internet demandan mucha más cantidad de información, mucho más rápido. Y creo que el modo de vida del corresponsal de antes, que yo tuve la suerte y el privilegio de vivir, eso no va a volver. Ahora son trabajos más precarios, salvo que sean corresponsales del New York Times, tal vez. Pero incluso estos trabajan a un ritmo mucho más rápido del que se trabajaba antes, cuando tú enviabas tu crónica al periódico de papel y te podías olvidar hasta el día siguiente. Ahora, según llegas a un sitio ya te están llamando para pedirte una pieza, y a las dos horas una actualización. Y luego un Podcast o un video. Además, te piden promocionar tus historias en las redes. Me parece que (el corresponsal) se ha convertido en un trabajo menos evocativo, menos romántico, donde la labor muchas veces es excesiva, y no se puede hacer con la calidad y la profundidad que muchos reporteros querrían.

Hablando de “Los diarios del Opio”, yo supongo que a lo largo de su vida ha leído muchos libros y tiene varios referentes. ¿Qué le hizo escoger a los 10 personajes que aparecen en su libro por encima de muchos más?

Primero, tenían que ser escritores que hubieran tenido experiencias vitales muy fuertes en Asia. Este es un libro que narra las aventuras de míticos escritores en Asia, y lo que he hecho es seguir sus huellas, intentar realizar sus viajes, y contar también pues qué ha cambiado desde que ellos estuvieron allí. Graham Greene en Vietnam, Orwell en Birmania, Joseph Conrad en Borneo, etc. Y es verdad que había leído historias y libros sobre ellos, y me fascinaba el mundo que habían conocido, y en parte sus narraciones y sus libros sobre Oriente fueron una motivación para el trabajo que hice después. Fue bonito seguir sus pasos, por supuesto que sin querer compararme a ellos. Hay una intención de dejar en claro que ellos son escritores legendarios y que yo simplemente hago el juego de seguir sus pasos y busco descubrir qué nos ha atraído, a los occidentales, sobre todo, a viajar al Extremo Oriente desde hace tanto tiempo. Ese fue uno delos objetivos del libro. Yo pasé 20 años en Asia, pero no tenía claro qué es lo que me había atraído tanto de Asia. Un lugar al que fui para pasar seis meses y me quedé casi media vida. Y al releer otra vez los libros de esos escritores legendarios, la pasión, ese gran secreto que parece ocultar el oriental, pues fui descubriendo los motivos que me amarraron a ese continente tan fascinante.

Al comienzo del libro hay una mención a la forma del turismo actual, más ‘masivo’ quizás. ¿Coincide con aquellos que señalan que la forma en que hoy se hace y promueve el turismo puede terminar siendo contraproducente y al final generar más daño que beneficios?

El turismo genera beneficios, evidentemente. Las comunidades que reciben turistas pues obtienen dinero que es muy importante para ellos. El problema es cuando el turismo es tan masivo que lleva a convertir lugares que eran auténticos y especiales en parques temáticos, donde todo está hecho para el turista. Y esos lugares para adaptarse al turismo digamos que traicionan un poco sus tradiciones, su arquitectura, incluso su comida. Esta idea de que me voy a Bangkok y lo primero que hago es ir a un McDonalds, me resulta absurda. O me voy a comprar a un Zara cuando tengo uno al lado de casa. Es un equilibro difícil. No tengo la solución absoluta de cómo se debería de hacer. Pero sí que me parece que cuando vemos colas inmensas de gente, que además va dejando basura en lo alto de una montaña, o cuando vamos a playas en España, masificadas, donde se ha construido cemento y cemento sobre la arena, y prácticamente no queda un centímetro de costa que no se haya construido, o cuando vamos a lugares como Cachemira, que de repente han perdido esa tranquilidad, ese misticismo, y ahora es todo ruido, y se abren discotecas y bares. No tengo nada en contra de las discotecas y bares, porque a mí me gustan también, pero no me gusta irme a una ciudad en el Himalaya y encontrármelas. Pero, por otro lado, también pienso que estas poblaciones tienen derecho a desarrollarse, a vivir lo que hemos vivido en Occidente. Entonces, es difícil. Me parece un poco condescendiente de mi parte decirle a una población de una aldea en la India cómo deben de explotar el turismo. Y, por otra parte, como viajero, es verdad que yo siento que los lugares que han sido tocados por el turismo masivo van perdiendo su autenticidad y cada vez se van convirtiendo más en algo homogéneo. A mí me preocupa que un día nos despertemos y el mundo sea igual en todos lados, que esa diversidad que es la riqueza de nuestro planeta, se haya perdido.

El último de los libros publicados por Jiménez. En él usa sus experiencias para vincularlas con epopeyas de sus grandes referentes. El lugar fundamental es Oriente.

Varios de los lugares que aparecen en este libro son regímenes autoritarios o dictaduras inclusive. Ya que usted ha sido corresponsal o conoce en profundidad varios de dichos territorios, ¿podría decir si ellos tienen una misma definición de lo que es democracia que nosotros?

El concepto de democracia está muy ligado a Occidente, es verdad. A mí me gusta hablar de derechos universales, porque creo que hay muchos líderes, muchos países que se justifican. Y dicen que ‘esto de la democracia es una cosa occidental, y que (en nuestros países) tenemos otras costumbres’. Pero aquí no hablamos de costumbres, sino de la libertad de prensa, de la libertad de expresión, de la libertad de amar a quien quieras, sea de un sexo diferente o del mismo, hablamos de igualdad, de no discriminación, de que uno pueda defender sus ideas políticas sin que lo metan a la cárcel o lo maten. No me vale cuando muchas veces oigo a dictadores justificar sus regímenes diciendo que nosotros tenemos otra ‘cultura democrática’. Bueno, hay una declaración universal de los derechos humanos. A mí me parece bien que todos los países elijan el tipo de democracia siempre que respeten esa declaración. Por ejemplo, en Asia, se habla mucho de los ‘valores asiáticos’ para renegar de la democracia. Y muchas veces se etiqueta a la democracia como una cosa occidental. Pero no es una cosa occidental, sino un derecho de los ciudadanos a escoger en libertad a sus representantes, de poder opinar, de poder ejercer el periodismo libremente. Y donde eso no se produce, hay dictaduras, y yo creo que van contra la naturaleza del ser humano, que es un espíritu libre. Pero soy un convencido de que todas las dictaduras, tarde o temprano, van a caer. Sé que ahora estamos en una etapa complicada de regresión democrática, pero soy optimista en que al final los países, de manera autóctona — porque soy totalmente contrario a la intervención en países ajenos– deben aprender a desarrollar esa cultura y esos mecanismos.

¿Podemos hablar de una diferencia sustancial en cuanto a la forma en que los autores que usted elige para su libro ven a la mujer, en comparación a cómo la ven en sus propios territorios de nacimiento?

Hay un gran mito sobre la mujer oriental, que se supone que es más dócil, sonriente y delicada. Ese es un mito que han traído los occidentales durante siglos. Se ha escrito mucha literatura y se ha hecho cine al respecto. Y sigue ocurriendo que muchos europeos se van a Oriente y se enamoran locamente de mujeres asiáticas. Y también, desgraciadamente, esa fascinación, esa mitología sobre la mujer asiática se ha explotado para el turismo sexual. Y ahí es donde hemos pasado del romanticismo, de la evocación de la mujer oriental al viaje para simplemente buscar un placer que muchas veces tiene detrás el tráfico de personas. Eso es algo que a veces se nos olvida. En “Los diarios del opio” es un tema que se toca. Hablo de todos esos hombres que van en busca de una segunda oportunidad amorosa y creen encontrarla allí. Pero también cuento en el libro que muchos acaban estrellándose en sus creencias románticas, y que no todo es como lo cuentan la literatura.

No sabía que Orwell tenía una historia tan particular con Birmania. ¿Se enteró de eso de antes, durante o después de su trabajo como corresponsal en ese territorio?

En mis primeros viajes a Birmania uno de los libros que leí fue “Los días de Birmania”, su primera novela. Ahí cuenta cómo era la vida en las colonias. Y luego allí, y es curioso porque –“1984” y otros libros estaban prohibidos, porque no dejan de ser una denuncia de su sistema totalitario que ellos tienen ahora, aunque se escribieran antes—los birmanos, la dictadura, permitía que los birmanos lean “Los días de Birmania” porque es una denuncia del colonialismo, pero no les dejaban hacer lo mismo con “1984” porque es una denuncia de las dictaduras y del totalitarismo. Bueno, hace muchos años me propuse llegar a la aldea donde Orwell había vivido, y visitar la vivienda donde él estuvo además como policía imperial. Allí es donde él adquiere una sensibilidad especial hacia la opresión. Porque se da cuenta que el imperio británico está oprimiendo a los birmanos, que no está ahí para civilizar, sino que en realidad el colonialismo no deja de ser un intento de explotar los recursos de otro país y de someter a los nativos a tus deseos. Y él se dio cuenta en su vida real porque él era parte del aparato represor del imperio en Birmania. Yo creo que eso le marcó como escritor para, tiempo después, escribir algunas de esas fantásticas novelas que todavía son muy relevantes sobre el control de la mente humana y la manipulación totalitaria.

¿Cuál de los diez autores seleccionados elegiría como predilecto? ¿De quién especialmente recomendaría su lectura?

Todos tienen pasado oscuro, vidas secretas y grandes aventuras. Pero me gustan especialmente las dos mujeres que aparecen en “Los diarios del opio”, porque viajar en esas épocas, buscar la aventura como ellas hicieron, tanto Martha Gellhorn como Alexandra David-Néel, requería un extra de coraje. Requería un extra de coraje dejar todas las convenciones de tu mundo para irse a esas aventuras fantásticas. En el caso de Alexandra se convierte en la primera mujer occidental que llega a Lhasa después de un viaje de meses y meses de aventuras. En el caso de Gellhorn fue la gran reportera del siglo XX y me encanta que en la gran exclusiva que es el desembarco en Normandía, acaba ganándole la partida al propio Hemingway, que era su marido. Y ese viaje que cuento de ambos en China dice mucho de la época y del valor que tuvo una mujer que después, con casi 80 años, se fue a cubrir la invasión de Panamá, y que vivió el reporterismo hasta el último día con una pasión increíble.

En el capítulo de Conrad alude al conquistador Francisco Pizarro, vinculado quiérase o no con Perú. Hoy se suele mucho juzgar el pasado, Y muchos de los lugares que aparecen en “Los diarios del opio” también fueron colonias en algún momento. ¿Qué balance podría hacer al respecto? ¿La experiencia de la colonización ha sido mayoritariamente grata o más bien lo contrario, y no funcionó en absoluto?

En el libro cito a Joseph Conrad, que viene a decir que detrás de la visión romántica del conquistador en realidad lo que hubo es saqueo. Nosotros no fuimos a América a civilizar, sino a llevarnos el oro y la riqueza de esas tierras. Y creo que, en el caso de España, se dejó una lengua común, las universidades, cosas positivas, seguro que sí, pero yo no creo que se pueda –como pretenden algunos políticos latinoamericanos—culpar a la generación actual de españoles de lo que hicieron sus antepasados. Lo que creo es que los españoles le debemos a América la verdad. No podemos glorificar lo que hicimos ahí, ocultando que hubo masacre, que llevamos enfermedades, que provocamos daños muy importantes. Entonces, más que pedir reparaciones o perdón, como ha solicitado Andrés Manuel López Obrador, me parce que América tiene el derecho y nosotros deberíamos tener el deber y la responsabilidad de contar la historia tal como fue. Y eso todavía no sucede en España. Cuando uno lee los libros escolares, la parte glorificante de la conquista está en todo lado. O en el museo de Trujillo de Pizarro. Él ahí es un héroe. Claro, supongo que cruzar los mares en aquella época y hacer todo lo que hizo tiene algo de gesta, pero detrás hubo claramente una intención de explotación, de saqueo y provocó muchas cosas perjudiciales que por supuesto no podemos juzgar con los valores morales de hoy. Porque son diferentes. Es como pedirle a Gengis Kan que hubiera ido a la ONU a pedir permiso antes de invadir un país. Eso es absurdo. La ONU no existía en ese entonces y éramos muchos más salvajes. Conquistar a otros estaba bien visto. No había una connotación moral negativa de la conquista. Hay veces que te encuentras gente que, por interés político doméstico, explota también estas diferencias de una manera que no tiene mucho sentido. España le debe sobre todo a América la verdad sobre lo que pasó. Con las cosas buenas que pudimos hacer, pero también con todo lo malo que trajo aquella invasión de las américas.

¿Hay algo más sobre el continente asiático que desee contar o el ciclo se acabó?

Se ha cerrado la etapa asiática. De mis seis libros, cinco están situados en Asia o cuentan algo al respecto, menos “El director”, claro. Lo próximo será una novela con temática española. Pero “Los diarios del opio” es el final de mi etapa literaria vinculada con mis 20 años de reportero y corresponsal en Asia. Lo que tenía que contar lo he contado y ahora lo que necesito es gasolina creativa para contar otras historias. Mi idea es cambiar de aires, inspirarme en otras culturas, conocer otros sitios y también acumular experiencias que luego se puedan contar en otros libros.

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