Gerardo Figueroa: “Gracias a la publicidad tengo una vida que me permite divertirme escribiendo cuentos”

El vínculo entre Gerardo Figueroa (Buenos Aires, 1957) y la literatura es muy peculiar. Si bien llegó a ella desde muy chico, leyendo las historias de Guillermo Tell y los cuentos de Julio Cortázar, luego la dejaría en stand by para dedicarse –con mucho éxito—a la publicidad.

Fue director creativo de JWT y Ogilvy & Mather, compañías donde se hizo un nombre y prestigio cumpliendo lo que le enseñaron sus maestros: a no mentir y a no tratar a la gente como idiota.

El tiempo, sin embargo, le daría una nueva oportunidad con las letras. En 1994 obtuvo una mención honrosa en El Cuento de Las Mil Palabras de la revista “Caretas” y en 2016 pasaría lo mismo en otro certamen realizado en la capital.

Ya alejado del mundo de la publicidad, Gerardo Figueroa intenta abrirse paso en la literatura con su primer libro titulado “Hallazgos y extravíos” (Ediciones Catavento), un conjunto de cuentos que cumple su propósito de capturar la intención del lector condensando experiencias personales con elementos de ficción.

En esta entrevista, el autor nos habla un poco sobre su historia personal, además se anima a desmembrar el origen de algunos de los mejores relatos de esta obra que para él “no es un libro sino 145 gramos de papel y tinta”.

-Usted nació en Argentina pero vivió desde los seis años en el Perú. ¿Se siente más peruano que argentino o viceversa?

Creo que estoy recuperando una nacionalidad que me vi obligado a perder cuando salí de mi país, a muy corta edad. Lamentablemente, los argentinos no son muy bien vistos afuera, y lo entiendo. Hay altaneros, pedantes y algunos demasiado ‘vivos’. Quizás por eso cuando llegué a vivir a Perú sentí una hostilidad muy grande, tanto así que decidí nacionalizarme. Pensé en que si había una manera de terminar con la hostilidad era convirtiéndome en un peruano más, así que a los 18 saqué mi DNI. Con el tiempo llegué a sentirme más peruano que muchos, básicamente porque conozco mucho este país. Pocas personas han viajado tanto a lo largo del Perú como yo, y recorrerlo para mí una cosa maravillosa. Hoy te diría que soy tan peruano como la mayoría aquí, pero me siento muy argentino también.

-Me dijo antes de la entrevista que empezó a leer de muy niño (6 años). Entre ese momento de su vida (1963) y cuando decidió postular al concurso ‘El cuento de las mil palabras’ (1994) pasaron muchos años. ¿Qué lo animó a pasar de la lectura a la escritura?

Sinceramente, no lo sé, pero quizás todo empezó por el amor. Estaba enamorado de una chica del barrio y le escribí un poema. Era una tontería pero me gustó mucho lo escrito. Algún tiempo después me enamoré de la profesora de Literatura en la escuela. Ella era una tipa muy bacán en el sentido de que promovía la sensibilidad de sus alumnos hacia la poesía, la música, las novelas o los cuentos. Recuerdo que en uno de mis intentos por seducirla le dije que quería ser poeta y le llevé algunos poemas que escribí para ella. Me dijo ‘primero lee esta lista de poetas y luego me traes tus poemas’. Fue un desafío extra al que ya el colegio nos imponía con sus lecturas. Luego, ya en segundo de secundaria cayó en mis manos “Huerto cerrado” de Alfredo Bryce Echenique y el formato simplemente me maravilló. Esa posibilidad de escribir cosas cortas me gustó mucho. Quizás ahí empecé a escribir en cuadernos y a juntarlos.

-¿Qué primeras obras lo acercaron formalmente a la literatura?

El primer gran personaje literario que llegó a mí fue Guillermo Tell. En mi casa había una hora para dormir y se cumplía de forma tajante, y yo me recuerdo encendiendo la linterna para leer este libro que me tenía seducido. Recuerdo además una anécdota posterior: la profesora pidió donación de libros para la biblioteca del colegio y un compañero de carpeta metió la mano en mi maleta y sacó mi libro de Guillermo Tell. “Figueroa ha traído este libro para donarlo”, dijo, generando aplausos de todos. Así que pude ver cómo aquel libro desaparecía en mi cara por culpa de esta especie de delincuente juvenil (risas). Terminando la secundaria podría decirte que leí de todo. Una vez un compañero de carpeta leyó en voz alta “Pérdida y recuperación de un pelo”, relato del libro “Historia de Cronopios y famas” de Julio Cortázar. Al escucharlo pensé en cómo era posible escribir cosas tan maravillosas.  Quedé deslumbrado por las historias cortas, aunque todavía sin dominar la técnica, claro está.

-¿Y con los años insistió en la poesía o la dejó de lado?

La dejé por completo. Creo que la tarea que me dejó esa profesora incidió en ello (risas). Al leer a todos esos autores me di cuenta que no estaba hecho para ese género. Escribir poesía es lo más cerca que uno puede estar (con la escritura) de la virtuosidad de un músico o de un pintor.

-¿Por qué se animó a concursar en “El cuento de las mil palabras” en 1994? Algo siempre nos lleva a aceptar que nuestros escritos sean juzgados por otros…

Yo había escrito ese cuento diez años antes, pero al volver a Perú lo recordé y me di cuenta que era una pieza con todos los elementos de dicho género. “El reencuentro” es una historia que te lleva de la mano, que tiene un principio y un final conectado por los cuales ha transcurrido una historia. El día que terminé de escribir eso, en Guayaquil, pensé ‘esto vale la pena’. Así que al retornar a Lima existía este certamen y decidí enviarlo. Fue algo muy gracioso porque me olvidé que había postulado y cuando me llamaron para invitarme a la premiación yo les dije ‘oigan, no me tomen el pelo, no bromeen’.

-Luego, entre 1994 y el año en el que logró una mención honrosa del Premio Casa de la Literatura Peruana (2016), pasaron 22 años sin publicar nada. ¿Por qué ese silencio?

Es cierto, no publiqué, pero escribí mucho. Y no publiqué porque no me sentía seguro de que lo que escribía valiese la pena. Cuando a principios del año pasado decido hacer un stop, no trabajar más (en publicidad) por un tiempo y reinventarme, pensé en escribir. Entonces le pasé una selección de cuentos a un gran amigo mío, Jaime Campodónico. “Con todo el amor que nos tenemos como casi hermanos, dime si crees que vale la pena. No estoy para pasar vergüenza a esta altura de mi vida”, le imploré. Dos días después me llamó muy contento para alentarme a que publique. Me aconsejó contactar a Juan Pablo Mejía, un editor joven y muy talentoso. No tengo más que palabras de agradecimiento hacia su trabajo. Le presenté 48 cuentos y él descubrió 16 que se parecen, que presentan un hilo conductor. Cada uno tiene personajes y voces distintas, pero Juan Pablo supo encontrarlas, ponerlas juntas. Se apropió de ellas. Por momentos parecían más sus cuentos que los míos (risas).

-No da la impresión de ser un ‘primer libro’ este porque algunos de los relatos están muy bien armados, cumplen como si usted tuviera ya un par de textos en su haber. Por ejemplo, el cuento “Vacaciones en Buenos Aires” tiene un lenguaje muy delicado, sobresaliente, pero sobre todo un giro rotundo al final…

El cuento está basado en un hecho absolutamente real. Viví enamorado de Alejandra hasta los 18 años. Ella fue la puerta por la que descubrí el amor cuando tenía solo cinco. Me sentaba en la puerta de su casa a que ella salga y viceversa. Nos amamos sin saberlo, porque éramos niños. Luego descubriríamos el amor ya entrados los años. Me pareció una historia de amor digna de contarse, aunque sí admito que pensé ¿a quién podría gustarle la historia de mi primer amor? Así que decidí darle ese giro que mencionas al final.

-¿Le sirvió de algo el mundo de la publicidad para incursionar en la literatura?

Claro que sí. Cuando terminé el colegio estaba aterrado. Probablemente si me proponían permanecer ahí cuatro años más, aceptaba de inmediato. Y recuerdo que un profesor de filosofía me dijo en francés ‘Figueroa, usted es un soñador’. Creo que no encontró la forma de decírmelo bonito, porque él se refería a soñador de cosas inútiles o imposibles. Así que me quedé con esa idea como si fuera una sentencia. Al terminar el colegio le dije a mi papá: “quiero ser escritor”. “Te vas a morir de hambre”, me respondió. Empecé a explorar estudios y fracasé en todos, hasta que un amigo me dijo “ya basta, te llevaré a un lugar en el que tu talento se paga”. Me llevó a JWT, la agencia de publicidad más importante entonces en el Perú.

-¿Cuánto aprendió ahí?

Muchas cosas, como a no derrochar palabras, a escribir cortito, porque la publicidad te exige precisión absoluta. Aprendí  también a no mentir, a que uno no debe intentar engañar a las personas. El publicitario está muy estigmatizado y aunque sí existen algunos que confunden la publicidad, a mí me enseñaron en JWT que detrás de una radio o de un periódico puede estar tu madre escuchando o leyendo, así que no debes intentar tratarlos como si fueran imbéciles. Así que aprendí el oficio publicitario en el mejor lugar del mundo, el grupo WPP, dueño de algunas de las agencias por las que después pasé. También aprendí que el proceso creativo es, efectivamente, un ‘proceso’. Me dijeron que cuando llegue a dominarlo produciría cada vez más y mejores ideas. Estoy agradecido con la publicidad porque gracias a él soy un tipo que actualmente tiene una vida relativamente cómoda que le permite dedicarse a algo tan divertido como escribir cuentos.

-En “Asuntos de familia” está presente la fascinación por crear palabras, o más bien por asignarles denominaciones. Todo en un contexto peculiar y familiar. ¿Cómo surge este cuento?

Ese cuento es una mezcla de ficción con una historia muy personal.  Cuando estaba buscando qué hacer con mi vida, una amiga que estudiaba Lingüística en la PUCP me dijo que estaba trabajando para el Diccionario de la Real Academia Española y que sabía se necesitaba gente para levantar data en Perú. Y yo, que no tenía oficio ni beneficio entonces, acepté sumarme. Me pareció divertidísimo este trabajo. Recibía planillones que debía llenar con respuestas a preguntas tipo ‘¿Qué utensilio usa usted para llevar algo de sopa a la boca?’ Entonces, imaginé a una familia que no estaba dispuesta a esperar que las palabras surjan sino que buscaba la manera de encontrarlas por medio de atajos.

-“Último minuto” es un cuento impregnado de realismo que me interesó mucho. Su protagonista es un periodista en un país sumido en la violencia. ¿Le costó retratar cosas tan crudas y dolorosas?

Tengo un amigo periodista que es corresponsal extranjero en Perú. Él es el personaje central de ese cuento. A mí me tocó vivir la violencia en Perú de forma muy particular. Intentaron matarme. Pusieron una bomba en el auto (de mi pareja) que yo manejaba, simplemente porque yo era empleado de JWT. Querían matar a alguien de esta compañía que –según ellos– representaba al ‘imperialismo’. Así que subí a hablar con mi jefe y le dije ‘o me sacas del Perú o yo me voy’. Esa historia de la violencia, del terror, de los perros colgados, son cosas que se quedan en tu memoria. Y ese cuento tiene líneas muy duras, tristes, algunas que hablan de niños llorando junto a cadáveres, o de mujeres defendiendo su verdad en un idioma distinto. Nosotros no podemos dimensionar el drama de la violencia en el Perú solo por el número de muertos sino por lo que este fue realmente. Y para mí escribir ese relato fue algo doloroso.

-Finalmente, usted llevó taller de escritura con Johann Page, ¿cuál podría decirme fue la gran enseñanza que se llevó de ese curso?

A Johann le debo muchísimo y creo que lo más importante que saqué de su taller fue el marco teórico. Uno puede tener mucho talento pero la parte teórica es fundamental en un oficio como este. Johann me dijo ‘un cuento debe tener esto, esto, esto y esto. Si no lo tiene, pues no es un cuento’. Además, yo solía decir que escribía cuentos ‘con la mano izquierda’. Bueno, el taller me enseñó a hacerlo ‘con la mano derecha’. Mis cuentos solían ser muy descriptivos, eran buenos en  la parte relacionada con los sucesos y escenarios, pero les faltaba el lado humano, los sentimientos. Eso aprendí a trabajarlo con Johann. Si bien al comienzo me fue fatal (risas) debo admitir que el taller fue un proceso muy enriquecedor.

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