Cada año descubrimos nuevos y modernos dispositivos capaces de almacenar una mayor cantidad de libros electrónicos para aquellos lectores que prefieren las pantallas al papel. Este hecho podría hacernos olvidar que apenas unos siglos atrás todo era impreso. Y por consiguiente, el almacenamiento de textos no dependía de gigabytes, sino de bibliotecas.
Situándonos en esta parte del continente, las primeras bibliotecas correspondieron principalmente a instituciones religiosas y en segundo lugar a universidades. ¿Significó esto que la mayoría de los libros almacenados allí eran sobre temas religiosos? No necesariamente. Así lo explica Carlos Aguirre, historiador y docente de la Universidad de Oregon.
Él editó junto a Ricardo D. Salvatore «Bibliotecas y cultura letrada en América Latina. Siglos XIX y XX» (PUCP, 2018), un interesante y completo volumen que recoge una serie de ensayos en torno a la importancia histórica de estos centros del conocimiento.
El artículo que Aguirre aporta al compendio ahonda en la relación que varios intelectuales peruanos tuvieron con los libros y con la promoción de la lectura en diversos momentos del siglo XX. Así veremos enlistados a personajes como Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro o Luis Alberto Sánchez. Ellos, por su condición de figuras públicas o de simples amantes de la lectura, tuvieron la posibilidad de almacenar numerosos y a veces invaluables títulos.
Aquí la entrevista a Carlos Aguirre sobre «Bibliotecas y cultura letrada en América Latina. Siglos XIX y XX«, un texto fundamental para comprender los orígenes y cambios de un espacio que ante el avance de la tecnología no ve necesariamente amenazada su existencia, pero sí se enfrenta a un panorama de muchos retos.
-Este es un libro sobre la historia de las bibliotecas en general, muy pormenorizado en cuanto a épocas. Si hablamos del Perú, menciona usted que las primeras estaban más vinculadas a la iglesia. ¿Entonces podemos pensar que los libros almacenados eran más sobre temas religiosos?
La mayoría, sí, pero también había de filosofía e historia. Las bibliotecas coloniales –tema del cual no soy especialista pero colegas como Pedro Guibovich, sí—eran lo que podían ser, teniendo en cuenta que la mayoría de esos libros no eran impresos en América sino más bien traídos. Y además eran bibliotecas restringidas, en el sentido de que solo accedían a ellas sacerdotes, monjes o quienes habitaban los conventos. Además de que estaban hechas para formar grupos de sacerdotes o teólogos, para reforzar la fe y su posibilidad de cumplir con funciones evangelizadoras. Así que no eran para nada bibliotecas abiertas. Luego ya vienen las (bibliotecas) institucionales de las universidades en las pocas ciudades donde estas instituciones existían.
-¿Por qué el año 1950 marca un hito en el proceso de masificación del libro en el Perú?
Lo que sugiero, y es algo que he trabajado en otros ensayos, es que hay una serie de esfuerzos más o menos coordinados sobre todo al finalizar la dictadura de Odría. Uno de los factores fue el regreso de intelectuales como Manuel Escorza, Gustavo Valcárcel, y (ellos) encuentran en la edición de libros una manera de ganarse la vida pero sobre todo de tener una participación en alguna de las facetas que implica cambiar al Perú: educar al ciudadano y masificar la cultura. Había también nuevas tecnologías para imprimir más barato (como el Offset). Y algunos de estos personajes habían tenido experiencias en los países donde vivieron exiliados. De hecho, cuando Escorza lanza la colección Populibros (1963) el nombre lo toma de una colección mexicana. Entonces creo que estos esfuerzos impactaron sobre todo en sectores urbanos, clase media, y en ciertos sectores de las clases populares (incluso algunos llegaron a provincias). Lo más importante era que se trató de libros baratos, al alcance de los trabajadores. Así se irían formando las primeras bibliotecas familiares.
-¿La capacidad de cada coleccionista estaba muy ligada a su poder económico?
Naturalmente.
-¿Incluso de los intelectuales?
Sí. Algunos tenían fortuna propia o familiar, y tal vez pudieron heredar muchos libros, pero la mayoría eran intelectuales que gracias a su trabajo fueron adquiriéndolos. Claro, eso significaba que sus trabajos debían ser muy bien remunerados.
-Contrariamente a la mayoría de los mencionados, Ribeyro es uno de los que menos libros documentados tiene en su colección. ¿Esto responde a su vida algo azarosa?
Julio Ramón Ribeyro es un personaje fascinante en muchos sentidos y su relación con los libros –como lo cuento en mi ensayo—era compleja y a ratos contradictoria. Él obviamente ama los libros, y lo dice muchas veces, pero hay momentos en los que siente hacia ellos, como hacia otras propiedades materiales, una cierta distancia. Como si le importasen menos. Él no era el coleccionista que cuidaba, guardaba y nunca se desprendía de sus libros. En mi ensayo cuento cómo a veces se quedaba sin dinero para comprar cigarrillos en París, así que llevaba un puñado de libros y los vendía a los ‘libreros de viejo’.
-Algo absolutamente impensado en otros…
Claro. Y creo que tiene que ver con su condición un poco precaria al comienzo. Su biblioteca era pequeña y tengo entendido que todavía está en poder de su viuda en París, aunque hay una parte pequeña formada en Barranco. Yo pude conversar con la viuda del hermano de Ribeyro en Miraflores y ella me enseñó algunos libros de la biblioteca familiar que habían sido leídos por Julio Ramón, algunos con lomos desprendidos o en ediciones muy precarias. Así que si uno lo compara con Vargas Llosa o con Denegri Luna, la biblioteca de Ribeyro era pequeña y estuvo sujeta a todo tipo de vicisitudes que tenían que ver con su personalidad.
-Me ha parecido muy especial la tabla con datos muy específicos de coleccionistas de libros que usted adjunta en su ensayo. Aparece Félix Denegri Luna con 50 mil títulos estimados en su biblioteca y que además cedía algunos para que otros los revisen y estudien.
Sí, ese es un caso muy especial. Conocí a Félix cuando en los años ochenta investigaba para lo que a la postre sería mi primer libro (sobre la esclavitud). Probablemente fue Scarlett O’Phelan quien me contactó con él. En ese entonces Denegri vivía en San Isidro y para poder cobijar tantos libros había construido una sección muy grande apartada de su casa. Él era historiador, jurista, pero sobre todo coleccionista. Reunió una cantidad de libros antiguos, folletos increíbles que en algunos casos ni siquiera estaban en la Biblioteca Nacional del Perú, periódicos del Cusco, Bolivia y otros países del área andina. Ahí viene la parte que lo pone un poquito como un caso excepcional dentro de los que yo reseñé en mi ensayo: había una tertulia que se reunía en su biblioteca, convirtiéndola así en un espacio de intercambio. Félix daba acceso a los investigadores a sus materiales, algo que es muy raro porque los coleccionistas suelen ser muy aprensivos con sus libros, incluso a veces egoístas. Y no prestan libros porque o se los pierden o se los roban o se los maltratan. En mi caso presto cada vez menos libros (risas). Pero él permitía que los investigadores se acerquen a su espacio, convirtiéndolo casi en una biblioteca pública.
-¿Debe la familia de un coleccionista de libros tener la última palabra con respecto a lo que este deje al morir o es el Estado quien debe hacerse responsable alegando un fin superior?
La familia tiene la última palabra, salvo que el propio individuo haya dejado explícitamente escrito su deseo, por ejemplo, Vargas Llosa decidió que dejaría donando su biblioteca a la Región Arequipa. Así que el día que muera la familia no podrá alterar su voluntad. En otros casos la familia sí está facultada para tomar la decisión posterior a la muerte del coleccionista.
-Y a veces optan por vender los libros…
Sí, yo cuento en mi libro algunos casos de intelectuales que murieron y luego su familia tuvo que tomar una decisión. No es algo fácil, porque (una biblioteca) es un ‘bulto’ muy pesado. Y a veces la familia no tiene ni la energía ni el tiempo ni el conocimiento para manejar el tema. A veces incluso ni siquiera viven en el Perú, así que deben tomar una decisión dolorosa como venderla. Y al venderla a veces se ofrece a alguna institución o a veces simplemente se pone en los circuitos de ‘libreros de viejo’. Yo he visto varios libros de estos en Amazonas o en Quilca. Por otro lado, el rol del Estado en estos casos es muy complicado. En el mundo ideal, este –a través de la Biblioteca Nacional o de otras instituciones– debería estar en condiciones de adquirir colecciones sobre las cuales haya un cierto consenso de que son valiosas. Adquirirlas no solo para que no se pierdan esos libros sino para que se mantengan como una colección orgánica. En México se ha hecho ya y en Perú también tenemos algunos casos, como la colección Porras. Pablo Macera donó su colección a la Biblioteca Nacional. Sin embargo, en el mundo real es casi imposible, primero por la falta de recursos. Y segundo, porque si el Estado se dedicara a adquirir las bibliotecas de los intelectuales que mueren, no habría el espacio suficiente y además terminaríamos con muchos libros duplicados. Entonces, hay algunos casos (y creo que lo menciono en mi libro) como lo que pasó con la biblioteca de Juan Gunther. Tuve la suerte de visitar su casa y ver su biblioteca. Fui junto a Chuck Walker y él tenía todo. Era una cosa obsesiva: libros, revistas, mapas, revistas, medallas. Esa colección tendría que haberse mantenido entera y tendría que haber sido adquirida por una institución. Ya sea la BNP o la Municipalidad de Lima o el Museo de Arte de Lima. De eso me enteré cuando ya estaba casi terminado mi ensayo, así que no podría dar más detalles al respecto.
-Pero también está la idea de que el libro finalmente nunca muere, sino que solo se desplaza…
Claro. También es cierto que esos libros toman una nueva vida. Otros coleccionistas ahora tienen esos materiales. Los libros son artefactos dinámicos, tienen una vida. Y a algunos de ellos a veces hay que trazarles su propia historia.
-Recuerdo a un excongresista que declaró ante las autoridades tener “un millón de dólares” en libros. Y cuando lo fueron a entrevistar para comprobar los tenía guardados en sacos de arroz. ¿Qué determina el valor de una biblioteca? ¿La antigüedad de los libros que alberga, su costo o los autores que incluye?
Todo eso y más. El valor monetario depende de la oferta y la demanda, pero también quién fue su dueño. No sé, la biblioteca de Mario Vargas Llosa probablemente valga más que la de un ciudadano común y corriente. Mira, tú puedes tener los mismos libros de Mario pero no te van a pagar lo mismo que sí pagarían por uno de su biblioteca personal. Luego, el tamaño de la biblioteca importa, y su calidad. O sea, que no sean libros de circulación escolar. Por ejemplo, Luis Alberto Sánchez, tremendo coleccionista, tenía una gran cantidad de novelas latinoamericanas del siglo XX que fue reuniendo a lo largo de los años –en sus varios exilios y porque además él compraba mucho– que vendió a la Universidad de Pensilvania en un lote que valía no solo porque era suyo, sino porque era muy difícil encontrar esa colección de novelas latinoamericanas ya reunida. Luego hay estos añadidos ya un poco especiales que tienen que ver con la encuadernación, el estado de los libros, las dedicatorias, etc.
-¿Existió algún presidente de nuestra historia republicana preocupado profundamente en crear una red de bibliotecas a nivel nacional?
Me cuesta trabajo identificar algún presidente que haya puesto como prioridad la lectura, la difusión de la palabra escrita, la puesta en marcha de bibliotecas públicas masivas. En el gobierno de Velasco hubo un esfuerzo por democratizar la cultura. Se lanzó la Biblioteca Peruana, se publicaron revistas, etc., pero fue un proyecto fallido hasta cierto punto. No es comparable con esfuerzos como los realizados por la revolución en Cuba o por el mismo Peronismo en Argentina. Mira, no te voy a decir que en Perú no hubo presidentes cultos o con ganas de hacer algo por la cultura, pero sí creo que no ha habido un esfuerzo vigoroso por democratizar el libro. Esos esfuerzos vinieron más bien por el lado de iniciativas individuales, privadas, con el apoyo de algunos mecenas quizás, pero siempre iniciativas por fuera del Estado. No quiero ser pesimista, y un evento como la Feria Internacional del Libro de Lima demuestra que hay interés, que el libro a pesar de todo sigue teniendo presencia en nuestras vidas, pero al final no sé cuántas personas vienen a la FIL. Medio millón tal vez, de los cuales muchos vienen varias veces. Así que la cifra se reduce. De ellos, algunos no compran nada. Y mira, Lima tiene 10 o 12 millones de habitantes, entonces, ¿dónde están los demás? Y me temo que ahora con los cambios en los hábitos de adquisición de conocimiento la lectura se está convirtiendo aún más que antes en una práctica limitada a ciertos sectores minoritarios de la sociedad. Hoy la gente ve muchas más televisión y está muy pegada a las redes, y cuesta mucho encontrarse con gente leyendo en los microbuses. Sin embargo, el libro sigue vigente y espero que por mucho tiempo más.