Richard Parra: “El lenguaje literario nunca podrá representar la realidad de forma total”

Le ha bastado un puñado de libros para convertirse en una de las voces más interesantes de la literatura peruana reciente. Richard Parra (Lima, 1976) disecciona aquí su método de trabajo, el mismo que lo ha convertido en un autor solvente, preocupado esencialmente por los materiales.

Entre la aparición de la primera edición de su libro de cuentos “Contemplación del abismo” y el presente ha transcurrido casi una década. Desde entonces Parra ha acumulado reseñas positivas en medios del extranjero, comentarios elogiosos de referentes como Antonio Muñoz Molina y galardones como el Copé de Ensayo.

Si “Necrofucker” y “Los niños muertos” brillaron con luz propia en España bajo el sello Demipage, los peruanos tendrán en “Resina” (volumen publicado por Seix Barral – Planeta) una magnífica chance de redescubrir a este autor a través de cuentos que desde situaciones violentas o descripciones despiadadas, bien podrían reflejar el mundo en crisis que nos tocó.

-Hablemos primero sobre tus inicios. ¿Cómo empezó a interesarte la literatura? ¿Siempre quisiste ser escritor?

De chico no estaba para nada metido en el mundo de las letras. Estudié en un colegio público y luego pasé a uno católico donde no se le prestaba atención a las humanidades, así que prácticamente no leía nada. Es más, creo que odiaba las clases de literatura. Donde sí empiezo a involucrarme en esto es en la universidad, y mediante la poesía. Estudiaba ingeniería y no tenía mucho tiempo que digamos. Luego me volví un lector algo más disciplinado y sistemático, y en algún momento decido cambiarme a la carrera de literatura. Digamos que entré a la literatura por el lado académico, con ganas de ser profesor, estilo catedrático literario. Luego viajé a Nueva York y allá la Academia (que es una máquina muy grande en la que la pasas bien, pero que tiene algo de agresiva) era una cosa medio burocrática, lo que me hizo verla como un espacio hasta cierto punto predecible. Fue ahí que encontré la posibilidad de regresar a mis proyectos de ficción. No es que antes no haya querido escribir. Me inicié escribiendo canciones de metal y algo de poesía. Así fue como pude retomar el proyecto de escribir prosa narrativa. Encontré espacio, tiempo, y tuve una mayor disciplina. Así saldría mi primer libro “Contemplación del abismo” (2010). A ese libro lo veo de forma muy crítica, no porque lo considere malo sino porque quizás pude invertir mayor tiempo en él. Creo que esa primera versión tiene un problema que me gusta, es como una huella humana. Esa obra me abrió el camino para luego sacar en España “Necrofucker” y “Los niños muertos” (Demipage Eds.). Y ahora estoy aquí con “Resina”, que ya estaba más o menos redactado. Esta es una reescritura, reciclaje o montaje de cosas. En algún momento estos cuentos fueron rechazados, vistos como literatura menor, como ejercicios de estilo, sin embargo, yo los vi de otra manera. Tal vez el acercamiento formal (inicial) no fue el adecuado, pero con un poco más de dedicación encontré eso que suelo llamar flujo o corriente.

-¿Esa corriente tiene que ver mucho con lo marginal?

Mira, la escritura literaria y todo lo que pueda ser un trabajo artístico en el Perú es marginal. Aquí hay pocas revistas y el tema de las editoriales está muy centralizado. A veces ni te pagan por tu trabajo de escritor. Así que de hecho esto es una actividad marginal. Por otro lado, creo que tengo algo medio erótico con los materiales crudos. Por ejemplo, “El río culebra” surge de una conversación de dos minutos que tuve con una lectora el día que presenté mi primer libro. Se me quedó prendida la idea del conflicto entre narcos y senderistas. Lo imaginaba casi como un western. Creo que al principio sí, fue un acercamiento light o medio superficial, pero al hablar de materiales no sabía muy bien qué hacer. Así que empecé a construir un relato que también dialogara con la tradición de la literatura de la selva, que es el realismo mágico. Plantear una suerte de literatura de la post-guerra cuya escritura se distingue de la vorágine de un texto fundacional como “La casa verde”. Así que para mí la cosa ya no era tanto la historia, sino que hoy ya es imposible escribir algo al estilo ‘Boom’. Vivimos en un territorio en el que hay un estilo global, entonces al que quiere acercarse a la escritura no le queda otra que alejarse de ese formato. Y en el cuento que te menciono hay una historia más o menos lineal pero con la clara búsqueda de una forma. Los narradores buscan una forma. La historia no la pueden representar, tienen una forma limitada, por lo que siempre se quedan al margen de las cosas. Lo que quiero decir es que el lenguaje literario nunca podrá representar la realidad de forma total. Siempre habrá pedacitos, susurros, malas interpretaciones, posiciones sesgadas, no sé, pero eso es la literatura. Y hay que asumirlo.

-Hablando de narradores, “Más nada” es un cuento sobre una relación incestuosa narrado desde una voz femenina. ¿Te fue muy complicado ponerte en ese lugar?

Esta historia me la contó una compañera en un bar de la Católica, aunque claro, está modificada. Yo solo asumí el papel de escribano. Casi como los señores que están en Azángaro redactando documentos en sus máquinas de escribir. Ese es un primer material, una forma de tomarlo. De hecho que hay un choque, porque hay una oralidad y unos elementos que no puedo comprender del todo. Pero –como ya te dije—en la literatura no se trata de comprender todos los materiales sino también de chocar. El cuento lo escribí varias veces. La primera redacción fue lo que me contó, y luego empecé a crear los espacios. Ahí me di cuenta que la ciudad de Lima no me sirve sino más bien retazos de ella. Entonces armé como un barrio con pedacitos de La Victoria, Canto Grande, Independencia y El Agustino. Además, desde Estados Unidos (lugar donde escribí el cuento) yo recordaba las cosas así, por pedazos. Y volviendo a lo de la voz femenina que me preguntaste, pues está ahí para mostrar todas las fisuras. (Ella) tiene un padre (personaje clásico de la literatura) que es sindicalista. Y tiene a un faite, al achorado, un personaje muy gastado en la literatura. Entonces ella está al medio de ambos. Y además trabaja, avanza hacia afuera del lumpen. Y tiene una suerte de ternura culposa con este hermano. De hecho que hay algo burocrático en ella también. Tiene esa cosa de controlar. Ella no se puede desligar totalmente del poder del padre. Ahora, la intención de un escritor no es resolver esos problemas. Yo recibí la historia, me llamó bastante la atención y empecé a lanzar las cartas, cual partida de naipes. Ese fue el acercamiento. A mí no me interesa representar la realidad. Me interesa mostrar la brecha entre la escritura y la representación de la realidad. Por eso cuando veo un libro de “no ficción” digo que ahí hay una ilusión, o sea, la escritura siempre carga algo de ficción y también de ideología.

La reedición de «Contemplación del abismo» salió bajo el sello Animal de Invierno.

-Hablando sobre “Resina”, ¿hay una intención tal vez tácita de comentar la vida cultural de los ‘poetuchos’ en nuestro país, o simplemente querías mostrar aspectos de la pareja que conforman los protagonistas?

Mira, cuando empecé a escribir no tenía un solo amigo en el mundo de la literatura. Conocía a profesores y a aspirantes a escritores, pero nada más. Y cada vez que regresaba al Perú desde Estados Unidos me iba a estos recitales de poesía pero de puro ‘sapo’. Y me empecé a dar cuenta que este mundo ‘bucólico’, idealista y kantiano era profundamente corrupto. Tal como pasa con todas las instituciones del país, porque el mundo cultural también es corrupto. Hay editores, escritores y funcionarios corruptos. Entonces me pregunté: ¿cómo podría hablar de esto? Y empecé a configurar a dos personajes antagonistas. El primero como un escritor idealista, romántico, tal vez anacrónico para estos tiempos. Y por otro lado situé a un ingeniero de minas, quien realmente es el resina. Él tiene esta cosa de controlar y catalogar todo. Él califica a su amigo, pone los adjetivos, hace al mundo burocrático. Todo esto mientras el primero es casi un personaje desahuciado, no solo en el sentido de que esté cerca de morir, sino que además está sin territorio.  De hecho, luego retomo al personaje en el cuento “Calandria”. Pienso que mi libro no está articulado. Tiene ecos. Un personaje secundario del primer cuento quizás en el segundo tiene más luz. Son historias paralelas, me gusta más esa palabra. Lo paralelo no se topa, está quizás guiándose con la misma brújula.

-No he tenido la oportunidad de leer tus libros anteriores, sin embargo, si habláramos por ejemplo de la forma en que se toca la violencia política en “Resina”, ¿crees que hoy ya no es momento de abordar la temática de frente sino más bien por los bordes?

Lo que pasó en este país no es algo tan simple. Creo que la guerra tomó muchas formas. En algunos lugares hubo una guerra civil, en otros una guerra de guerrillas urbana. Y a mí como escritor no me interesaba el proceso. Entonces, si en el libro se habla de la guerra siempre es de forma lateral. La guerra creo que está alrededor, impacta en los personajes. Hay un (personaje) escritor que está medio marginalizado, y es un autor fracasado que se metió al periodismo, redacta tonterías y no puede cumplir su sueño/fantasía de escribir una novela. Él por ejemplo cuenta que de chico tuvo un episodio medio homoerótico cuando mataron a su amigo y él se quedó con un vacío y con la necesidad de contar aquello. Esa es una forma de abordar lateralmente la violencia. Son sujetos de la ‘Post-guerra’. En el caso de “El río culebra” hice un trabajo más de cronista, y lo digo en el sentido de los cronistas de Indias como el Inca Garcilaso de la Vega o Guamán Poma. Pero también están los que representan al poder como Hernán Cortez o Sarmiento de Gamboa. Y más bien un poco asumiendo esa tradición bastante ‘heavy’ o pesada relaté la guerra. Creo que hay que escoger el narrador. En “El río culebra” es un personaje que está en el intersticio. En un momento está con los del pueblo y en otro se pasa al narco. Son personajes que circulan de un lugar a otro. Me hace recordar mucho a “Memorias de un soldado desconocido” (libro de Lurgio Gavilán) que también narra a un personaje transitando por varias situaciones forzado por las condiciones de supervivencia.

-¿Cómo manejas la denominación y los apelativos que le das a tus personajes? Por ejemplo, ‘Mascatabaco’ o ‘Cacanegra’. ¿Cuánto te preocupan detalles así en este libro?

Son nombres que están en mi memoria. Algunos son apelativos de gente de mi barrio. ‘Monino’, ‘Cacanegra’, ‘Basurero’. Y, bueno, el planteamiento del libro era recoger historias de la basura. Es más, el narrador del primer relato es un basurero. De hecho una de las cosas que le pido a mis personajes es que tengan cierta fluidez para contar historias, que no sean escolásticos explicativos. Creo que los nombres tienen una materialidad. Nombrar a alguien ‘Basurero’ ya lo define en sí. Claro, esto tampoco quiere decir que yo lo quiera convertir en un fetiche. Su desarrollo como personaje seguramente va a confirmar, negar o desligarlo de esa calificación, que además es una calificación que le da el contexto del cuento.

-Tu actividad en Twitter deja cosas claras: tu gusto por la música y tus ideas políticas. Sobre esto último, ¿te transformas al momento de escribir para no terminar plasmándolas en tu ficción?

 Primero, yo no creo en las ideas políticas. Creo en la práctica. Eso manda. Uno puede tener un discurso tipo Montesquieu, pero al final importa solo la práctica. Por otro lado, sí, me interesó el marxismo, pero creo que un marxista es una persona que hace trabajo popular, de organización. Eso es la política, la práctica de las cosas. Entonces, no es que yo tenga ideas políticas –tal vez tengo fantasías—pero al momento de escribir me fijo más en los materiales. Por ejemplo, el cinismo político de un tuitero (personaje). Luego hay un profesor que es un sindicalista clásico (cuyo proyecto naufragó, derrotado por una dictadura) que queda atrapado en el vicio, en el vacío, en una nostalgia autodestructiva. El último cuento, “Calandria”, trata sobre un drogadicto que ha ‘borrado cinta’ y que lleva años intentando recuperar esa memoria perdida. Entonces, a mí me interesa más la política como lucha de cosas, como desacuerdo. Antes se decía “lucha de clases”, antagonismo, dialéctica amo-esclavo, no sé. Me interesa esto para mis personajes, y lo que yo pueda tener de idea puede cambiar, porque siempre puede haber desengaños. Creo que si uno no aprende a tener el desengaño político, pues ya fue. Todo el tiempo nos han engañado.

-Y lo otro que te mencionaba es la música. ¿Cuánto influye la música en tu vida dentro y fuera de la escritura?

Bueno, para mí la música es muy importante porque está vinculada al cuerpo. De hecho, para tocar un instrumento hay que disciplinar el cuerpo y la mente. Pero a mí me gusta más porque está vinculada al baile, hay algo medio ‘chamánico’. Mi esposa es de la República Dominicana y cuando me veía en un bar norteamericano me decía: ¿Ustedes por qué beben y no bailan? Y tenía toda la razón. Creo que mi acercamiento va por ahí, porque la música jala al cuerpo, lo estremece. Por otro lado, la música también puede expresar una resistencia cultural. Alguien que desarrolló muy bien eso fue José María Arguedas. Una forma de resistencia entre la imposición del poder gamonal, del gobierno o imperial es la música, la cual no es algo identitario, sino que como surge en un conflicto se torna una mezcla de cosas: una ‘chanfaina’. Esa idea de la mescolanza es lo que a mí me interesa. Mira, a veces cuando estoy medio tenso pongo en YouTube cinco o seis discos a la vez para que suenen todos. Me interesa el ruido, el caos, y lo que digan (las canciones) es para mí lo de menos. A veces la música va por ahí. A mí me gusta mucho bailar. Y siento que ese ritmo, ese movimiento de caderas debería estar en el ritmo de la prosa, de los relatos.  Y no es algo nuevo, ya se ha hecho. (En mis cuentos) es mencionada una banda fascista como Burzum pero también están Los Shapis y sus temas sindicalistas. O por ejemplo, (en un relato) están los muchachos escuchando la banda sonora de “Rocky 4” mientras entrenan en el gimnasio. Eso es algo que toda la vida he visto. Y yo jamás me pondría a juzgar a mis personajes porque si lo hiciera no escribiría una línea.

«Los niños muertos», un volumen de cuentos que se defiende por sí solo. Lo publicó Demipage.

-¿Podríamos pensar que has estructurado el libro de una forma determinada? ¿Arrancar con “Chevy del 64” por su formato, poner al centro “Resina” y terminar con “Ray” y “Calandria” responde a una intención?

No recuerdo muy bien eso. Creo que tomé dos relatos y los puse uno al otro pensando en cuál era el flujo de cada uno y en cuál era el malestar de cada uno. Empecé a ponerlos en una relación de rechazo. Supongo que también influye el hegelianismo o el marxismo que mucho tiempo seguí. Pero yo más lo tomo de la literatura, de Guamán Poma, Arguedas y de Diamela Eltit, mi maestra. Ella siempre habla del ‘no intervenir’. Y yo creo que no intervengo, tal vez soy un simple facilitador, como alguien que pasea un perro, más o menos. Es que los materiales son muy fuertes y entre ellos generan un ritmo musical. De hecho yo leo siempre en voz alta. Lo hice con “Los niños muertos” y lo repetí con “Resina”. Es muy importante el giro, la repetición de las palabras. Nunca he escrito poesía pero cuando la leo en mi casa lo hago en voz alta, o con mis amigos en El Juanito.

-¿Conservas algunos de los poemas que intentaste escribir cuando empezaste en la literatura?

No, nada. Porque escribía y lo botaba. Yo siento que la literatura es un arte efímero. Así como puede trascender, y tenemos grandes monumentos como Garcilaso de la Vega –además acabo de leer la obra completa de Pilar Dughi y me parece una autora fundamental—también hay algo efímero en todo esto, algo que se cae, que muere con la literatura. Y nuestra relación siempre es con eso muerto. Esa relación genera una forma de leer. Y es por eso que en este libro entra esta cosa como medio de ‘ropavejero’ en donde camino y voy recogiendo lo que me gusta.

-Como un ‘botellero’ literario…

Así es.  Recuerdo que una vez escuché que hablaban de un determinado autor como “la baja policía literaria”. Algunos lo vieron como un insulto, pero yo no. ¿Por qué tendría que ser un insulto eso? Recuerdo mucho a Diamela Eltit. En “El padre mío” ella dialoga con un enfermo psiquiátrico en la calle, una suerte de ‘Loco Moncada’, que era un personaje real. Entonces (la literatura) sí es un arte efímero. Yo no digo “mil libro es realista”, pero creo que sí tiene un elemento documental en el sentido del género.

-Y en esa ‘recolección’  de objetos pues recolectas a dos locos conversando en un manicomio para producir el cuento “Ray en el paraíso”…

Hay mucho estigma al respecto. Yo he estado varias veces internado en hospitales psiquiátricos y, sin creerme ‘la última Coca Cola del desierto’, algo he visto. Y entonces este espacio de encierro les permite a ambos chicos entrar en una especie de competencia narcisista para ver quién es el más pendejo. Es como si llevaran su mal pero con una clara relación de negación. Mira, (muchos pacientes) tienen que tomar medicina toda su vida y eso los cansa. En algún momento te hartas, lo niegas. Yo tengo una amiga que ha dejado de tomar sus medicinas porque no resiste. Eso es algo muy común. Y, volviendo al cuento, en “Ray en el paraíso” me interesó este diálogo casi subterráneo con el ‘realismo sucio’, con esa poética de los noventa. No sé, a mi libro lo han calificado así, pero yo rechazo esa categoría. El ‘realismo sucio’ es una categoría global que surgió en la Revista Granta para calificar a un grupo de autores blancos, norteamericanos básicamente, que hacían una literatura ‘neo-hemingweiana’, que reaccionaba frente a los proyectos vanguardistas o frente a Tom Morrison. Y a mí me parece que de eso no se habla mucho. Se habla de una literatura que conmueve, transparente, de la vida privada de las parejas, que es apolítica. Mira, yo no digo que Carver o Richard Ford lo sean, pero sus personajes son como los votantes de Donald Trump. En la mayoría de los casos. A lo que me refiero es que ese relato dialogó con eso. O sea, esa forma del relato que parece armada por un guionista de cine que está obsesionado con un mundo de películas de serie B, y el otro personaje que es una especie de Jhon Wayne de 20 años. Ambos hablan sobre su locura en un lenguaje que parece transparente pero que en realidad lo único que hace es distorsionar aún más las cosas. ¡Ambos tienen la fantasía de que están curados! En mi caso personal yo salí peor de lo que entré. De recuperación tal vez no tuve nada. La idea de ellos es mantener siempre intoxicado al paciente. Esa idea de la intoxicación yo la vinculo con una suerte de intoxicación política y también al consumo compulsivo propio del capitalismo. Esas ideas tal vez jamás podría unirlas en un ensayo pero en mi libro (de cuentos) sí están hermanadas.

El ensayo con el que Parra ganó el Premio Copé en el año 2014

-Esta idea de “salir peor” de un hospital psiquiátrico tiene un símil con los presidiarios que salen peor de las cárceles, algo que mencionas en uno de tus cuentos.

Claro. Ahora que lo mencionas, creo que en el primer relato un personaje dice “(él) ya está en la cárcel pero parece que no le afecta nada, parece estar mejor que afuera”. O sea, sale peor de lo que entró. Y sí, hablamos de sujetos desahuciados que nada los va a mover hacia un destino mejor.

-Recuerdo que cuando salió “Los niños muertos” con Demipage hubo varias reseñas positivas en medios españoles. Estas tuvieron mucho eco en Perú. ¿Cómo tomaste esa primera gran exposición pública?

Bueno, con “Necrofucker” salieron algunas cositas, pero con “Los niños muertos” sí salieron varias. Fue una experiencia positiva para mi trabajo. Sin embargo, yo sentía que el segundo era un libro aún más subterráneo que el primero. Algunos piensan que el tema de las barriadas era más de la época de ‘Ñangué’, pero no pues, depende mucho también del acercamiento literario. De hecho que yo en ese momento me acababa de casar, así que mucho de los cuentos incluidos ahí eran caribeños, porque mi suegra o esposa me los contaban en la cocina de casa. Así que yo pensaba “esa historia la quiero tener en mis libros”. Fue muy bonito escribir ese libro, pero yo tenía (y tengo) cierta ansiedad hacia él. Es que siempre te queda una herida.  Pero no se trata de decir “ah, estoy satisfecho con mi libro” ni del otro extremo (“como para pedir que no lean el libro”). Creo que escribir es una lucha con los materiales. García Márquez decía que siempre tenía una pelea con los datos y con las fuentes históricas, hasta que de pronto tenía la ilusión de que todo se estabilizaba y que el libro calzaba. Como te dije antes, esa cosa de circunstancial, de que (la literatura) es un arte efímero, y de que no hay que creernos que trascenderá. Porque te pueden leer treinta, veinte o un lector. Yo también cuando leo tengo esa relación. Imagínate si solo leyera lo que me gusta. Ahí te quemas como lector. Diamela hablaba de la máquina de leer, pero yo no lo veo así, sino como que hay que tratar de quitarse el corsé que uno tiene y zambullirse en el proyecto del otro, interesarte por lo que no te interesa.

-Dedicas tu libro a Diamela Eltit y a Antonio Muñoz Molina. Sobre la primera ya me hablaste. ¿Por qué le dedicaste también este volumen de cuentos a Antonio?

Yo tomé dos clases muy breves con ella y me pareció una persona fundamental en mi formación. Es una mentora, además de ser una de las personas más inteligentes y analíticas que conocí. Me parece además muy democrática en lo literario pese a su mala fama de ‘comisario’. No lo veo esto así, me parece que hay malicia en ese comentario. Diamela hizo la primera contra-tapa de “Contemplación del abismo” y respaldó mi trabajo siempre. Hasta hoy no nos comunicamos mucho pero tenemos un contacto positivo. Y en el caso de Muñoz Molina, él leyó la primera versión de “Resina” y me hizo una serie de comentarios alentadores. Jamás fui su alumno. Nos conocimos en pasillos pero él me ayudó a poder conseguir publicaciones en España. Él no puso su nombre pero me recomendó gente para conversar hasta que salieron mis libros en Demipage, ambos muy bien editados. Así que esta dedicatoria es una forma de agradecerles a ambos.

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