Siete años le ha tomado a Stefano Varese (Génova, 1939) idear, ordenar y publicar sus memorias. Bajo el título “El arte del recuerdo” (Taurus, 2021), el antropólogo italoperuano repasa los momentos fundamentales de una vida singular.
Desde su hogar en Estados Unidos, Varese rememora en esta entrevista lo fundamental de aquel primer viaje al Perú en la mitad del siglo pasado. Reconoce además que sin la posibilidad de conocer tempranamente este país –al que llegó buscando ‘re-descubrir’ al padre que lo abandonó de muy chico—difícilmente sería quien es hoy.
Al Perú del Gran Pajonal, habría que sumarle, por supuesto, el México del insondable Oaxaca, donde también vivió varios años hasta que un día decidió instalarse en Davis. Lleva 17 meses siendo sido testigo de cómo una pandemia ha arrasado con millones de vidas en todo el planeta, aunque probablemente golpeando con mayor dureza a los menos favorecidos, sector que para el autor del célebre “La sal de los cerros” ha sido siempre motivo de preocupación.
“El arte del recuerdo” es un recorrido por aquellos primeros años del Varese antropólogo, pero también un nutrido repaso a la formación de sus ideas políticas, de su compromiso social y de su amor por los seres vivos en general. Así lo demuestra, por ejemplo, las varias páginas que dedica a Orégano, el “perro andino” que rescató junto a su esposa en Chaclacayo y que terminó siendo un inmigrante más en tierras mexicanas.
– ¿Cuántos años lleva en Estados Unidos? ¿Es el país donde en el que más años vivió?
Sí, es el país donde he vivido más años, creo que ya voy para los 25. Si divido mi vida en cuartos, el primero es Italia, hasta los 17 años. Luego Perú hasta los treinta y tantos, y luego México hasta los cuarenta y tantos.
-Le pregunto eso porque me interesa saber si usted tiene bien definida la noción de patria.
Te contestaría con la fórmula de Martí sobre la Patria Grande. Me hice latinoamericano entre Perú y México. En el Perú adquirí la nacionalidad peruana y renuncié a la italiana. Después, cuando me fui del país apurado por el golpe de Morales Bermúdez, decidí readquirir la nacionalidad italiana, pero me tomó mucho tiempo porque no es algo fácil. Recuerdo que fui al consulado de Italia en San Francisco. La idea era pasarle esa nacionalidad a mis hijos, que tienen doble nacionalidad (mexicana y estadounidense), pero eso finalmente no resultó. Yo sí pude recuperarla y me ayudó a viajar más fácilmente por el mundo, porque solo con mi pasaporte peruano era algo complicado.
-Si lo invitaran a una feria del libro en Irak o Kuwait, cómo se presentaría. ¿Quién es Stefano Varese?
Stefano Varese es un latinoamericano con raíces en varios países del mundo: Italia, Perú, México y Estados Unidos. Es un antropólogo que se ha transformado últimamente en un filósofo del pensamiento indígena y del pensamiento moderno contemporáneo occidental en comparación a los pensamientos indígenas. Pienso en lengua española, italiana y ahora también en inglesa. En el libro menciono que soy un políglota ‘pequeño’, porque tengo muchas dificultades con algunas lenguas indígenas, como el asháninka. El quechua andino lo trabajé como estudiante por tres años, pero nunca llegué a poseerlo. En cambio, las lenguas europeas sí las manejo muy bien.
– ¿Sin aquel primer viaje tan joven al Perú, podríamos pensar que Stefano Varese no sería antropólogo, activista y hoy filósofo?
Definitivamente. En mi libro menciono que los planes de mi abuelo, editor y librero, eran heredarme su librería. Y mi mamá también tenía ese plan para mí. Sin embargo, yo no me apasioné con la parte comercial de la empresa, entonces rompí los planes con este deseo de reencontrar a mi padre, de volver a conocerlo, porque él nos había abandonado. Y, además, estaba el deseo un poco exótico de conocer el país a donde él había viajado: Perú, que en mi mente casi infantil se construyó como un país lleno de maravillas por descubrir. Así que la llegada al Perú me transformó en otro. Y hay un dato muy interesante. Yo llegué en 1957. En el 63’, 64’ un editor peruano pidió a una serie de jóvenes escribir unos libritos acerca de hombres famosos del Perú. Me pidieron hacerlo sobre Antonio Raimondi y la biografía fue publicada. Allí fue el primer ejercicio más o menos serio de escribir un libro. Eso me dio vuelo para seguir escribiendo porque al leer, todo lo que pude encontrar sobre Raimondi –en ese entonces me pasaba horas en la BNP—vi que este había descubierto un Perú formidable, que muy pocos conocían. Creo que, de manera casi inconsciente, tomé ese evento vinculado a la historia del Perú como casi un modelo, aunque nunca lo puse claramente ante mi conciencia.
-Dice en la página 67: “Pero ninguna de estas adaptaciones a la alimentación y medicina del mundo andino e indígena apaciguó la rabia que iba creciendo en mi conciencia día tras día. Me sublevaba constatar la pobreza y las condiciones miserables de los colonos y peones de las haciendas…”. Su libro tiene muchos momentos de crítica hacia la desigualdad y la pobreza de miles de peruanos. ¿Cree usted que, más de cuatro décadas después, siguen nítidos los temas que alimentaban las ideologías de derecha e izquierda en ese entonces?
Creo que sí. Lo que se desarrolló en mi conciencia con el pasar del tiempo es que las fórmulas un tanto anquilosadas tanto de derecha como de izquierda, deben ser reactualizadas a cada instante, porque yo pasé por un momento de socialismo marxista muy intenso. Yo leí mucho a Marx, en francés, italiano y español, y allí construí todo un sistema de pensamiento y de análisis social que me llevó a agudizar mi sensibilidad hacia la justicia social. Es difícil aceptar sin conmoverse el nivel de pobreza que nos separa a nosotros — los de alguna manera privilegiados— de los menos favorecidos. Es complicado no desear un sistema que me permita tener la esperanza de que las cosas cambien a favor de los ‘condenados’ de la tierra.
-Entonces, queda claro que usted no tendría dudas para votar hoy por un partido de izquierda…
Definitivamente, porque es la única alternativa, salvo haya un partido como Pachakutik en Ecuador, que ganó 25 asientos en la última elección. Ese es un partido andino amazónico indígena, que tiene como principios el buen vivir, la vida en armonía, que es el principio fundamental filosófico de los pueblos andinos amazónicos de Ecuador. Esto es solo por dar un ejemplo, claro.
-Dice usted en su libro que entró “a la revolución” no tanto por adhesión ideológica, sino “porque quería poner a prueba sus tímidos conocimientos antropológicos”. Sin embargo, ¿sí influyó que sea un movimiento de izquierda el que estaba detrás? Porque si hubiera sido alguien de derecha el que la lideraba, usted no habría trabajado en un ente como Sinamos.
Obviamente. La disyuntiva izquierda-derecha sigue existiendo. En toda la historia del Perú, salvo Velasco Alvarado y los militares y civiles que lo apoyaron, hay un solo ejemplo de un régimen progresista, salvo hoy –no lo sé y no tengo los elementos para juzgar—quizás Castillo. Pero todos los gobiernos del Perú han sido de derecha, conservadores, que buscan detener la historia. ¿De qué hablamos cuando decimos ‘conservador’? ¿Conservar qué? ¿Qué es lo que, por ejemplo, en Estados Unidos, los republicanos buscan conservar? Pues un sistema que ha demostrado miles de veces no haber funcionado para millones de personas. Un sistema en el que la gran mayoría sigue siendo pobre y luchando para comer dignamente o tener un seguro de salud.
“NO CREO QUE SEA POSIBLE HOY UN ANTROPÓLOGO NO ACTIVISTA”
-Puedo asumir, entonces, que, si pudiera retroceder el tiempo, volvería a aceptar ese puesto de trabajo…
Absolutamente. ¿Qué sentido tiene conocer, estudiar y convivir con la gente oprimida, los marginados y después abstraerse en los privilegios de una vida urbana y acomodada o del mundo académico, y olvidarse de que ellos existen y siguen luchando por garantizar la permanencia de su modo de vida? No creo que sea posible ser un antropólogo no activista. Yo creo que la antropología y todas las ciencias sociales deben ser activistas, entrar al rodeo y echar todas las ganas en tratar de modificar la situación para mejorar. Como decía Marx: “ahora que conocemos el mundo, tenemos que cambiarlo”.
-Vamos a relajar un poco la conversación…
[Risas] Okey…
– ¿Podríamos decir que Stefano Varese es también un músico frustrado?
Sí, claro. Yo de niño quería ser músico, entre otras cosas. Descubrí el jazz en la postguerra. Cuando llegaron a mi país los soldados americanos y brasileños que estaban liberando Italia, recuerdo a un negro que me enseñaba a masticar chicle, y lo recuerdo silbando y cantando jazz. Así que me quedó la idea de que estos americanos tenían una música muy distinta a la italiana. Tiempo después me compraría unos discos. Y también tuve ganas de aprender a tocar trompeta. ¡Pero jamás aprendí a hacerlo bien!
-Y su trompeta terminó en una caja…
¡Es verdad! La abandoné en Perú, y luego mi hermano la usó un tiempo, para luego terminar vendiéndola. No recuerdo muy bien eso. Lo que sí recuerdo es que, más adelante, me compré una flauta traversa. Aunque mi actividad antropológica y académica me impidió avanzar (en lo musical), y hoy solo escucho música en la computadora. Soy de esas personas que no pueden escribir, pensar o leer escuchando música al mismo tiempo. Es que me ocupa de tal forma que me obliga a oírla exclusivamente.
–Tantas veces como “revolución” y “Sinamos” en su libro aparece la palabra “Orégano”. La he contado varias veces, y de alguna manera demuestra el cariño que usted y su esposa profesan hacia los animales, a quienes ven como iguales. Hoy que la gente paga cientos de dólares por comprar un perro, usted los rescataba. ¿Por qué?
En Chaclacayo, con quien en ese entonces era mi compañera, fuimos a una tienda y muy cerca vimos un perrito totalmente flaco, sucio y enfermo. Nos miró de una forma absolutamente compasiva y llena de amistad. Nos enamoramos del perro. Estaba lleno de llagas, y lo pusimos en la parte de atrás del carro. Lo llevamos a casa, lo curamos. Y recuerdo que a la vecina le mostramos el perro y nos dijo: ¡Ay qué horror! ¡Qué es eso! [Risas]. Orégano se volvió un perro maravilloso. Era un compañero fiel. Al dejar Perú lo subimos a un avión, pese a que era muy difícil entonces viajar con perros. Lo llevamos a California y recuerdo que los papás de Linda también reaccionaron con un ¡qué es esto! No fue para nada nuestra única mascota, pero tuvo un significado muy especial porque era un perro muy especial, un migrante como nosotros.
-En varias ocasiones he escuchado que la cultura mexicana y la peruana tienen mucho en común. Para alguien que ha vivido tantos años en ambos países, ¿tiene asidero esta afirmación?
Es una pregunta difícil. Creo que, de manera superficial, sí. Hay un paralelo en el pasado, en la densidad de lo indígena de ambos países. La diferencia quizás está en que México tuvo la primera revolución social del mundo, porque fue antes de la revolución bolchevique, en 1910. Fue una revolución que costó un millón de muertos en un país que tenía 8 millones de habitantes. Un desastre. Aquella revolución le devolvió al país su sentido histórico. Esa es la diferencia con Perú. Desde ese entonces, aún con las malas consecuencias de la revolución mexicana, el mundo indígena ha sido valorizado de manera excepcional en México, lo cual no ha pasado en Perú. El único momento en el que este lado afloró en Perú fue tal vez con Velasco. Antes y después no hubo un momento en el que el país en su totalidad haya asumido que su raíz profunda está en la historia del pueblo indígena. En el Perú lo indígena está subsumido, reprimido, yo diría que hasta oprimido.
-A propósito de las varias personalidades que aparecen mencionadas en sus memorias, ¿recuerda alguna anécdota junto a Eduardo Galeano? Con este último aparece incluso en la foto que cierra su libro.
Con Galeano coincidí en el Cuarto Tribunal Russell sobre los Derechos de los Indígenas de las Américas en 1981, en Rotterdam, Holanda. Éramos parte de ese jurado. Simpatizamos inmediatamente. Él tenía un sentido del humor fabuloso.
– ¿Para entonces ya había publicado “Las venas abiertas de América Latina”?
Claro, pero era un hombre muy modesto y hasta simpático. Recuerdo que junto a otros jurados nos íbamos a tomar cerveza tras ocho, diez, doce horas mirando expedientes. Construimos una amistad muy fuerte que se mantuvo por años. Y yo volví a pedirle ayuda, cuando ya él era mucho más famoso, porque a mi hermano Luis lo detuvo la policía acusándolo de terrorismo, en el primer gobierno de Alan García. Empecé una campaña de cartas y artículos y le pedí a Galeano que firmara una carta en apoyo a la liberación de mi hermano. Lo hizo muy generosamente. La carta circuló y creo que algo influyó. Alan García luego liberó a mi hermano, exiliándose tiempo después en México.
-Si su libro fuera adaptado al cine, probablemente uno de los momentos más dramáticos sería cuando México casi lo deporta con la excusa de injerencia extranjera en temas políticos, valiéndose del famoso ‘Artículo 33’. Siendo usted un europeo que vivió muchos años fuera de su país de nacimiento, ¿en algún momento sintió ganas de regresar a Italia?
El sentido de no ser parte de un país apareció de repente ese día que me acusaron injustamente en México. Allí sí encontré la solidaridad latinoamericana, porque uno de los que me salvó fue Rodolfo Stavenhagen. Yo buscaba la ayuda de Guillermo Bonfil Batalla y de Salomón Nahmad, pero ninguno estaba en el país, sino en La Habana. El único era Rodolfo y ni siquiera me conocía bien, más que por referencias, sin embargo, me ayudó ofreciéndome trabajo y pude quedarme en México con mi familia y mis hijos. Ese fue un momento sumamente dramático y, efectivamente, si lo planteas como una película, pues sería una escena en la que un hombre asustado busca refugio en casa de un amigo y se queda dos o tres días, hasta que recibe el mensaje “ya puedes salir”.
-Recordar tan fielmente este momento dramático como otros que menciona en abundancia en su libro, como sus visitas al Gran Pajonal o sus viajes al norte peruano… ¡Y yo a veces ni siquiera recuerdo lo que almorcé el día anterior! ¿Cómo hace Stefano Varese para cultivar la memoria de esa forma? ¿Ha llevado diarios en todos estos años?
Por eso el título de mi libro es “El arte del recuerdo”. Porque esto es realmente un arte, y que se produce en el momento en el que uno decide escribir, porque la escritura es pensamiento y el pensamiento es escritura. Jean Paul Sartré dijo eso al final de su vida. Dijo “ya no puedo pensar porque yo pienso cuando escribo y escribo pensando”. Y creo que algo de eso hay en mi libro: al recordar escribiendo, al describir recordando vuelven a aflorar estos fogonazos de memoria, que uno empieza a reubicar en un contexto de una larga vida. Es cierto, tengo varias libretas detrás de mí, y también diarios donde anoto poesía y cosas que se me ocurren, pero al escribir pocas veces acudí a esos papeles, salvo para recordar fechas o detalles muy exactos. Por eso lo defino como un arte, porque el arte no es un trabajo de la razón sino del corazón. Mi esposa es artista, es pintora. Yo veo cómo produce. Ella no piensa ‘quiero pintar un pájaro’. Simplemente deja trabajar al hemisferio derecho de su cerebro. Este libro me ha tomado siete años, no necesariamente de forma continua. Pero la ventaja creo yo de la vida moderna es la computadora. Porque si uno deja el texto ahí, abierto, puede luego añadir algo más al despertar. Antes debías tener una libreta.
-Si tuviera que definir al Perú en el que usted vivió en una sola palabra o frase. ¿Cómo sería?
[Risas] Me pides algo imposible. Para mí es el Perú de los cuatro suyos. El que a mí me apasiona es el Antisuyo (la selva), pero los restantes (Pacífico, costa, desierto, arenales, oasis y la sierra) también definen mi pasión por este país. Y Lima es como una especie de lunar…
-Justo eso le iba a decir. En su libro aparecen varias regiones del país, pero Lima es más un lugar de tránsito, incluso podría decir que está, fundamentalmente, Chaclacayo. ¿Por qué Lima es para usted un lunar dentro del Perú?
Lima es como un lunar de alienación, de negación de todo lo demás. Piensa tú en los Andes. Hay visiones allí que son casi imposibles de imaginar en Lima: el silencio, los ruidos de animales, ríos, etc. Muy pocos limeños si no han viajado de manera rústica por el Perú son capaces de reconocer eso, y no se dan cuenta que Lima es la negación de todo lo demás.
-Casi 200 mil fallecidos después del inicio de la pandemia del COVID-19 en Perú. Cifras mucho más altas en Brasil, México y EE.UU. Siendo usted testigo de todo esto, ¿llegó a sentir miedo a la muerte en estos últimos meses? ¿Cambió la forma en que Stefano Varese concibe la muerte?
He llegado a una especie de paz al pensar en la muerte, lo cual no sucede con mi esposa. Hace muy poco hemos vivido una tragedia espantosa: mi única nieta fue asesinada por un pistolero en Texas en una feria popular. Esto dice mucho sobre este país tan lleno de armas. Todo el mundo aquí está armado. Entonces la muerte la acabamos de ver pasar muy cerca y de forma terrible. En lo personal, he llegado a esta edad pensando que lo del pensamiento en la muerte hay que postergarlo porque no puede ocupar demasiado tiempo en la vida.
La muerte la empiezo a concebir como un tránsito. He leído mucha física cuántica, que es la mejor manera de entender que el complejo fenómeno de la vida de todo, de la vida del universo, es inexplicable, es decir, un completo misterio. Los físicos cuánticos tratan de entender, pero se trata de un fenómeno imposible de conocer empíricamente. Lo puedes conocer a través de cálculos matemáticos, pero no puedes ver en realidad los protones o los neutrones que nos rodean, que son parte de la materia en la cual nos sentamos, no sé. Así que la idea de que hay una transformación en el tránsito de la vida material a una de otra materialidad, más sutil y compleja, me tranquiliza porque me da esa esperanza que muchos cristianos, budistas o judíos tienen, en torno a que hay una ‘vida’ más allá de la vida. La física cuántica me está diciendo de que hay una vida que es imperceptible, pero que existe. ¿Miedo a la muerte? Si te soy sincero, no. Hay un miedo a dejar obras incumplidas, o a dejar a mis hijos, a mi esposa y a mis animalitos desamparados por cuestiones económicas o demás. Nada más que eso.