«No sé si aquello a lo que uno se dedica define la identidad de una persona»

Tener un puñado de cuentos publicados en revistas y antologías no significa, en absoluto, que Mario Ghibellini, vea a la literatura como algo distante. El periodista y escritor nacido en 1960 ha estado vinculado desde muy joven a eso que la Real Academia Española denomina «arte de la expresión verbal». Claro, siempre a su tiempo y de diferentes formas.

Su vínculo con esta actividad se explica, además de cuentos de su autoría como «La revancha del Red Demon» (Finalista en la III Bienal del Premio Copé de Cuento en 1983) y «Melusina» (Mención Honrosa del Cuento de las Mil Palabras en Caretas en 1986), por incursiones en géneros cercanos como el ensayo («El otro sendero», en coautoría con Enrique Ghersi y Hernando de Soto), y en el mundo de la televisión, donde fue parte de la escritura de guiones para exitosas series como «Gamboa» o «Carmín».

En algún momento posterior a esos cuentos y guiones, y el presente, Mario Ghibellini imaginó lo que hoy es «La canción del Capitán Garfio» (Alfaguara, 2023), su primera novela. «No es que me haya tomado treinta años escribirla. Es que hace tres décadas la idea me vino a la cabeza«, aclara el escritor.

Estamos frente a la historia de Ignacio, un niño que mientras sufre las consecuencias de una delicada enfermedad, debe irse a vivir con sus tíos y primos. Los primeros son un manto sobreprotector que lo mantiene casi ‘congelado’ en el tiempo, mientras que los segundos hacen las veces de cómplices de aquellas fantasías que le permiten sobrellevar la semana previa al chequeo médico que puede develarle una verdad incómoda.

«La canción del Capitán Garfio«, novela que será presentada este miércoles 19 de abril a las 7:30 p.m. en Librería Sur (Av. Pardo y Aliaga 683, San Isidro), puede ciertamente considerarse un homenaje personal a J. M. Barrie, autor del clásico «Peter Pan», a quien Ghibellini ha leído e investigado a conciencia desde hace décadas.

A continuación, una entrevista a Mario Ghibellini sobre las formas y los plazos que le tomó escribir esta novela, su acercamiento a la literatura y el periodismo, y también sobre temas que lo apasionan como la música y la obra del argentino Jorge Luis Borges.

Conduce un programa de televisión de lunes a viernes. Publica una columna los sábados en El Comercio. En ambas situaciones está expuesto al escrutinio y es pasible de cometer errores, sin embargo, al publicar una novela la exposición es otra. ¿Qué diferencias identifica?

La exposición en una novela o en una obra literaria supongo será más de naturaleza emotiva que el cumplimiento cabal de lo que una profesión exige, que en el caso del periodismo es estar bien informado, o intentar expresarse adecuadamente sobre los asuntos que uno trata. Aunque, claro, esto último también es importante en la literatura, pero son dos acepciones distintas, más allá de lo gramatical que, claro, tiene que cumplirse. En un relato literario sí hay ciertas exigencias estéticas, aunque la columna que publico en El Comercio la trabajo sí con recursos literarios, retóricos. Y me toma mucho trabajo la elaboración de las frases, su sonoridad, las ironías. No es solo un artículo de análisis político.

¿Coincide con aquellos que defienden al periodismo como un género literario?

Lo que pasa es que el periodismo abarca una serie de especies, algunas de las cuales –como la crónica—pueden ser muy próximas a la literatura. Sin embargo, un ingrediente fundamental de la literatura es la ficción. Y el periodismo tiene una aspiración de las ideas que en la ficción se suspende. Así que creo que ahí existe una diferencia esencial.

¿Empezó en el diario “La Prensa” hace 42 años por las mismas motivaciones que sigue hoy dentro del periodismo o cree que estas cambiaron?

Son las mismas. En el colegio hacía periodismo escolar junto a mi íntimo amigo Federico Salazar. Y ya en la universidad, cuando su padre, Arturo Salazar Larraín, se convirtió en director de “La Prensa”, ya devuelta a sus dueños originales, tuvimos la oportunidad de trabajar ahí. Él (Federico), yo y varios amigos más. Y era un poco una evolución natural de lo que habíamos hecho antes. Y desde entonces estuve vinculado al periodismo, aunque me dedicaba más a otras cosas. Enseñé cinco años en una academia pre universitaria. Luego escribí guiones de ficción para televisión. Trabajé un libro titulado “El otro sendero” con Hernando de Soto y Enrique Ghersi. Y en esa época, además, durante varios años y de forma intermitente, trabajé en ONG, también en el Instituto de Economía de Libre Mercado. Solo después de eso (1995) me comprometí firme con el periodismo. Antes era como una actividad paralela.

Me habló de Federico Salazar y él optó por estudiar filosofía. ¿Qué lo llevó a usted a estudiar literatura y no periodismo?

Sentía que esa era mi vocación. Eso me apasionaba más que el periodismo, que me daba curiosidad, y me gustaba ejercerlo, pero no me llamaba tanto como la literatura. Pero, claro, uno empieza su vida laboral y las cosas lo van conduciendo por caminos que no se imaginaba. Yo me he demorado mucho en decirme a mí mismo que soy un periodista. Siempre digo que me dedico al periodismo, y no sé si aquello a lo que uno se dedica define la identidad de cada persona.

A propósito de Arturo Salazar Larraín y “La Prensa”, ¿ese mundillo era tan caricaturesco como lo pinta Jaime Bayly en la novela “Los últimos días de La Prensa”?

No. Era un periódico que cuando lo devuelven a sus dueños tenía muchas deudas y trabajadores. Porque como había sido prácticamente una dependencia estatal, dar trabajo en un negocio que no era tal, era una manera de hacer favores a un montón de gente. Esos pesos acabaron hundiendo a “La Prensa” en pocos años. En 1984 dejó de salir. Pero lo que ocurría en esa época, por lo menos la parte que me tocó ver a mí — porque yo no trabajaba ocho horas como algunos de mis amigos, pues en ese tiempo dictaba clases y solo un día a la semana iba al diario — era un ambiente motivador. Acaba de volver la democracia. Tenía un grupo de seis o siete amigos con los que compartíamos ideas o ideologías. Éramos y somos liberales clásicos, según la tradición de pensamiento de Adam Smith y David Hume. Y, pues, las personas de la generación del padre de Federico nos acogieron y nos enseñaron lo que ellos habían aprendido en su momento. Entonces, claro que había ambiente festivo, éramos todos chicos de veinte años, ¿cómo entonces podría ser el ambiente? Pero también trabajábamos como en cualquier diario, y creo que se hizo un periódico con una posición distinta en su momento.

¿Cuándo empieza a abrazar las ideas liberales clásicas? ¿Fue por influencia familiar o de los amigos?

Con conciencia de que son eso, en los primeros años de universidad. Pero la tirria a todo lo que se oponía la libertad individual me viene del colegio, donde también compartí carpeta con Federico Salazar, así que hablamos de una amistad importante en la que nos hemos retro alimentado con respecto a esas cosas. Era la época del Gobierno de Velasco, intervencionista, con ideas socialistas y que ciertamente suprimió un montón de libertades. Al papá de Federico incluso lo deportaron. Así que ahí se forja todo ese sentimiento que luego consigue ya encausarse con una ideología definida. Porque uno tiene primero determinadas ideas y luego descubre que hay un sistema, una tradición de pensamiento que las tiene organizadas y decide profundizarlas.

Usted escribió algunos episodios de la recordada “Gamboa”. ¿Cómo ve el circuito de las series hoy en día bajo el predominio del streaming?

De “Gamboa” escribí cinco episodios, uno de los cuales fue junto a Alonso Cueto. También fui guionista de “Carmín”, donde trabajé junto a Augusto Tamayo y Jose Carlos Huayhuaca. Nos distribuíamos capítulos y personajes. Bueno, y sobre las series de hoy, me gustan mucho. Me roban un buen tiempo de lectura.

«Carmín» y «Gamboa», dos series que marcaron la década de los ochenta en la TV peruana.

¿Recuerda el cuento con el que fue finalista del Premio Copé en 1983? ¿Cómo podría resumirlo en algunas líneas?

Recuerdo todo de «La revancha del Red Demon». Lo he corregido, re escrito y publicado en otras versiones dos veces más. Es sobre un cachascanista que tiene que ir a una pelea que ha concitado gran atención. Se supone que es un enmascarado que va a luchar contra un rudo, y que el reto es máscara contra pelo (o él se retira la máscara o el otro se corta el pelo). En el camino vamos descubriendo que el que fue a pelear no es exactamente el que debía ir, pero como tiene una máscara puesta su identidad va desapercibida. Al final se revela un dato que pone en cuestión el asunto de la identidad.

Hay autores que prefieren no volver a tocar sus obras del pasado…

Yo sí, lo hago a cada rato. Incluso el cuento “Melusina”, que logró una mención honrosa en el Concurso de Caretas en 1986, lo he cambiado y vuelto a publicar en una revista española. Y si pudiera publicarlo en un nuevo volumen de cuentos seguramente lo volvería a retocar.

Salvo otro cuento que luego publicaría en Hueso Húmero, luego ocurre una especie de silencio creativo. ¿Cómo se explica eso hasta hoy?

Se explica porque estoy dedicado a otras cosas, y también por un poco de desidia. No me perseguía un prurito por publicar, más que por labrar las obras y dejarlas a mi gusto. Es como cuando construyes esos barcos dentro de una botella. ¿Qué sentido tiene eso? Quien lo hace busca un trabajo bien acabado para verlo uno mismo. Si además de eso le gusta al resto de la gente, pues genial. Aunque sí, como tenía otras actividades no sentía el apremio, y de repente sí, volvía a escribir, pero pasaban cuatro años y no tocaba nada. De hecho, “La canción del Capitán Garfio” la empecé hace más de treinta años. Pero no es que he estado 30 años trabajándola. Le habré dedicado dos periodos intensos de ochos meses, en distintos momentos de mi vida y después vino una especie de ‘guerra de guerrillas’ literaria. A veces me encontraba con problemas en el desarrollo de la historia y decía ‘esto lo pensaré mejor’. Y así pasaban cinco años.

¿Qué cree que lleva a algunas personas a recordar con más fidelidad momentos de su infancia mientras que otras no? Le confieso: yo no tenía grabada la historia de Peter Pan en la cabeza.

“Peter Pan”, la película de Disney, la vi de chico y me impresionó. Además, he leído la obra de teatro, la novela, y también “El pajarito blanco”. Así que he estado expuesto al personaje de Barrie de manera bastante más consistente que el común de los espectadores de la película. Lo que pasa es que ese cuento, por alguna razón, me llamó mucho la atención. La idea de los niños perdidos. La idea del nunca jamás. Este lugar donde te pasas la vida peleando contra piratas, todo con un espíritu de aventura. Eso me atraía mucho.

La tragedia de Ignacio es el tema central de la novela, pero está muy bien arropado por un mundo de fantasía, casi único de la niñez…

El tema central de la novela es lo que le pasa al chico, porque está narrada de manera casi cronometrada por los días. Y sabemos que al final de esos días tocará un examen médico cuyos resultados pondrán en evidencia lo que uno no quiere que esté en evidencia, y por ende todo debe suceder en ese lapso de tiempo. Ahora, el hecho de recrear este mundo de complicidad, de juegos, de fantasía, permite hacer un contraste con el drama interior. Y, además, por supuesto, corresponde a algunas experiencias vividas.

Y la propia historia de James Barrie es muy dura. Con muchas pérdidas…

Una vez que estuve tan interesado en la obra de teatro y en la novela me llegué a interesar también en el autor. Y muchísimo. Porque él mismo tenía esta idea del niño que nunca habría de crecer, que es el hermano que se le murió (David, a los 13 años). Y entonces Barrie siente que sigue viviendo mientras que este otro niño se quedó congelado en el momento. Todo eso me resultó atractivo, así como sus reflexiones sobre la obra que escribió y que dice no recordar haber escrito. Por último, su relación con los chicos que terminaría adoptando.

Una fotografía de J.M. Barrie tomada de la web de National Geographic.

¿Quién sería el Capitán Garfio en su novela?

Ignacio, el protagonista, porque la canción del Capitán Garfio sería como la balada o la historia de este personaje. Cuando se distribuyen los roles de los tres primos, la niña quiere ser Wendy y él dice ‘Yo quiero ser el Capitán Garfio’. Esta es una persona mutilada, perseguida por un cocodrilo que se ha comido un reloj, y que le marca el paso del tiempo, como una amenaza de que el animal viene por más. Eso es lo que creo que intuye el protagonista y por eso se aferra al personaje del Capitán. Y la canción sí es sacada de la versión en castellano de la película de Disney. Dice algo así como ‘Ayyyy, la de un pirata es la vida mejor (…) Se vive sin trabajar (…) Cuando uno se muere con una sirena se queda en el fondo del mar’. Así el protagonista imagina el final de su trayecto vital.

Cada cierto tramo de la historia usted incluye una especie de reminiscencias…

Es una voz narrativa distinta. El relato de cada día lo desarrolla un narrador en tercera persona que cuenta lo que le ha pasado a Ignacio. Entre días hay unos textos, que además van en cursiva, citados casi por una voz plural: nosotros. Y le dicen al chico ‘escúchanos porque esto te va a facilitar el trayecto’.

Unir los diversos actos, apelar a diversas voces, situar a los tíos, el drama de no poder hablar con la madre, el ambiente propio de una época escolar, etc. ¿Con qué oficio podría comparar esta labor de juntar todo para finalmente armar una novela?

Lo veo más como un trabajo de orfebre, o lo ya mencionado: construir barcos dentro de una botella, si además quien construye el barco elabora las piezas, ¿no? Porque si vienen las piezas hechas y uno comienza a colocarlas entonces hablamos de un trabajo distinto.

La novela de Ghibellini ya está en librerías.

Claro, pero ese barco dentro de la botella es finalmente un objeto bello. ¿Aspiraba usted a presentar un resultado en las mismas condiciones?

Desde el principio, claro. Pero bello no quiere decir con un desenlace afortunado…

Para nada. Me refiero a algo decente, presentable…

Claro. Para escribir un mamarracho me dedicaría a otra cosa.

SOBRE LOS BEATLES Y EL ARTE DE TENER PACIENCIA

A propósito de su fanatismo por los Beatles. Ellos y luego artistas populares como Madonna o Britney Spears han pasado por vender decenas de millones de discos, es decir, objetos que ya no existen más. ¿Cree que la industria musical tiene futuro en medio de esta moda del Spotify, donde una canción pasa de moda en dos días?

Siempre tiene futuro, siempre habrá una manera de monetizar los productos musicales. Spotify es una de ellas. Pero en lo que concierne a los Beatles, eso no es ningún problema. Tienen más de cincuenta años separados y ahí están. Gente que nació bastante después de que ellos se separasen los conocen. Siguen ganando adeptos. Tiene algo la música de los Beatles que genera esa adhesión y esa afición.

Por eso que le menciono de las canciones pasando de moda en dos días, ¿considera imposible que vuelva a surgir un nuevo grupo con la magnitud de los Beatles, capaz de trascender en el tiempo pos medio siglo más?

No es imposible, pero sí es difícil, porque cada vez que surge un grupo con cierto éxito –y esto pasó mucho en los setenta– dicen ‘Los nuevos Beatles’. Si hubiera existido un grupo que los reemplazara, ahora dirían ‘Los nuevo Abba’ o ‘Los nuevos Bee Gees’.

A propósito de la muerte de María Kodama está todavía presente el debate en torno a si hizo más para servir a Jorge Luis Borges que para servirse de él…

Creo que María Kodama no respetó la voluntad de Borges. Hay dos libros que él había retirado de su universo de obras reconocidas: “Inquisiciones” y “El tamaño de mi esperanza”. Y ella los publicó de nuevo. Yo soy fanático de Borges y no los he comprado, porque él no quería que se publiquen más. No está bien hablar de una persona que recién ha fallecido, pero uno tiende a pensar que estuvo más virada al interés de su figuración o eventualmente económico que a la voluntad de Borges. Yo los conocí a los dos a fines de 1978 cuando la PUCP le dio el doctorado honoris causa a él. Nos metimos a su hotel a conocerlo junto con Federico (Salazar) y otros amigos.

Jorge Luis Borges y María Kodama. La última falleció hace un par de semanas.

Además de Borges, ¿qué otro autor podría decir que le ha marcado tanto como lector?

Como Borges, no. Pero sí hay otros importantes. Ítalo Calvino, Arthur Conan Doyle. Y dentro de la literatura latinoamericana, Julio Cortázar, el cuentista, no el novelista.

En su programa a veces usted entrevista gente muy inteligente, pero en ocasiones también hay algunos muy cerrados, que salen con cada disparate en vivo. ¿Qué habilidad se precisa para escuchar y no salir disparado corriendo ante determinadas frases o teorías?

Es mi trabajo (risas). Creo que la paciencia. Suspicacia suficiente como para saber que detrás de cada disparate hay algo que no quieren decir. Otras veces recitan lugares comunes y les digo, ‘lo que yo estoy preguntando es este otro asunto’. Es como agarrar con pinzas el nervio que están tratando de esconder. Entonces, se requiere paciencia y esta otra habilidad que no sé qué tanto me asistirá.

Y en la vieja columna de Somos sí tenía la posibilidad de colocar una cáscara de plátano para que el protagonista de la historia se resbale…

Claro. Y espero seguir haciéndolo hasta ahora.

Entonces, en televisión es paciencia y en las columnas sí hay más licencias…

Sí. Hago un producto creo sofisticado y cuya gracia debería radicar en el hecho de que debajo de toda esta sofisticación formal lo que le estás diciendo a la gente es que (los personajes) son unos miserables, unos inconsecuentes o unos tontos redomados.

Finalmente, no sé si estando en televisión uno siente que el tiempo va más rápido, pero, ¿qué le gustaría ahora como escritor? ¿Mayor ritmo, velocidad, para lanzar nuevos libros?

Estoy escribiendo varias cosas a la vez. Quiero terminar, porque la he empezado hace muy poco, otra novela que calculo tendrá la misma extensión que “La canción del Capitán Garfio”. Y en algún momento me gustaría reunir mis cuentos ya publicados con otros no publicados y sacar un volumen de relatos. Espero que alguna editorial se interese.

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