«Mi nombre es Emilia del Valle«, cuarta entrega de la saga de los Del Valle, creada por la escritora chilena Isabel Allende y que también conforman «La casa de los espíritus», «Hija de la fortuna» y «Retrato en Sepia», presenta a una hija ilegítima, cronista, testigo de una guerra civil, pero, sobre todo, a una mujer capaz de romper paradigmas de su tiempo, y entregada a un espíritu nómada que lleva en la sangre.
Emilia del Valle Claro nació en California producto de la relación casi incidental que una monja de nombre Molly Walsh sostuvo con un viajero y aristócrata chileno de nombre Gonzalo Andrés del Valle. Temerosa en torno a las consecuencias que podría acarrear la noticia, Walsh encuentra en su camino a un humilde maestro, habitante del barrio de La Misión, junto al que iniciará una nueva vida.
Don Pancho Claro acoge a Molly como una asistente, pero, tiempo después, al verla sola y embarazada, le propone entablar una relación y conformar una familia. El también director de la única escuelita de la zona – de nombre El Orgullo Azteca—asumirá, pues, la crianza de la bebé Emilia, quien con el paso del tiempo lo querrá como si fuera su verdadero padre.
Nada en el inicio de este vínculo afecto esconde secretos. Conforme va creciendo, Emilia es consciente de que Pancho no es su padre biológico, pero se siente orgullosa de haber ‘heredado’ su insaciable curiosidad. Es esa particularidad la que la lleva a leer todo lo que encuentre cerca, pero, sobre todo, a iniciarse en la escritura de “novelas de 10 centavos”, publicaciones que tuvieron sumo éxito en los EE.UU. entre 1860 y mediados del siglo XX. En sus páginas, las historias de amor, terror y fantasía, parecían tener todos los ingredientes necesarios para captar la atención de miles.
Aunque a Emilia del Valle Claro la particularidad de escribir bien no le aseguraba casi nada. Ella debía firmar sus novelas como Brandon J. Pierce. Aquí surge uno de los elementos más claros de la novela de Allende que publica su sello de siempre, Plaza & Janés: el espacio bastante retrasado que ocupaban las mujeres en este particular momento histórico. Sean en Estados Unidos o en Chile, donde luego se traslada la trama, son los varones los que parecen tener siempre un lugar predilecto o los beneficios asegurados.
La curiosidad que la caracterizó desde chica hizo que la hija de Walsh termine en la oficina del editor en jefe del “Examiner”, periódico cuyo dueño era nada menos que el rimbombante William Randolph Hearst. Así, pues, al señor Chamberlain le propuso que la fiche como periodista, algo que no era común, más aún tratándose de una mujer y en esa época. El aludido aceptó probarla como columnista, encargándole escribir una crónica sobre un hecho criminal de ámbito local.
Las aventuras de Emilia del Valle como cronista irían de menos a más, aunque –como ya anticipamos líneas arriba—en este ámbito las cosas tampoco le fueron fáciles. Un periodista de nombre Eric Whelan comenzaría a ponerle las cosas difíciles. Él parecía tener las prerrogativas ante los editores, por su experimentada pluma, pero también por su género, el masculino. Un nuevo obstáculo que nuestra protagonista encararía con astucia y, más adelante, dándole un guiño al destino.
“Mi nombre es Emilia del Valle” puede verse, además, como un largo recorrido a través de Norte y Sudamérica. La protagonista, hija ilegítima de un acaudalado viajero chileno, parece tener marcado en su mente un objetivo: dar con sus raíces, por ello, cuando surge la posibilidad de viajar a ese punto tan lejano de globo terráqueo, no lo duda. De esta manera, cuando en algún momento corren vientos de Guerra Civil en Chile, es el posible negocio de las armas, que atañe económicamente a Estados Unidos y Gran Bretaña, el factor que hará posibles su propósito. Chamberlain acepta enviarla como cronista social, mientras que le encarga a Whelan el factor político/militar. Ya para ese entonces, nuestra protagonista ha tenido una aventura sentimental de cortísima duración con el hermano de su colega. Nada que pueda revestir mayor importancia, hasta giros de tuerca posteriores.
Isabel Allende logra sostener con pericia una historia extensa. Ha dividido las 361 páginas de su novela en cuatro capítulos. El primero de ellos con la presentación de Emilia, su familia en California, la explicación de su espíritu curioso y afán por romper esquemas, y el primer acercamiento al oficio de cronista. El segundo tiene a nuestra protagonista en el puerto de Iquique, arribando al país donde espera, primero, cubrir la guerra, y segundo, ahondar en sus raíces sanguíneas, aun cuando lo que le aguarda en esas tierras podría no ser lo esperado.
La tercera etapa del libro es probablemente la más cruda. Emilia debe enviar crónicas sobre la guerra entre el bando del presidente Balmaceda y el de los congresistas, que buscan sacarlo del poder. La cronista –que al fin dejó de firmar como Brandon J. Pierce, pese a la reticencia de Chamberlain—no se contenta con ser una simple observadora o coleccionista de trascendidos. Decide ponerse en la línea de lucha, plegándose a la labor de las cantineras: las muchas veces invisibilizadas mujeres que brindaban asistencia a alguna de las partes en conflicto, ya sea cargando agua, provisiones, o atendiendo a sus emergencias médicas. Aunque también luchando.
Tal vez porque el momento lo exige, es en esta etapa donde Emilia del Valle se hace amiga de personajes como el periodista Rodolfo León, pero principalmente de la entrañable y leal cantinera Angelita Ayalef, quien –acompañada por su perra ‘Covadonga’—la llevará casi de la mano a la primera línea de batalla. Es la admiración que ambas se predican el elemento que nutre este vínculo que, en los momentos más terribles, presentará a los lectores un dilema: ¿hasta qué punto puede entenderse el nivel de violencia que puede enfrenta a dos hombres nacidos en un mismo suelo?
“Ya no sé cuánto presencié y cuánto imaginé, todo es confuso y horror en mi recuerdo. No había visto la violencia y la muerte de cerca, nada en mis veinticinco años de existencia me había preparado para tanta barbarie, tanto sufrimiento”, (Página 196).
Los giros son, fundamentalmente, el rasgo más notorio en el segundo tramo de la novela. Emilia del Valle logra dar con el paradero de su padre biológico, un anciano al borde de la muerte que, inicialmente, no parece reconocerla, pero que pronto reacciona y, entonces, todo parece trastocarse. Comprobaremos que la protagonista de la cuarta entrega de la saga de los Del Valle no ha viajado semanas en barco para buscar herencias de ningún tipo. Sin embargo, ¿está realmente satisfecha o buscará algo más allá que la simple mirada de su progenitor?
“Mi nombre es Emilia del Valle” es una novela histórica ágil, con muchos elementos sumamente conmovedores. Sin dejar de lado que estamos ante una protagonista que fue siempre rompiendo paradigmas de la época que le tocó, este libro de Isabel Allende nos muestra también hasta dónde somos capaces de arriesgar nuestra propia vida para dar con aquel punto donde comenzó nuestro árbol genealógico. De esta manera, ya sea como parte del bando perdedor de una guerra, expuestos al fusilamiento tras días de encierro en una fría celda, o acariciando la muerte en medio de inhóspitos parajes, el amor –o aquello que creemos significa dicho sentimiento—bien podría terminar corriéndose a un segundo plano.
SOBRE EL LIBRO
Título: “Mi nombre es Emilia del Valle”
Autora: Isabel Allende
Editorial: Plaza & Janés
Páginas: 361
Precio: S/89