Irma del Águila: “En literatura busco salir del terreno de lo obvio”

Una mirada perturbadora de lo diferente que rompe la cotidianeidad. Así resume Irma del Águila “Mínima señal”, notable libro de cuentos que presentó hace unas semanas bajo el sello del Fondo de Cultura Económica Filial Perú.

El texto, que incluye siete relatos y una coda, muestra a un papá que construye una pared para darle intimidad a su hija que atraviesa el camino que la convertirá en mujer, también a nativos bailando con los pechos descubiertos ante la mirada lacerante de los turistas, y a hombres que, pese a sufrir problemas de audición, conservan en su memoria imborrables sonidos del pasado.

Me fue difícil encontrar en este libro un cuento que destaque muy por encima del resto. La mayoría son parejos en su capacidad de interpelarnos en lo más profundo de nuestro ser. Irma del Águila –autora de libros como “El hombre que hablaba del cielo” y “La isla de Fushía” — ratifica aquí que es una de nuestras más promisorias narradoras.

-Este es un libro escrito por una mujer en un sello dirigido por otra mujer (Gabriela Olivo de Alba) y cuya directora más emblemática en Perú fue también una mujer (Blanca Varela). Salvo el editor del texto (Felipe Aburto), son féminas las que rodean “Mínima señal”. ¿Estamos ante una reivindicación al género o es solo una feliz coincidencia?

De todas maneras la mirada presente es la de una mujer. Incluso me han hecho notar un detalle en el relato “Ecos de la selva”, en el que una persona se queda sorda pero que aún tiene memoria de sonidos que lo perturbaban o gratificaban en el pasado. Uno de estos era arañar la pizarra. Y una amiga me dijo que esa particular fobia por el ruido disonante de la uña sobre la pizarra es algo muy femenino. Y evidentemente en el libro hay temas recurrentes: la sexualidad y la vulnerabilidad femenina, por ejemplo en “La piscina” o en “Pared medianera”. Definitivamente hay una posición clara desde una mujer que escribe en la sociedad peruana.

-En “La piscina” un adulto se precia de limpiar los baños de un una piscina usada por niñas. ¿El tema aquí es el pudor de una menor al sentirse observada o la enfermedad de un ser al ver de forma perversa a las infantes?

Es una buena pregunta porque son ambos los temas. De un lado, el sentimiento de acecho y vulnerabilidad que se va insinuando en el viejo que llega hasta la puerta del vestuario y luego a la del baño (de las menores). Él mira por abajo (de las puertas) los pies de las niñas. Pero también está el (mismo) hombre con una obsesión por la limpieza, por la pureza, por limpiar y desinfectar los baños a costa de su propio cuerpo, porque se describen también sus uñas carcomidas por desinfectantes y quizás también por los hongos. Entonces, quiero explorar ambas dimensiones, en algún momento guardando distancia respecto de la figura del hombre pero dándole toda la presencia y autonomía que necesita. Y ese también es un desafío para mí como narradora.

-Cuando presentas libros ajenos sueles ir más allá de lo que usualmente hacen el promedio de presentadores. Profundizas en lo histórico y sociológico de un relato. ¿Cuándo te sientes a escribir buscas lo mismo? ¿Qué es para ti la literatura y qué buscas entregarle al lector?

Creo que la idea es salir del terreno de lo obvio, y es un camino de exploración. Hay una imagen que me puede perturbar y le doy vueltas para saber qué está pasando. A veces no hay  una respuesta explícita o un enunciado, pero sí una imagen perturbadora o una situación ambigua. Quizás una perversión o una pulsión contenida. Pero siempre hay algo que me parece relevante de mostrar. Y mostrar no es enunciarlo sino simplemente puede ser sugerirlo. Y ahí está creo yo el arte o la técnica de contar, sobre todo cuando son situaciones particularmente intensas o problemáticas.

Asli Erdogan, una escritora turca que acaba de pasar cuatro meses de prisión bajo el represivo régimen de Recep Erdogan, y que el 31 de octubre podría ser sentenciada a cadena perpetua, dijo en una entrevista con la televisión francesa que ella –quien ya ha descrito la situación de las cárceles y las torturas—no habla de la tortura en sí misma, sino describe la tensión que flota en los pasillos. Tampoco abre la puerta de los cuartos de tortura porque no quiere dejarse ganar por la pornografía. Lo que hace es sugerir, y eso es suficiente e interpela mucho más que dejarse ganar por la violencia, que es lo que más abunda en nuestra cultura de consumo. Y es que un video de MTV puede tener tanta violencia como un documental sobre las cárceles. Estamos sobre expuestos a ese tipo de imágenes. Y creo que debemos evitarlas.

-La selva es un lugar común en tu imaginario como escritora. ¿Qué tiene este espacio geográfico que te interesa tanto para tus creaciones?

Primero, evidentemente, mi apellido Del Águila, que viene de la selva. En “La isla de Fushía” regresé a un escenario familiar, Moyobamba, donde nació mi padre y mi abuela. Yo visitaba ese lugar con frecuencia. Y también he visitado la selva tanto para trabajos de consultoría como para temas académicos. Creo que la selva es un espacio límite, lo que lo convierte en algo altamente sugerente para la narración. Pero además es un espacio por explorar, que es distinto a decir que ‘está por conquistar’, porque la selva ha sido conquistada de una manera instrumental, construyendo carreteras de penetración para extraer sus recursos naturales y colocar colonos que vayan desplazando a las comunidades originarias. En lugar de tener esa actitud instrumental –promovida por el estado y también por el sector privado—sugiero una mirada de exploración y asombro, que también puede devolvernos algunas preguntas respecto a nuestras maneras de ocupar los espacios, de agotarlos, de construir o no vínculos en la sociedad. O incluso hasta nuestra manera de entender la música en el caso del cuento “Ecos de la selva”.

-En el cuento “El baile de la garza” hay turistas observando a nativos bailando con los pechos descubiertos cual acto de exhibición. ¿Cuál fue la génesis de este relato y qué busca cuestionar?

Se origina con una historia real. Hasta hace unos años uno iba a Iquitos y si no tenía tiempo para visitar alguna reserva natural había paquetes turísticos para gente que quisiera visitar las afueras de la ciudad y tener el producto ‘selva, naturaleza y comunidad nativa’ completo. Todo a pedido del cliente. Entonces, a una hora de Iquitos en bote, te encontrabas con estas comunidades que habían sido ‘amestizadas’ por su proximidad a la ciudad. Había chicos sobre todo que iban al colegio, muchas veces a algunos urbanos o peri urbanos y usaban sus uniformes escolares, sin embargo, se los seguía forzando a vestirse con sus trajes tradicionales para seguir vendiendo la imagen de un ‘Perú exótico o milenario’. Me llamó la atención el cómo una propuesta de promoción cultural de nuestro país cuando pasa por estos rasgos exóticos puede avasallar o violentar a las personas que son obligadas a jugar esa representación. Porque es un ‘juego’ pero que implica violencia. Todavía hay comunidades en los andes o en la selva donde se le pide a la gente vestir sus ‘trajes típicos’. No porque los usen habitualmente sino para atraer visitantes. Eso me parece una falta de respeto tremenda. Se debería interpelar a las agencias pero también al Estado por promover este tipo de inserción agresiva en el mercado turístico global.

-Entre “La isla de Fushía” y “Mínima señal” hay casi un año de diferencia. ¿Podríamos decir que estás escribiendo o publicando más que antes?

No. Salvo “Pared medianera” que fue escrito este año, los relatos de “Mínima señal” fueron creados hace cinco, diez o quince años. “Luces de la sombra”, por ejemplo, tiene que ver con mi propia experiencia en Haití en los años noventa cuando fui observadora de Derechos Humanos. Y está inspirado en los actos de linchamientos populares que se dieron en esa década. Así que algunos cuentos fueron escritos, guardados, reescritos y luego ya se los mostré al editor Felipe Aburto. Eran diez relatos pero nos quedamos con estos siete porque forman un corpus coherente. Y lo que los une es esta mirada perturbadora de lo diferente que rompe la cotidianeidad.

-Precisamente otro relato muy bueno en tu libro es “Pared medianera”, en el que un papá construye una pared para que su hija pueda tener un espacio personal en la pequeña casa de la familia. Y es una niña está pasando de la niñez a la adultez…

En las cifras del INEI existe un alto porcentaje de violencia sexual que proviene del seno de la familia. Y no solo en las familias pobres, pero es más duro ahí. ¿Por qué? Porque está la precariedad de la vivienda. Casas con una sola habitación donde literalmente se amontonan las camas. Y esto es un riesgo porque implica una convivencia en la intimidad, sobre todo cuando el cuerpo del niño y la niña se van formando hacia la adultez. Y esto es un riesgo sobre todo cuando hay un paréntesis, por ejemplo, en un instante de exceso de alcohol o de frustración. Se pueden romper las inhibiciones que tenemos y esto puede dar paso a este tipo de violencia. Y de hecho el cuento se inspira en un proyecto promovido por una ONG en El Agustino y en otro distrito para separar físicamente a los padres de los hijos. O sea, el cómo poner una pared y por ende una distancia es ya un acto de amor. Quise exponer esa ambigüedad de los afectos, porque también está el padre que con mucho dolor se separa físicamente de su hija para protegerla de sí mismo o probablemente de un pariente.

-Pero también el papá siente temor de que su hija, a través de las amigas o del contacto con el mundo exterior, se convierta en mujer…

Sí, hay un temor a que la chica camine por sí misma, inicie una vida sexual que no lo incluya. O sea, que se vaya con otro. Están presentes el miedo y la tristeza por perder el vínculo con esa hija.

-Hay una periodista en tu libro, tal como pasó en “La isla de Fushía”. Y a nosotros nos acusan de perder la sensibilidad fácilmente ante las tragedias. Tu relato me deja la idea de que uno debe continuar porque mañana ‘hay que seguir trabajando’, no importa lo que hayamos cubierto el día anterior…

Te respondo en los términos del personaje del relato “Luces de la sombra”, ambientado en Haití. Efectivamente, la periodista viene de cubrir un incidente donde se ha linchado una persona pero llega tarde y no encuentra el cuerpo. Solo halla los rastros de sangre, y a partir de entonces desarrolla una fotofobia (aversión a la luz), y yo creo que la respuesta está en parte por esta manera de somatizar. Ella somatiza y desarrolla una aversión a la luz, al punto que debe encerrarse en una habitación de hotel, correr las cortinas y quedarse casi convaleciente allí. Nadie puede permanecer indiferente a tanta violencia. De alguna manera el cuerpo o la mente lo resiente, como el personaje. No tenemos una resiliencia infinita como personas. Y por otro lado, cabe mirar este relato como una pregunta: ¿qué hace una periodista cubriendo las noticias dramáticas de un país donde cunde la desesperanza? Está (acaso) llenando titulares, que además es una demanda permanente del editor, y a su vez de un tiraje (de diarios), pero además, ¿qué vínculo tiene con el país y con la gente? Ahí queda abierta la pregunta que podríamos hacernos todos. Yo viví en Haití y también podría extenderse esa interrogante a la presencia de la comunidad internacional en dicho país.

-Finalmente, fuera del tema y aprovechando tu condición de socióloga, ¿crees que vivimos en una sociedad en la que la cultura y la intelectualidad son casi patrimonio de la izquierda?

No lo creo, o en todo caso no tendría que ser así. Lo que sí es cierto es que una persona que lee y sobre todo alguien que se hace preguntas, que visita el Perú, tendría que cuestionar cosas respecto a conflictos sociales y políticos que nos atraviesan. Deberíamos ser capaces de hacernos esas interrogantes, de complejizar nuestras relaciones. Y que eso solo pueda hacerlo la izquierda, no lo creo. Pero que sea percibido como que la izquierda o (que) desde el progresismo fundamentalmente se problematiza la relación entre peruanos sería una pena porque significaría que no hay una derecha preocupada en hacer lo mismo. Yo creo que significaría que la derecha o sus diferentes opciones no han construido no solo preguntas si no también respuestas e incluso una visión de país. Por ejemplo, salir del conflicto armado sin políticas públicas. Una de las cosas que me llama la atención es que después de lo que vivimos no tengamos una política agresiva de salud mental. Y muchos de los psicólogos que tenemos formados en el Perú no están especializados en terapia para mujeres que han sufrido la violencia política, o incluso (para ayudar a) féminas que han sufrido agresiones cotidianas basadas en género. La mayoría de los que trabajan en centros de salud realizan solo el tamizaje: interpretan los síntomas, realizan un diagnóstico y punto. Esto es terrible porque somos un país que vivió un conflicto armando y veinte años después seguimos sin darnos cuenta que se precisan políticas nacionales al respecto. Aquí termina un problema y nos preocupamos en cómo reconstruir los puentes y las carreteras, pero no así la vida de los peruanos.

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