Sergio del Molino: “‘La hora violeta’ es una carta de amor y las cartas de amor tienen que ser bellas”

Diez años después de aquella primera edición de “La hora violeta” –Premio Tigre Juan y Premio Ojo Crítico de Narrativa, entre otros—su autor Sergio del Molino (Madrid, 1979) aceptó revisar por primera vez una nueva edición. El proceso se había repetido con varios de sus otros libros, pero curiosamente nunca con este.

Aunque tiene otros libros de gran factura, como “La España vacía”, “La piel” y recientemente “Un tal González”, sobre el socialista exjefe de gobierno de su país, Felipe González, el autor residente en Zaragoza reconoce que a donde vaya “siempre será el autor de ‘La hora violeta’”. Y no lo dice con pesar, porque, aunque en su contenido nos presenta una “experiencia devastadora”, en realidad se trata de una carta de amor con momentos absolutamente luminosos.

A propósito de la nueva edición de este libro, que ahora salta de DeBolsillo a Alfaguara, con un epílogo y una hermosa nueva portada, conversamos con Del Molino, uno de los invitados más buscados en el Hay Festival Arequipa 2023, evento donde el autor hablará sobre su obra, pero también acerca de su faceta como periodista, un paso previo que –tal como señala en esta entrevista—le sirvió mucho en su formación como escritor.

¿En qué dirías que te ayudó el oficio de periodista para tu faceta de escritor?

El periodismo es mi formación en la escritura. Yo he aprendido a mirar desde el periodismo, sin ser yo un periodista vocacional. Me hice periodista porque era la forma de ganar un sueldo escribiendo. A mí lo que me interesaba era escribir y poco a poco me fui enamorando del periodismo. La mirada del cronista, de la persona que va a un sitio e intenta comprender lo que sucede e intenta transmitirlo para que lo entiendan los demás, creo que eso me ha condicionado mucho a la hora de elegir hoy los enfoques y los temas. Mi visión de la literatura pasa mucho por la crónica, los vicios y las miradas del narrador testigo, y creo que eso tiene mucho que ver con mi formación, y mi forma de entender también el lenguaje y la comunicación, y el hecho de que la literatura, por muy solipsista que sea, por muy intimista, y por muy cerrada en sí misma que esté, siempre tiene que aspirar a comunicar. La literatura es un acto comunicativo y, seguramente, no tendría esa idea tan clara si no hubiera pasado antes por el periodismo. Sin embargo, este también es una formación más, tampoco es que me condicione todo. Mi escuela es esa, vengo de ahí, vengo de ese mundo, lo llevo con orgullo, y creo que he intentado aprovechar todo lo mejor que da el oficio y espero haber desechado lo peor: el gusto por el cliché, por la mirada un poco plana y superficial hacia las cosas, etc.

¿Y antes de todo esto hay una etapa de Sergio del Molino lector? ¿Cómo empieza tu acercamiento a la lectura y a través de qué autores?

He sido un lector precoz, desde muy niño. Leer era una forma natural de estar en la vida. Estar leyendo y leer es lo cotidiano desde siempre. Y desde los ocho años que devoré todo Julio Verne y descubrí que había un señor que escribía esas historias y que podía aspirar a ser como él, luego de adolescente vino el Boom, la literatura latinoamericana, que leía más la generación de mis padres que la mía, los García Márquez, los Vargas Llosa, una corriente que ya era un poco antigua para alguien de mi edad, pero que fue muy importante en mi etapa formativa. Y los clásicos del siglo de XX españoles, por supuesto. Y en esto siempre fui muy ecléctico, voraz y poco prejuicioso, sin unos gustos inamovibles, que además incorporando y enriqueciendo mucho conforme pasa el tiempo. Y quiero creer que sigo siendo curioso y de pocos prejuicios. Y tal vez eso me hace un lector poco exquisito en algunos aspectos, tal vez no soy el más híper crítico de todos, pero valoro mucho más la intención y la audacia de un libro antes que el acabado formal y el resultado último exquisito. Me interesa mucho más ver el ímpetu y las ganas de contar algo, el intentar atacar un tema o a un asunto por un lugar más o menos insólito, que la aspiración a la perfección. Y de hecho creo que eso también se refleja en la literatura: yo no concibo los libros como una obra acabada sino como una en marcha, con libros que se van contaminando y hablando de otros. A veces entiendo mi obra como Matrioshkas (muñecas rusas) con libros que contienen otros, aunque se puedan leer por separado y aunque puedan ser completamente independientes, y creo que el lector que me acompaña y que me va leyendo en todos mis libros se percata de que hay una relación íntima entre estos y que es difícil distinguir dónde empiezan unos y dónde acaban otros. Yo leo igual, con ese mismo caos con el cual escribo. 

Sergio del Molino en Arequipa. (La fotografía es de Iris Mur)

Y a propósito de lo que mencionas, ¿crees que los principales referentes del Boom Literario Latinoamericano tenían más ímpetu o más aspiración a la perfección?

Vargas Llosa tenía más ímpetu. Y es el que ha tenido una trayectoria más larga, el que ha ido cambiando según sus etapas, pero también había otros que aspiraban más a la perfección, como Cortázar, un escritor que perseguía la pieza perfecta, que era casi un orfebre, y trabajaba las palabras a un nivel estilístico muy fino y delicado. Pero no creo que se pueda generalizar con ellos. Se les pone a todos en el mismo saco porque eran amigos, porque marcaron una generación y porque lograron un cambio en la literatura en español, pero en realidad son escritores muy distintos, a pesar de que parece que los tenemos que relacionar a la fuerza, porque siempre se leen a la vez, pero en realidad creo que todos tienen muy poco que ver, sus enfoques y sus formas de entender la literatura y la vida también son muy distintas. Incluso en los que estaban más cercanos, como García Márquez y Vargas Llosa antes de que se liaran a puñetazos. Incluso en ellos la visión que tenían de la literatura y la vida era diametralmente opuesta, y eso es lo rico, eso los hacía interesantes, porque podías ver muchas formas distintas de aproximarte al arte y de entender la literatura gracias a ellos.

Son tantas las novedades que llegan diariamente a librerías que a veces uno se justifica en la falta de tiempo para no leer clásicos o la ‘teoría’ literaria. ¿Crees que para un aspirante a escritor es imprescindible tener cierta base en cuanto a títulos, autores y corrientes?

En la literatura pasa algo que no sucede mucho en otras artes. Puedes encontrarte músicos brillantes como Pavarotti que no sabía leer partituras, que era un analfabeto musical, y no era un erudito. Puedes encontrar también pintores geniales que no sepan de pintura, o actores lo mismo. Directores de cine tal vez es más difícil, aunque hay algunos que no manejan un conocimiento profundo de su arte. En la literatura eso no sucede. No se me ocurre ahora ningún caso de un escritor que no sea tremendamente lector, que no tenga un conocimiento profundo de la literatura, de los clásicos, o al menos de la parte de la literatura que le puede interesar. Pueden ser lectores muy de actualidad o quizás más de fondo. Generalmente, yo creo que todos pasamos unos años como lectores de actualidad y luego desistimos y pasamos a leer más de fondo y a recuperar un poco el tiempo perdido, ese que la avalancha del día a día no nos ha permitido vivir. Pero yo no conozco un escritor que no lea, que no tenga un discurso literario, que no pueda dar una conferencia o escribir un ensayo sobre sus escritores favoritos. Todos tienen un armazón. Y eso hace de la literatura una cosa muy rara, porque lo normal sería que no haya relación entre ambas cosas. Poder ser un gran contador de historias no debería implicar conocer la historia de la literatura, ni tener un fondo literario profundo, sin embargo, no sucede así. Por lo que yo creo que sí, me da la sensación de que es muy difícil llegar a ser un escritor sin tener un buen fondo de lecturas. Otra cosa es cómo se adquiera, o sea, no creo que haya un método, tampoco que haya que estudiar. Decir ‘voy a sacarme un doctorado en la Universidad para luego escribir con propiedad’. No hace falta una lectura sistemática. Se puede ser un lector caótico. Nos puede interesar unas cosas u otras, pero ser expertos en algo es lo normal. Lo raro es el escritor ágrafo. Si no te gusta leer, es muy difícil que vayas a ser escritor.

Te vi en un video de El País mostrando y hablando sobre tu biblioteca y decías que era una “biblioteca de estudio”, o sea, no infinita. En ese sentido, ¿qué méritos debe tener uno de tus libros para quedarse ahí y no, por cuestiones de espacio, pasar a la caja de las donaciones?

Cuando le soy muy fiel a un escritor tengo todos sus libros — como pasa con Andrés Trapiello, que creo que tengo toda su obra — y eso permanecerá, incluso si llegara a no apasionarme tanto como antes, eso va a permanecer ahí. Ahora, los motivos son siempre dispares. Cada vez que reorganizo y reordeno voy sacando libros, pero realmente los que son importantes, los que me han dicho algo para mi trabajo y para algunos de mis libros esos se van a quedar ahí. La desgracia es que cada vez estos son más y el espacio es el mismo. Creo que voy a tener que alquilar una nave o algo así. Aunque soy muy selectivo, los libros acaban inundándolo todo. Tengo una biblioteca de cuatro mil libros, que para un escritor como yo es una cosa normalita, porque tengo amigos que tienen 10 o 15 mil. Y yo tengo poquitos porque intento contenerlos. Es una biblioteca manejable y aspiro a que siga siéndolo.

Más allá de que has dicho que esta nueva edición de “La hora violeta” es la primera que revisas, diez años después de publicar ese libro, me llamó la atención lo cercano que lo publicaste tras la tragedia de tu hijo. Aquí a veces se cuestiona que los libros testimoniales o de análisis específicos salen muy pegados al hecho que tratan. ¿Te planteaste en algún momento esperar? ¿Cómo manejaste el tema de la distancia entre lo ocurrido y sentarte a escribir al respecto?

No lo pensé, ni siquiera me lo planteé. Yo escribo de una forma muy intuitiva, lo que me pida el cuerpo, la rabia que en ese momento sentía adentro, lo que quería exponer. Me siento, escribo y no calculo ni mido nada. Sencillamente, tengo una grafomanía muy acusada. Saco un libro al año más o menos, y porque me contengo, porque sé que los ritmos del mercado son así. Si los ritmos del mercado pudieran absorber dos libros míos al año yo los sacaría. No tengo ningún tipo de problema. Porque voy volcando todo, y escribo muchísimo en prensa y en otros lugares. Con lo cual a mí el tema de la distancia y de dejar madurar las cosas no van conmigo. Los respeto y entiendo en otro escritor y con otro temperamento, pero ese no es el mío. Y esa me parece la grandeza de la literatura, que no hay un mandamiento que haya que seguir para abordar ningún tema. Cada cual encuentra la forma de hacerlo de acuerdo con quién es, con cómo lo siente y con cómo lo necesita. Y yo necesitaba escribir ese libro. Era na necesidad que me salía del núcleo reptiliano, de la personalidad. Me senté y lo hice. No le di más vueltas. No creo que el valor de un libro así dependiese de la distancia o de la cercanía. Si yo me hubiera distanciado tal vez habría escrito otro libro, pero sería distinto porque mi aproximación sería distinta, pero eso no lo haría mejor ni peor, ni en términos literarios ni en términos humanos.

Así era la portada de la primera edición del libro.

Decidir que dentro del libro no haya cosas escabrosas como, no sé, sangre chorreando, y más bien apoyarte en detalles bellos como la calvita de tu hijo, sus cabellos dorados, etc. ¿Cómo trabajaste estos detalles? ¿Puede incluso en el relato más dramático uno aspirar a narrar de forma bella?

Es que “La hora violeta” es una carta de amor, y las cartas de amor tienen que ser bellas. Lo que he intentado es hacer un homenaje a esos momentos de belleza triste y devastadora, pero de belleza que pasé en la cercanía de mi hijo. Para mí cada momento a su lado era preciosísimo y así lo quería transmitir. No hay una elusión del morbo, sino la asunción de un punto de vista, Lo que está leyendo quien lee “La hora violeta” es una carta de amor, es un testimonio de un padre que quiere mantener el recuerdo de su hijo. Un testimonio que además intenta sobreponerse a una rabia muy intensa que ese padre siente por muchas razones. No todas ellas tienen la culpa la sociedad. Muchas son razones imponderables. Sencillamente uno tiene rabia contra el destino y contra lo que le ha sucedido. Entonces, la aproximación, evidentemente, tiene que ir por la belleza. Y es un libro que intenta evocar la figura del hijo, del padre, de la madre, de esa familia herida que está atravesando el dolor más absoluto, y creo que –sin duda alguna—es un testimonio de belleza. Y no estoy eludiendo el horror en ningún caso. Creo que estoy narrándolo desde la perspectiva del amor. Y eso es importante. Tampoco creo que sea un libro amable en ningún caso, sino que a veces tiene momentos muy duros. No lo elude, pero lo que prima es el testimonio de amor.

Citas en tu libro a “Mortal y rosa” de Francisco Umbral, pero supongo que en estos últimos diez años te has encontrado con muchos libros de padres perdiendo a hijos, por distintos motivos. ¿Cómo ha sido tu relación con estos? ¿Has aceptado leerlos todos o terminas a ratos huyendo del tema?

He preferido poner distancia porque, es verdad, leí bastante y me interesó mucho, y me consolaron mucho en algún momento los libros testimoniales, que hablaban no solo de la muerte del hijo, sino la llamada literatura de duelo en sí. Antes de “La hora violeta” yo no había leído a Joan Didion y terminó siendo importante, luego también a Rosa Montero, que escribió un testimonio sobre la muerte de su pareja (“La ridícula idea de no volver a verte”). Pero llegó un momento en el que me saturé. No podía más y los dejé. Y además me mandaban libros para escribir los prólogos, para que los presentara, pero tuve que rechazarlos en muchas ocasiones. Lo hacía con mucha pena, pero llegó un momento en el que no podía leer más libros de dolor. Y me pasó de la noche a la mañana. Y recién estoy volviendo. Si me mandan alguno ya soy nuevamente capaz de volver a leerlo e incluso he reseñado unos cuantos. Recuerdo mucho “Cuaderno de urgencias”, libro de la periodista Tereixa Constenla sobre la muerte de su pareja. Lo reseñé y fue de los primeros que retomé. Poco a poco voy volviendo, pero me cuesta.

Una mujer que a los 50 años descubre que es adoptada… ¿Crees que todo sirve como materia para una novela?

Absolutamente todo. Ninguna experiencia humana es irreductible para la literatura. Para mí la literatura es una mirada, una forma de compartir el mundo y de convencer al lector de que eso que estás contando es relevante. Si tú eres capaz de hacer que un lector se interese por un mundo, por unas circunstancias, por una historia que en su vida cotidiana no le llamaría la atención, le parecería irrelevante o incluso le provoca rechazo, y sin embargo al leerlo en tu libro lo considera importante y lo hace suyo, es que la literatura ha triunfado. Porque la literatura no es lo que cuentas sino cómo lo cuentas, cómo lo abordas. Y es la voz, toda esa textura y esas cosas que van haciendo relevante un tema. De hecho, yo no me intereso en un libro por el tema, sino por la mirada. Hay algunos autores que me da igual lo que me cuenten, siempre me van a interesar porque me lo están contando ellos. Y sé que esta es una forma de ver la literatura que no es mayoritaria ni la más comercial. La gente en principio parece que se acerca a la literatura por las historias y van buscando la sinopsis detrás para ver si les interesa o no lo que cuenta el libro. Aspiro a un libro donde no haya sinopsis, donde tú los compres por otras cosas, donde no te interese lo que esté contando sino el por qué o el cómo, y eso hace la literatura mucho más rica, con lo cual cualquier experiencia humana, la más ínfima, la más insignificante, todo termina siendo susceptible de ser gran literatura. Todo.

“Creo que VOX se ha acomodado al lugar de la sociedad española donde le corresponde”

Me tocó estar en España al inicio del coronavirus. Y más allá de una opinión muy particular que tengo sobre el parecido entre tu país y Perú en cuanto a la agitación política que va y viene, quería preguntarte sobre VOX. Recuerdo que en algún momento llegó a tener 52 representantes en el Congreso. Muchos alertaban del supuesto avance de la extrema derecha en tu país. Hoy el panorama parece distinto, con muchos menos representantes y con varias salidas de figuras conocidas. ¿Crees que este ‘bajón’ de VOX se explica más por desaciertos del partido de Abascal o es que, de un momento a otro, la sociedad española recapacitó y ‘vio la luz’?

Son muchos factores. VOX tenía un nicho de votos y sigue teniéndolo, que era un voto que hasta su triunfo absorbía el Partido Popular en su ala más extrema. No hay que olvidar que VOX es una escisión de un grupo de militantes extremistas del PP, que descontentos con su deriva excesivamente ‘tibia’ (para ellos), pues decidieron formar un grupo de extrema, a imagen y semejanza de los que funcionan en el resto de Europa (Frente Nacional, o los que funcionan en Italia, Hungría, etc.). La rareza de España era que no tenía un partido así cuando todos los demás países europeos sí lo tenían. Y además con el mismo porcentaje de votos, que es alrededor de un 10%. La estimación de que hay un 10% de voto extremista de derecha en España responde a la sociología del país. Lo raro es que en las primeras elecciones habían sacado mucho más. Estaba algo sobredimensionado. Ahora creo que están más o menos en una situación donde los extremos van ganando, con un 10% de extrema derecha y un 10% de extrema izquierda, y luego toda la amalgama de partidos que van confluyendo desde centro izquierda hasta centro derecha. Ese es el dibujo más o menos de la sociología del país y ese es el que ha salido de las urnas. Creo que VOX se ha acomodado al lugar de la sociedad española donde le corresponde. Sí que hay un 10% de españoles que son simpatizantes de extrema derecha, y probablemente sea una población estable, un fenómeno del que no nos vamos a librar, porque además forma parte de la normalidad de la Unión Europea. Es el mismo discurso, son las mismas corrientes, responden a los mismos impulsos que el resto de países europeos, y España no es un país raro en ese sentido. Y, volviendo a tu reflexión sobre cómo se parece España al Perú, yo creo que ahora mismo todos los países se parecen. La bronca política, la polarización, el enfrentamiento, son rasgos muy comunes en los países democráticos. Estamos atravesando una crisis profunda de la democracia representativa en todos los países que se rigen por dicho sistema. En algunos es más fuerte que en otro, claro. Mira Estados Unidos, Argentina, Francia, o las últimas elecciones en Alemania. Estamos en un momento verdaderamente crítico y de crispación y de enfrentamiento profundo. Yo conozco un poquito Francia, y ellos con toda su civilización y demás, tienen una bronca política y una hipérbole y una exageración muy parecida a la de España.

Santiago Abascal, líder de VOX, partido que para Del Molino hoy parece haberse recluido en su 10%.

En una columna de El País dices practicar la “coprofagia televisiva”, y a propósito de ello. En la película “The Truman show”, un éxito del cine en su momento, cuando el drama culmina, aparecen dos guardianes de una cochera de autos que tras quedar con la boca abierta dicen “ya, cambia de canal”. Eso me hace pensar en tu columna sobre Succession, un mega éxito del streaming que fue tendencia domingo a domingo, pero que al terminar simplemente quedó atrás, como si nada. ¿Qué importancia crees le debemos dar a productos televisivos que a veces encienden tanto el debate en redes sociales?

Creo que el último gran fenómeno global fue “Lost”. Ahí sí fue una especie de comunidad global que seguía con fanatismo, y lo que pasaba ahí generaba conversación, y una sensación de experiencia compartida que resonaba mucho después. Pero creo que desde “Lost” no habido ningún fenómeno parecido. Se intenta fabricar constantemente, emular otra vez esa experiencia, pero creo que todo está tan fragmentado. Ya no hay algo que veamos todo, que genere una unanimidad en todo el público. Es muy difícil. Y, de hecho, en el caso de “Succession” es para mí un caso de fabricación de Hype tremendo, porque las audiencias de esa serie eran bastante bajas. Estábamos ante un bulo alimentado porque la mayoría de sus espectadores eran periodistas, críticos de cine y gente del cine. Mis amigos directores del cine y guionistas lo veían mucho, lo comentaban, y daba la sensación de que la serie era mucho más importante de lo que realmente era. Esos espejismos cada vez suceden más porque la época de unanimidad de la televisión en abierto se ha pasado. Y estamos viendo ahora otras fórmulas que ya no marcan la conversación. Sucede también un poquito con la literatura. Al comienzo de la entrevista hablábamos del Boom Literario y ya no hay un fenómeno así. De hecho, lo que leen en Perú es bastante distinto a lo que se lee en España, incluso compartiendo idioma. El canon literario de cada país es distinto. Son muy pocos los escritores que van saltando de un país a otro y que forman parte de la comunidad lectora de todos.

A propósito de tu columna sobre el documental de Jordi Évole “No me llame Ternera” (sobre el miembro de ETA Josu Urrutikoetxea), algo que me llamó mucho la atención fue cómo muchos sin siquiera haber visto el producto ya lo criticaban y llamaban a no verlo. ¿Cuánto daño nos hace cuestionar de plano algo que desconocemos?

Bueno, eso ocurre en todos los países. Hay debates que son especialmente histéricos y sensibles. Todo lo que tiene que ver con ETA en España es muy sensible para mucha gente. Para mucha gente, entrevistar al líder de ETA equivale a darle una tribuna a Hitler, a un nazi. Es gente que cree que no merece una tribuna pública, incluso así fuera para retratarles. Y protestan yo creo equivocadamente porque me parece que sí es interesante conocer y verles, y que se retraten. Y yo creo que en este caso además había un retrato de miseria absoluta. Pienso que no hay que poner cortapisas a nada. Si me hubieran dado la oportunidad de entrevistar a Hitler o al demonio mismo lo hubiera hecho. Porque he sido periodista. Y seguramente hubiera querido preguntarle cosas al mismísimo satán si lo hubiera tenido al frente. No creo estar legitimando a nadie por el hecho de interrogarlo y de recabar su testimonio y de intentar entender quién es o de hacerle un retrato. Pero el retrato no iba sobre el documental, sino sobre la histeria ambiental, sobre lo politizado que está todo, y sobre lo enrarecido y lo terriblemente enfangado que está la discusión pública en España, que es a veces de un clima verdaderamente asfixiante, donde mucha gente no se atreve a opinar, y los que opinamos pues estamos todo el rato fatigados de intentar mantener un discurso más o menos coherentes sin ser arrastrados por la histeria ambiental.

Tuve la oportunidad de ver la serie “Patria” en HBO sin haber leído primero el libro de Fernando Aramburu. Me pareció muy bien hecha y me hizo pensar en lo inimaginable que sería algo así en Perú. Ni Perú ni España son los únicos países que han vivido contextos de violencia en el pasado reciente. ¿Cuál es el ideal de sociedades que han pasado por traumas de este tipo? ¿Perdón sin olvido? ¿Perdón y olvido? ¿Reconciliación?

No creo que haya un camino claro, creo que cada sociedad encuentra su camino y creo que en Perú se han hecho cosas muy interesantes y audaces. La Comisión de la Verdad, por ejemplo, fue ejemplar y marcó un hito del que no hay casi nada parecido en todo el mundo. Creo que la sociedad peruana ha sido ejemplar al momento de enfrentarse con valentía a su propio presente y su propio pasado. Y creo que no todas las sociedades lo saben hacer así. Hay una tendencia también a esconderlo, a barrer todo debajo del armario, y a no hablar. La tendencia al olvido es la más natural. Enfrentarse cuesta mucho, desgasta mucho, genera unos debates muy incómodos dentro de la sociedad que a veces impiden avanzar hacia otros sitios, pero creo que es necesario. Las sociedades que dejan de interrogarse sobre sí mismas, que dejan de recordar el terror y que dejan de reflexionar sobre la violencia y caen en la amnesia, cosa que es comprensible, creo que van a pagarlo caro en convivencia, en los conflictos posteriores que van a estar siempre encallados por el silencio de lo que no se habló entonces. Y yo creo que el debate no hace nunca mal a ninguna sociedad, por muy duro y muy doloroso que sea en algún momento. El debate es síntoma además de la fortaleza moral de una sociedad. Son mejores las sociedades que debaten que las que no. Y son mejores las que se enfrentan a estos dilemas y que los tratan de una forma adulta a las que no.

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