Stefano Varese: «No se puede juzgar una cultura en base a la democracia contemporánea»

Publicado originalmente en 1968, “La sal de los cerros. Resistencia y utopía en la Amazonía peruana” se convirtió con justicia en un clásico de la antropología peruana. El libro del académico italoperuano Stefano Varese (Génova, 1939) remeció los cimientos de su especialidad porque daba voz, por primera vez y como ningún otro, a la sociedad asháninka.

Como el propio Varese lo explica en esta extensa entrevista a propósito de la quinta edición del título que ahora lanza el Fondo Editorial de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, ese momento cumbre coincidió con circunstancias históricas relevantes. Desde el inicio del régimen velasquista –del cual el autor fue parte, y lo ha reconocido ampliamente en su notable libro de memorias “El arte del recuerdo” –, hasta la firma de la denominada «Declaración de Barbados», en la cual se alertaba en torno a una serie de acciones que atentaban contra los grupos indígenas de América del Sur.

Varese repasa a continuación los factores que él considera hicieron de su obra un texto de consulta obligatoria en las facultades de Antropología (cinco ediciones en casi seis décadas y traducciones al inglés y francés, lo certifican), pero también se detiene a revisar con humildad algunas críticas que surgieron sobre sus planteamientos.

Finalmente, comenta aspectos en torno a la realidad de estas comunidades hoy en Perú y México, países que él conoce y ha recorrido durante décadas. Aunque el panorama luce sombrío, el antropólogo de 84 años no pierde la esperanza en que una las nuevas generaciones cambien el rumbo, y para ello propone un capitalismo humanista y biocéntrico centrado fundamentalmente en la vida.

Cincuenta y seis años y cinco ediciones pasaron de “La sal de los cerros”. ¿Cuál cree que fue la razón del éxito de un libro como este?

Fundamentalmente que yo, por primera vez, entré al problema de los grupos indígenas en la Amazonía dándole voz a los asháninkas, tratando de no ser el clásico antropólogo que observa y participa, pero se distancia emocionalmente de la comunidad porque en nombre de una ciencia objetiva trata de no inmiscuirse emocionalmente con el sujeto de estudio. Entonces, al dar agencia total a los asháninkas, a través de la historia, oral y construida por los documentos, di paso a la antropología latinoamericana, con una nueva manera de acercarse al estudio, a la convivencia con pueblos distintos que forman parte de nuestras naciones. Me distancié un poco de la antropología ortodoxa en ese sentido, y creo que eso dio impulso a un cierto éxito también, sobre todo en Perú, pero también afuera. Además, eso coincidió con otra cosa: el libro se publicó en 1968, coincidió con el golpe de Velasco, con la revolución velasquista, de la que yo formé parte rápidamente a través del antropólogo Mario Vásquez que me invitó a participar, cuidando y asesorando un poco sobre la cuestión de la Amazonía. Esa coincidencia con la otra coincidencia de la reunión de Barbados 1, que ocurrió en 1971, en donde unos 15 o 18 antropólogos latinoamericanos criticaron a la antropología, a la Iglesia y a los gobiernos en su relación con los indígenas de Latinoamérica. Eso también fue una sacudida importante a la antropología y a la sociología.

Usted entonces puede decirme si Velasco tenía una noción meridianamente clara sobre los pueblos indígenas…

Él fue un soldado raso e hizo parte de su carrera en la Amazonía. Salvo una vez, nunca lo entrevisté. Y no hablamos de eso con él. Está en mis memorias ese encuentro. Los que rodeaban a Velasco estaban muy metidos ideológicamente en el mundo andino de campesinos. Y ahí hubo cierta discordancia entre la noción del campesinado y la del indígena, porque, como sociólogos contemporáneos, veían al indígena exclusivamente como campesino, minimizando así el tema de la identidad. Esto causó problemas serios porque si uno no pone atención en la historia profunda del campesino andino, que primero es andino y luego campesino, es decir, su condición económica no lo define sino la histórico cultural. De la misma manera en que un asháninka no está definido por su inserción en el mundo económico contemporáneo, como trabajador en una hacienda o en un fundo, o como cultivador de café hoy, sino que aquello que lo define es su historia y su identidad histórica, que es milenaria. Su relación con el mundo y con la sociedad. Entonces, esa manera de desvirtuar un poco la parte étnica y cultural en el mundo andino produjo consecuencias también en la manera de devolver la tierra a los campesinos. Es decir, hacer una reforma agraria que miraba más que nada a la parte económica y descuidaba un poco la cultural. Esto creó problemas en las Sociedad Anónimas de Interés Social, en las haciendas expropiadas, etc. Así que yo, desde mi ámbito, traté de reponer sobre la mesa de discusión el hecho de que estos pueblos son antiguos, milenarios, que han vivido en la Amazonía por siglos de siglos y que han aprendido a convivir con ella, que han cultivado el bosque tropical. Porque tiempo después de mi paso por el Pajonal descubrí que el bosque amazónico es antropogénico, cultivado por milenios de presencia humana: 18 o 20 mil años, por lo menos. Esto ha sido descubierto muy recientemente por antropólogos, geógrafos y ecologistas americanos y europeos. Te hablo de 1990. Y yo, de alguna manera, intuía eso.

Cuando uno lee el libro descubre por qué eligió el título. Yo consumo sal a diario y desconocía el origen específico de la misma. En ese intento de darle voz a los asháninkas, ¿por qué escogió ese título para englobar todo su trabajo de investigación?

Porque descubrí que el Cerro de la Sal fue en término latino el ‘Axis mundi’, el eje del mundo asháninka, porque ellos controlaban ese cerro y por lo tanto el comercio de la sal. Aunque comercio es una palabra que no se presta a una buena interpretación: el intercambio de sal por otros objetos. Yo sostengo, y lo acabo de volver a escribir en el subcapítulo de mi nuevo libro, que la sal se volvió un elemento del comercio fundamental de lo que los asháninkas llaman Ayompari, es decir, el sistema de intercambio de bienes. No monedas, no dinero. Es su forma tradicional del don, del regalo. Yo te entrego sal y tú me das plumas de guacamayo. Entonces, la sal empezó a circular en toda la selva central y yo sostengo que llegó incluso hasta Ecuador, en el norte. Y tengo pruebas de eso porque los pueblos Kichwa de Sarayaku en el Río Bobonaza comerciaban sal con la selva central y con San Martín. Entonces, la sal se volvió una moneda sagrada de los asháninkas, amueshas y machiguengas. Y, claro, de los Kichwa en la zona de Ecuador y Perú. Por todo esto, yo pensé que el Cerro de la Sal había cumplido una labor fundamental en la historia milenaria. La sal es muy importante porque sale de la magma marina, pero la sal geológica está concentrada a pie de monte en la selva central y hay otra en las guyanas, pero que resulta muy distante para los habitantes de la Amazonía peruana, ecuatoriana y boliviana. Así que la sal de los cerros se volvió importantísima, y tiene una función fundamental en su mitología del pensamiento asháninka.

La quinta edición de «La sal de los cerros» la publica el Fondo Editorial de la UNMSM.

¿Le fue posible contactarse con los asháninkas que viven en Brasil?

Hace tres o cuatro años entré en relación con los asháninkas que viven en Brasil. Yo pensé que habían sido deportados durante la época del caucho. Hay una excelente antropóloga brasileña, Carolina Comandulli que ojalá publique pronto el libro basado en su tesis para la Universidad de Londres. En ese trabajo ella apunta al hecho de que los asháninkas que están en el Acre han estado allí antes de nuestra hipótesis de que fueron deportados en la época cauchera desde la selva central. Hay fuentes que los registran en el siglo XVIII. O sea, la idea de que los asháninkas están solos en la selva central en el Perú debe ser ampliada con la posibilidad de que su presencia en la Amazonía se extendía mucho más allá.

Han surgido ya muchas promociones de antropólogos posteriores a la aparición de su libro. Seguramente alguno ha cuestionado sus teorías expuestas en “La sal de los cerros”. ¿Cuál de estas críticas le parece más válida y por qué?

Es difícil responder eso porque uno toma como un granito de sal las revisiones de los colegas. En general, son muy apologéticas, me ensalzan mucho. Sin embargo, algunos sí me han hecho pensar y reflexionar. Hay una danesa, exesposa de Søren Hvalkof, un antropólogo extraordinario que hizo un gran trabajo en el Pajonal. Ella me critica muy severamente con el hecho de que yo le atribuyo a los asháninkas una mentalidad utópica, optimista y renacentista de alguna manera. Y parte de esa crítica ha sido recogida por una colega peruana muy buena, Mariella Villasante Cervello. La crítica es que yo presento una imagen casi idílica de la sociedad asháninka. Y yo he discutido un poco eso en mis memorias, y sostengo que la esencia de la cultura y de la filosofía de vida de los asháninkas es la bondad y la belleza, que yo encuentro en su cultura, en el bosque y en la selva. Yo hago una especie de alusión, una cierta visión neo platónica de eso. Es decir, que lo que salva al individuo es su confianza en la belleza y en la verdad. Y lo que lo pierde a una sociedad es el error. Luego, en otro artículo, planteo que esa es una visión gnóstica, un wisdom, o sea, el conocimiento salva, y el conocimiento es relacionarse de manera buena y bella con el mundo, con el cosmos y con el resto de la sociedad. Eso ha sido criticado mucho porque en los últimos 40 años, con la aparición de Sendero, Mariella encuentra que esa visión optimista del pueblo asháninka no corresponde a lo que estos hicieron bajo el control de Sendero, de los militares y del MRTA, que los transformó en criminales, porque ellos mismos se atacaron, se violentaron y se destruyeron uno contra otros. Esa a mí me parece una visión muy modernizante. Todos los pueblos potencialmente son genocidas, pero también utópicos, bellos y bonitos. Yo no puedo juzgar a la cultura alemana de mil o dos mil años atrás en base al nacismo. No puedo juzgar a la cultura italiana de varios siglos en base al fascismo. Ni puedo juzgar una cultura en base a la democracia contemporánea. Hay que ponerse, entonces, en la larga duración histórica de miles de años para juzgar a un grupo. Esa me parece que fue la crítica más severa recibida, y no la he contestado mucho, sino representando y reconfigurando mis opiniones sobre los asháninkas.

A lo largo de su libro hay referencias variadas. Desde Bobbio hasta Garcilaso, pasando por Eric Hobsbawm e incluso Guamán Poma de Ayala. ¿Cuán clave ha sido para usted este tipo de trabajos previos para armar sus teorías?

Fundamentales todos. No quiero restringir el trabajo intelectual a una disciplina particular. Decir que yo no hago estrictamente antropología para mí es un cumplido. No puede uno limitarse a lectura y documentos insertos exclusivamente en la frontera de una disciplina especial. Yo me he estado luciendo a través de lecturas de todo tipo. La literatura cumple una función muy importante en toda nuestra vida. La poesía también. Hay que ser sensible a todas las maneras y formas de pensar y argumentar. En la primera edición de “La sal de los cerros” cito a un pensador que ha sido muy criticado porque de alguna manera el fascismo italiano adoptó parte de su pensamiento: René Guénon, un filósofo francés de principios de siglo que trajo el orientalismo, el hinduismo, el espiritualismo alternativo al materialismo occidental en la discusión filosófica. Pero ha sido muy criticado porque parte de la alienación introducida por el fascismo italiano ha sido en confundir un pensamiento social progresista con el esoterismo, es decir, estas ideas vienen de otra parte, son esotéricas. Entonces, me cuestionaban por qué usaba a Guénon. Y yo decía que se trata de un buen filósofo, que aporta al pensamiento occidental una dimensión fundamental, que es la espiritualidad, el descubrir la metafísica en la física. De hecho, recientemente otro colega me ha dicho que yo fui el primero en usar fuentes no antropológicas, discordantes de la conducta tradicional del antropólogo.

A lo largo del libro hay una serie de denominaciones, como ‘chamán’ u ‘hombre blanco’, que se repiten varias veces. Sobre este último se dice, entre otras cosas, que “en la marcha hacia las tierras indígenas, los invasores dejan detrás suyo la selva erosionada, la sábana o los grandes latifundios, que por el volumen de inversión económica son las únicas formas de explotación de la selva que pueden soportar el daño provocado por la instauración de un ecosistema especializado. De esta manera, nos parece falso alegar que este ecocidio y el consiguiente etnocidio es el precio inevitable que hay para pagar al proceso de modernización de las áreas territoriales indígenas”. ¿Cincuenta y cinco años después de haber escrito esto se reafirma por completo?

Sí. La gran lección de los pueblos indígenas que ahora se está manifestando con mucha fuerza es que el bosque amazónico tiene que ser el ámbito de convivencia. Hay que transformarlo en un algo sembrable y cultivable. De ahí mi hipótesis, que está siendo confirmada por los geógrafos en estos años, de que la selva es antropogénica, que ha sido constantemente recultivada por los pueblos indígenas. La prueba está en uno que ahora ha sido muy debatido en Ecuador: los Huaorani. Ellos se dividen en dos grandes clanes. Los primeros, rehúsan todo contacto con el mundo externo. Han dicho: no queremos saber nada con los ecuatorianos, con las petroleras, etc. Y el otro grupo, que ha aceptado entrar al ‘mundo occidental’, que ha comprado armas de alto poder, haciéndose cazadores empedernidos, comerciantes, y traficantes de carne de monte. Cada sábado llevan toneladas de animales muertos, y están depredando su propia selva.

Los que se han aislado sostienen que cultivando la selva se puede vivir de la misma. Entonces, lo que hace la modernidad es destruir la selva y sustituirla con ganado que la destruye, sino que además impide el regeneramiento del suelo, con explotación petrolera que contamina, con la palma africana, que también destruye el ecosistema, etc. Así que con los Huaorani tienes un gran ejemplo: los que cultivan la selva tienen una buena vida y los otros son todos alcohólicos, criminales, un desastre. Es decir, los ‘civilizados’ son los más activos criminales ecológicos que hay en la zona.

Y volviendo sobre los asháninkas, toca felicitarlos, porque muy pocos, incluso durante la época de la violencia, han decidido ser depredadores de la selva. O sea, el hecho de que un pueblo se resista a la invitación occidental moderna y capitalista de depredar su ambiente es prueba de su solidez cultural. Es como si nosotros en el mundo moderno decidiéramos acabar con los centros comerciales, depredándolos y no reconstruyéndolos. Sé que es una analogía simplista, pero sirve.

Stefano Varese en una fotografía personal.

Muchos años atrás Alan García, ligado por muchos a la derecha económica, fue duramente criticado por su artículo “El perro del Hortelano”. Quisiera situarlo ahora en México, país que usted conoce muy bien, porque Andrés Manuel López Obrador –supuestamente vinculado a la izquierda– ha construido un Tren Maya inmenso y, en opinión de muchos, arrasando con todo a su alrededor. Y a quienes lo critican los tilda de activistas e ideológicos. ¿Qué lleva a que dos posturas distintas, en su camino por lograr el progreso, se lleven incluso la historia por delante?

Las trayectorias ideológicas de Alan García y López Obrador de alguna manera coinciden porque ambos vienen de una izquierda socialdemócrata. Recuerde a Alan, cantante en las esquinas de París. Y AMLO, que es un cristiano fundamentalista, un evangélico. Y eso también explica mucho su conducta. O sea, tener una trayectoria supuestamente de izquierda y ser fundamentalista cristiano resulta en un activismo político totalmente reaccionario, yo diría que incluso ‘fascistoide’. Alan tenía ese rasgo de despreciar la opinión de otros, arrogante. AMLO no tanto, pero lo es. Cuando se enfrentó con el COVID-19 dijo que el virus no existía y que debía enfrentarse con un brazalete y un acto de fe. Y después se involucra en la parte más destructora de un capitalismo salvaje. ¿Hacer un tren para turismo en una zona de una belleza y de una salud ecológica formidable? Destruyendo así el espacio ambiental, miles de año de historias de cuidado de ese ambiente. Le voy a citar una sola anécdota. El antropólogo americano Robert Redfield dice que los mayas de Quintana Roo, cuando tienen que abrir una nueva chacra van anunciándolo a los animales, a los pájaros y a los monos, (diciendo) cuídense, y van con tambores y flautas a lo largo de la zona que van a quemar. Y anuncian que limpiarán todo para la chacra, pero que luego pueden volver. Imagínense la sensibilidad de este pueblo que entiende que los pájaros, animales e insectos son parte del ecosistema, y son los que ayudan a degenerar el campo cultivado. Y frente a esto llega el occidental AMLO y dice que lo más importante es el tren porque trae dinero del turista. Esa es la oposición al pensamiento cultural digno. Es la idiotez llevada a política nacional.

A esto hay que sumarle otras cosas. Trump podría volver. Las organizaciones como la ONU pierden peso. Rusia arrasa con Ucrania sin grandes motivos. ¿Es optimista sobre el futuro pese a todo lo que le menciono?

Yo sí, porque hay jóvenes con los que me relaciono por la universidad, de veinte o veinticinco años, que ahora está totalmente metidos en temas como por ejemplo el del uso de armas, que en este país es trágico. Están muy activos hasta el nivel de jugarse la vida. Y tengo esperanza porque una sociedad va cambiando generación tras generación y puede regresar, como es el caso de los derechistas, que buscan tener al Estados Unidos de hace 80 o 100 años, con fascismo o Apartheid. Pero la nueva generación ya no cree en eso. Las mujeres, por ejemplo, siendo republicanas incluso votarán en contra de su candidato si ellos están contra el aborto. Luego, lo mismo pasa en Europa. Hay que leer con mucho cuidado lo que ocurre en Ucrania. ¿Quién esperaba que Ucrania se volviera centro de disputa? Yo no me considero anti capitalista. Lo que propongo, incluso con nueva terminología, es que contra un sistema económico social que es ecocida y etnocida, que destruye el ambiente y trata de destruir también a la gente, a las culturas, hay que oponer un capitalismo humanista y biocéntrico que se centre en la vida. El biocentrismo es el elemento central. Los pueblos indígenas, que no han vivido la revolución industrial del siglo XVIII, XIX y XX, la revolución moderna de la Internet, que la están adoptando, pero no la han absorbido de manera ‘evangélica’ como nosotros, han creado un humanismo biocéntrico en donde la vida está al centro de la preocupación, frente a un capitalismo que se centra en la producción de materia. Entonces, lo que debemos aprender de los pueblos indígenas, y sobre todo de los que han quedado de alguna manera marginados o no totalmente integrados, es esta manera de concebir la vida como centro. Nosotros seguimos destruyendo nuestra propia casa. Hay que ver lo que está pasando en Estados Unidos con la agricultura industrializada. Secan zonas de humedales donde hay una vida biológica impresionante y los sustituyen con llanuras de tierra artificial que después de dos o tres cosechas se vuelven totalmente infértil y tienen que ser inundadas con bioquímicos para devolverles la fertilidad. A esa manera de concebir el desarrollo hay que oponerle un pensamiento biocéntrico, donde la vida sea lo más importante.

Dice en la segunda parte del libro, en los ensayos contextualizados, “la estrategia de internacionalizar la lucha por los derechos colectivos indígenas parece tener más éxito relativo que las movilizaciones políticas convencionales en el ámbito nacional”. ¿Qué ejemplos podría darme de luchas internacionales por salvar los derechos colectivos indígenas, que hayan funcionado más que las nacionales?

Todo lo que los indígenas hicieron en Naciones Unidos para alcanzar más que la voz, el voto. El acuerdo 109 de la OIT es una demostración de que estos grupos pudieron llevar hasta esa instancia un acuerdo que todo el mundo firmó, salvo algunos países, y que muy pocos observan de manera total. Y es muy importante. Está el ejemplo de los Kichwa del Río Bobonaza en Ecuador, que fueron ante la OEA y ganaron un juicio contra el gobierno de ese país, recibiendo unos cuantos millones por daños que causó su Gobierno cuando se metió sin permiso y sin autorización para explotar petróleo. Ganaron ese juicio y con ese dinero organizaron su propia comunidad de manera extraordinaria. Yo creo que hay manera de utilizar el aparato legal, nacional e internacional, para controlar los desmanes de este capitalismo salvaje que está acabando el medio ambiente. Creo en eso, pero se necesita movilización y educación, que el público que no está afectado directamente como ciudadano también participe en esta lucha, educándose.

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